Opinión
¿Se puede ser feminista, de izquierdas y que te guste el fútbol?
Antaño, los compañeros en la lucha feminista traicionaron una y otra vez a las mujeres con elevadas excusas como la revolución, la justicia social, la democracia o un mundo sin clases. Hoy, lo hacen por la chabacana glorificación futbolera de un maltratador.

Durante la revolución francesa, los revolucionarios condecoraron a las mujeres por su papel protagonista pero, cuando hubo que votar sobre sus demandas, estas fueron rechazadas. Algunas décadas después, en Estados Unidos, el germen de lo que sería el movimiento sufragista se articuló para batallar en la lucha contra la esclavitud. Mas los abolicionistas no les devolverían el favor y, finalizada la guerra civil, la XIV enmienda de la Constitución, que otorgaba el derecho de voto a los esclavos negros liberados, le negó a la mujer el derecho de sufragio.
En el seno del movimiento obrero los sindicatos fueron reacios a apoyar el trabajo femenino y, todavía más de un siglo después, en 1970, K. Millet denunciaba que estos no protegían ni velaban por las condiciones laborales y salariales de las profesiones feminizadas. Para el marxismo, en general, la cuestión femenina era secundaria, cuando no una desviación peligrosa, y las mujeres no sufrían de una forma específica de dominación. Los primeros logros que trajo la revolución soviética sufrieron un enorme retroceso a partir del período estalinista.
Ya con el nacimiento de la contracultura y la Nueva Izquierda en los años 60, una vez más las demandas feministas se postergaron a favor de otras que se consideraban más relevantes. La serie Mrs. América refleja magníficamente cómo la agenda feminista era constantemente relegada en las políticas de “sus aliados” progresistas. La activista Robin Morgan cuenta como, inmersas en la lucha por una sociedad nueva, las mujeres tardaron en constatar tristemente que su función habitual era preparar los cafés y los discursos de los hombres.
Todos tenemos “luces y sombras” y debemos —decían— separar a la persona del deportista, aunque luego no escribían ni una sola línea del deportista y alababan únicamente a la persona desde su perspectiva más sociopolítica
En nuestro país, ni una sola mujer tuvo parte activa en lo que se llamó La Transición, y la Constitución del 78, que tuvo padres pero no madres, no recogió ninguna de sus demandas. El Movimiento Feminista la cuestionó y, una vez más, desde las fuerzas de izquierda se le pidió paciencia con el pretexto de que lo que importaba era consolidar la democracia y ya entonces habría tiempo para todo. Hubo tanto tiempo que el PSOE tuvo que estar nada menos que 22 años en el poder para legislar sobre el aborto libre. Siempre había cosas más importantes que hacer. La proporción de hombres y mujeres en los cuatro gobiernos de Felipe González fue de 25 a 1 y ni una de aquellas mujeres ocupó las carteras más relevantes.
Los ejemplos serían numerosísimos y lo que quiero significar es que las relaciones del feminismo con las fuerzas políticas de izquierdas han sido históricamente insatisfactorias y frustrantes. Estas últimas no han estado jamás a la altura de lo que se esperaba de ellas y, como decía la Plataforma Feminista en 1978: “Durante los miles de años que llevamos esperando, siempre ha habido cosas más importantes de las que ocuparse que transformar las condiciones de vida de las mujeres”.
Espectáculo ridículo
Esta semana, con ocasión de la muerte de un futbolista famoso, hemos asistido a un nuevo capítulo de este drama eterno, aunque esta vez representado como un chabacano y ridículo espectáculo de plañiderismo machista. Y, perplejos, hemos visto como muchos de los más importantes referentes de la izquierda de nuestro país aprovechaban el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer para verter inmoderados elogios hacia un personajillo lastimoso, conocido en los últimos veinticinco años de su vida únicamente por sus bochornosos y documentados episodios de maltrato y puterismo.
Políticos, militantes y periodistas han enloquecido compitiendo en hiperbólicas hagiografías hacia este exjugador misógino, escenificando un episodio de éxtasis colectivo grotesco y casi diría que autoparódico. Y aunque lo han hecho desde distintas perspectivas, absolutamente todos han compartido un punto en común: ser hombres.
¿Y qué es más importante para la humanidad? ¿Unas hostias a una mujer aquí y allá y una vida de disfrute de la trata de blancas o los posados con los líderes de la revolución?
