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Profesor de la Universidad de Extremadura, secretario de Coordinación Ejecutiva de Podemos Extremadura.
Soy un tipo tremendamente afortunado. Un extremeño que vive en Extremadura, que sólo tuvo que salir temporalmente para buscarse la vida y estudiar, pero que hoy trabaja en su tierra y que tiene un sueldo más que digno para disfrutar incluso de algunos placeres. Soy un extremeño con suerte, un tipo que vive la vida con algunas presiones y ciertas fobias, pero con la libertad de tener cubierto lo material y no tener que callarme por el temor a las reprimendas o a la represión. Y, aunque afortunado como persona, tengo mis miedos, como no. Miedo a la extrema derecha que avanza en nuestro país, miedo a los discursos de odio cada vez más instalados y asumidos con normalidad, miedo a un futuro incierto para mis amigos y para mi familia, miedo como todas y todos al dolor y al sufrimiento de los míos, y de los que no son “de los míos” pero sé que sufrirán ante la intolerancia rampante que espera ávida su acceso al poder. Algunos de estos miedos son propios, otros son compartidos, o así lo espero.
La invasión de Putin se está traduciendo en muerte y destrucción. Una guerra sin sentido en pleno siglo XXI en el que la fuerza ha vuelto a ganar a la razón, en el que las personas vuelven a ser utilizadas como piezas fungibles de un tablero con evidentes intereses económicos. Sí, otra guerra económica más. Otra locura promovida por quienes bajo la apariencia de macabros chiflados trabajan para el beneficio de los “listos”, los que tienen los bolsillos llenos de la moneda en curso de su país, ya sean rublos o dólares. Un escenario donde perdemos los de siempre, los que nunca hemos ganado ninguna guerra, los que perdemos nuestro futuro en manos de conflictos interesados. Detrás de todas las guerras actuales ya no está el concepto de “patria” mal entendida, sino que está uno más sencillo y mundano, la pasta.
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Y es en este contexto, en el que decir mundo globalizado es redundante, es incuestionable —aunque siempre puedan salir negacionistas de cualquier cosa— que esta guerra, más allá del coste en vidas para el pueblo ucraniano y el pueblo ruso, lo que ya de por sí es atroz, nos está afectando de una manera global, que está generando miedos colectivos por su acción directa en nuestro día a día. Miedos reales aunque inflados artificialmente, en algunos casos para mayor beneficio y gloria de los siempre. La subida del coste de la vida, especialmente de la cesta de la compra, donde, como decía Gila, una cabeza de ajos está al precio de una cabeza nuclear, donde llenar el depósito solo es posible pidiendo un préstamo personal, donde poner la lavadora se ha convertido en un acto de riesgo; en definitiva, donde antes llegabas con un sueldo ahora no llegas. En esta cotidianidad tan extendida donde llegar a fin de mes es una carrera de obstáculos en un campo minado, donde la amenaza de un “largo y crudo invierno” es el mensaje constante que nuestros medios difunden para que “nos atemos los machos” en un ejercicio de “información de servicio público” trufado con los intereses propios de las grandes corporaciones multinacionales propietarios de los medios. Miedo con intereses, miedo que nos prepara para los ajustes que deberá afrontar la clase trabajadora y que, curiosamente, pocas veces afectan a los que viven en las “torres de marfil” de La Moraleja o Puerta de Hierro.
Se globaliza el caos, la incertidumbre, si el aleteo de una mariposa en una parte del mundo podía terminar provocando un tsunami en otra, ahora un disparo en el Donbass puede arrastrar nefastas consecuencias en la región del Sahel
Dicen las encuestas, casi siempre performativas y con muchos intereses, que los españoles vemos la situación muy jodida, pero que personalmente la cosa no nos va tan mal. Paradójico, quizá, si,no conociésemos la realidad de los medios de comunicación que inoculan mensajes en el imaginario colectivo. Ahora bien, en la cuarta economía de la zona euro parte de nuestro pueblo está pasando hambre, no les llega para pagar facturas de luz y gas, pagar la hipoteca o el alquiler vuelve a ser un lujo al alcance de cada vez menos, y familias de muy distinto pelaje, y no sólo aquellas estigmatizadas como marginadas, sólo ven un horizonte de complicaciones. Esta realidad ya existía, pero la guerra generada en Ucrania ha venido a agudizarla, estrangulando aún más a los vulnerables, a los que como sociedad más hemos de proteger si presumimos de civilizados
Seguramente nada nuevo os he contado y nada novedoso os voy a contar ahora, pero sí quería que reflexionáramos sobre una derivada que está siendo olvidada sistemáticamente, ignorada por lejana o por necedad manifiesta: la hambruna en África.