No deseo entrar a juzgar los deméritos del difunto, sin embargo, creo que conviene señalar algunos de los distintos acercamientos masculinos a su figura.
Los más inteligentes simplemente glosaron superficialmente sus aptitudes deportivas tratando así de no meterse en fregados. Otros, conscientes de los defectos de su gran ídolo, trataron de restarles importancia convirtiéndolos en “flaquezas” o “debilidades”. Ninguno somos perfectos, al cabo. Todos tenemos “luces y sombras” y debemos —decían— separar a la persona del deportista, aunque luego no escribían ni una sola línea del deportista y alababan únicamente a la persona desde su perspectiva más sociopolítica.
Contextualizaron, disculparon y, como mucho, reconvenieron paternalmente esas “imperfecciones” que en absoluto podían empañar su “trascendencia histórica” y su “compromiso” con los gobiernos de izquierda en América latina, con cuyos dirigentes posaba con gesto de borracho entre juerga y juerga. ¿Y qué es más importante para la humanidad? ¿Unas hostias a una mujer aquí y allá y una vida de disfrute de la trata de blancas o los posados con los líderes de la revolución?
Otros decían que odiaban quererlo y nos hacían partícipes de su doloroso conflicto interno. Particularmente, de todos los panegiristas del maltratador, estos últimos me resultan los más irritantes en su cinismo, al aprovechar la alabanza al ídolo para alabarse a sí mismos como seres humanos críticos a la par que sensibles. Imperfectos todos. Puedo imaginármelos, con su birra ante la tele, viendo los resúmenes de los mundiales y a la vez derramando lágrimas por las mujeres abusadas y maltratadas mientras gritaban “goool”.
Relojes de oro
Puesto que los vicios eran muchos y visibles, otros trataron de equilibrarlos aumentando sus virtudes. Monedero, en una alocución que parecía provocada por los psicotrópicos, convirtió a este millonario con una fortuna estimada de 500 millones de euros en un luchador “contra los poderosos” a los que “tumbaba a golazos” (¿a quién?). En sus últimos años, el exfutbolista, casi discapacitado por sus múltiples adicciones, hizo caja a cambio de ingentes fortunas prestando su imagen para figurar como “entrenador” o “presidente honorario” en equipos menores de Biolorrusia o los Emiratos Árabes propiedad de oligarcas y señores feudales. El bielorruso le regaló un tanque anfibio, un diamante enorme y un sueldo vitalicio. Desde las gradas, los potentados petrolíferos árabes lanzaban relojes de lujo al campo cuando metían gol. Pero para Monedero este periplo de su ídolo era producto de su compromiso ético con los “equipos más débiles”.
Unos y otros nos recordaron que el jugador ofreció grandes instantes de felicidad que hacían que, por unos momentos, las personas más pobres y desfavorecidas olvidasen sus miserias. ¡Qué tiempos en los que la izquierda llamaba a esto alienación! Ahora se llama traer alegría al mundo. ¿Y no era esto lo que se decía del deporte rey en el franquismo?
Hoy, una joven futbolista pontevedresa que no quiso rendir pleitesía al maltratador está recibiendo todo tipo de repugnantes ataques, incluso amenazas de muerte, por parte de la machirulada futbolera
En todo caso, todos, los más listos y los más torpes, los más forofos y los más comedidos, recibieron durante ese día infinidad de advertencias de sus compañeras en la lucha feminista acerca de lo equivocado de este comportamiento. Incontables, unánimes, explícitas y, como siempre, bien argumentadas. Y todas ellas fueron ignoradas, despreciadas y hasta contestadas con visible enojo e indignación. Otros las aleccionaron jactándose de poseer —ellos, lúcidos varones— una mirada poliédrica y compleja frente a quienes exhibían el trazo grueso de la crítica fácil. Sumaban así el mansplaining a sus gloriosas intervenciones del día.
Sea como fuere, la pulsión por reverenciar a su dios del fúngol, compañero de tantas tardes de griterío y embriaguez hincha, superó el mínimo pudor de verter su llanto apologético en plena efemérides por las víctimas de la violencia machista. Ahora ya sabemos hacia qué lado se inclina la balanza entre el forofismo y el feminismo. Hoy, una joven futbolista pontevedresa que no quiso rendir pleitesía al maltratador está recibiendo todo tipo de repugnantes ataques, incluso amenazas de muerte, por parte de la machirulada futbolera. La pregunta es necesaria: ¿De qué lado están todos los referentes de la izquierda que ensalzaron al futbolista? ¿Y no se sienten responsables por proporcionar argumentos y legitimidad a las fieras?