Sudán del Sur, el país más joven de África, con una población que ronda los 12 millones, cuenta con 9 millones de personas que necesitan ayuda humanitaria constante. De este número brutal, más de un millón de ellos son niños que están en riesgo extremo, lo que se traduce en que están pasando hambre poniendo al límite sus vidas. Claro que existen problemas añadidos en el “cuerno de África” que no solo tienen que ver con el aumento del precio del grano derivado de la guerra, también cuentan con problemas por la falta de un sistema productivo que no haga necesario importar cereales. También es una zona del planeta donde se hace más que evidente el cambio climático, asolado de forma recurrente por largos periodos de sequía o, como ahora, grandes inundaciones que barren hogares y cosechas.
Análisis
Las hambrunas, otra consecuencia de la invasión de Ucrania
El aumento en los costes del grano, tanto por provenir directamente de Ucrania como por el aumento de los costes del transporte, ha provocado que el flujo de alimentos no sólo haya bajado sino, en muchos casos, cesado. Las ONGs presentes sobre el terreno alertan, además, de que las inversiones han bajado de forma dramática al centrarse estas aportaciones en la crisis humanitaria ucraniana.
Sin saber muchos de los que allí viven dónde está Ucrania, les está afectando de forma directa y alarmante este conflicto. Esto es una buena muestra de lo que ocurre en mundo interdependiente, un mundo globalizado, donde “las costuras” de la miseria ya se veían pero que hoy son más patentes, porque la fragilidad y la miseria está cada vez más interconectada. Se globaliza el caos, la incertidumbre, si el aleteo de una mariposa en una parte del mundo podía terminar provocando un tsunami en otra, ahora un disparo en el Donbass puede arrastrar nefastas consecuencias en la región del Sahel.
Cerca de 50 millones de personas en un contexto de hambruna y casi 400 millones con problemas para conseguir alimentos en África reflejan que existe una guerra a nivel mundial en la que está ganando el hambre
Sudán del Sur es el ejemplo de muchos otros países africanos, donde además algunos escenarios se complican con enfrentamientos armados nacionales o territoriales. Cerca de 50 millones de personas en un contexto de hambruna y casi 400 millones con problemas para conseguir alimentos en África reflejan que existe una guerra a nivel mundial en la que está ganando el hambre.
Esta realidad no es tolerable ni como persona, ni como sociedad, ni como español, ni como europeo. Podría ponerme cursi y decir que me indigna, pero la realidad es que me cabrea, me cabrea y mucho esta incapacidad manifiesta por entender que todos somos parte de un mismo sistema, de un mismo mundo, donde incluso con guerra y crisis constantes vivimos en la opulencia de unos que no dudan en deshacerse de excedentes de alimentos por una supuesta bajada de precios y, por lo tanto, de beneficios. Me cabrea nuestra apatía, me cabrea nuestra indiferencia.
Soy extremeño, quiero a mi tierra, quiero que entre todas ayudemos a los que están atrapados en la espiral de la pobreza para que lleven una vida digna, no quiero que dejemos a ningún extremeño ni extremeña atrás, trabajaré para que todas y todos vivamos con las necesidades mínimas cubiertas y seamos capaces de hallar la felicidad. Pero también me importan las miles y miles de personas que están muriendo por falta de alimentos en África, personas que, aunque no las conozco no me son indiferentes, personas que también son de los míos. Y mientras no seamos capaces de conseguir alimentar a pueblos hambrientos, capacidad que sí tenemos como sociedad y como país, seremos cómplices de la miseria y de la muerte.
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