Antaño, los compañeros en la lucha feminista traicionaron una y otra vez a las mujeres con elevadas excusas como la revolución, la justicia social, la democracia o un mundo sin clases. Hoy, lo hacen por la chabacana glorificación futbolera de un maltratador, cómplice de organizaciones criminales que asesinaban a una persona diaria mientras él disfrutaba de sus elitistas juergas. Hasta aquí hemos descendido. Ahora, cuando pasen las exequias balompédicas y el luto universal, volved, compañeros de lucha, a mirarlas a la cara y llenaros la boca con vuestro compromiso con la causa feminista.
Conflicto mayor
Pero, en todo caso, este episodio menor tan burdo debe encuadrarse dentro de otro conflicto superior que es la justificación, e incluso el ensalzamiento, del deporte profesional desde una ideología de izquierdas.
De cuando en cuando me pregunto cómo es posible que personas que se dicen de izquierdas disfruten como espectadores del deporte profesional. Que no les indigeste la instrumentación nacionalista que de él se hace. Que no les resulte obsceno Roland Garros, con millonarios y aristócratas bebiendo champán en sus palcos mientras ven a otros millonarios, hijos de ricachones, dar raquetazos. Que no les indigne el derroche absurdo de las carreras de coches y motos, indefendible e insostenible desde cualquier criterio de mínima decencia y respeto por el medio ambiente.
Que no les parezca que prácticamente la totalidad de los equipos europeos de fútbol sean propiedad de la carroña de oligarcas rusos del gas, señores feudales de las monarquías petroleras, oscuros magnates chinos o cleptócratas de la construcción, en la que probablemente sea la actividad empresarial que concite a los peores tipejos del planeta. Que sus dirigentes sean unos mafiosos que cabalgan de soborno en soborno y corrupción tras corrupción. Que no les molesten los estructurales estallidos de violencia, o que en la gran mayoría de los estadios los grupos de aficionados oficiales estén relacionados con la ultraderecha y el fascismo.
En estos días, los esfuerzos exculpatorios han llegado incluso al dislate de acusar a la mirada feminista de “neocolonialismo” por tratar de juzgar a su ídolo maltratador sudamericano con los “estándares europeos”
Que los futbolistas sean en su inmensa mayoría una insoportable recua de niños mimados, a los que empresas ad hoc emparejan con modelos, tal como se hacía en las fiestas que se organizaban entre los herederos de la aristocracia para aparearlos; coleccionistas de coches de alta gama y relojes de diamantes —exactamente igual que el llorado d10s—, egoístas, caprichosos, ignorantes y faltos de todo compromiso social salvo la tradicional visita a un hospital en navidad, o esporádicos regalos de camisetas que son amplificados como grandes gestos benefactores por una prensa rastrera, mentirosa, homófoba, machista y analfabeta.
Y resulta curioso que los mismos que critican fieramente a otros millonarios no futboleros por hacer donaciones igualmente millonarias, se derritan de emocionado agradecimiento cuando sus ídolos deportivos juegan una pachanga benéfica o salen de uno de sus muchos Ferraris para tener un arrumaco con un niño con discapacidad. Desde luego, qué barato sale ser referente ético de la izquierda.
Apología del 'self-made man'
En su chocante panegírico, Monedero romantizaba la vida en los barrios pobres y hacía una inaudita apología de la idea del self-made man, tan querido a la mitología capitalista. Es, en efecto, en el deporte profesional, y más concretamente en el fútbol, donde mejor se expresan los sostenes ideológicos y simbólicos del neoliberalismo, la desigualdad y el capitalismo salvaje. Donde se justifican como meritorias y justas las obscenas desigualdades de renta. Donde mejor se exaltan los valores de la competitividad y el individualismo. Pues incluso en los deportes colectivos los jugadores no son vistos ya como parte de un todo, de un equipo, sino como estrellas únicas, sujetos excepcionales que hoy están aquí y mañana allá. Y sus jugadas, obras de arte personales que cada artista concibe individualmente.
El fútbol es de los pocos lugares donde “se cumple” la promesa engañabobos del self-made man y no es extraño que una y otra vez se mencionen los orígenes humildes de los ronaldos, pelés, maradonas y messis. Es el sistema que permite ilusoriamente ascender de la favela o el barrio popular a la cima del mundo. ¿Para qué? ¿Para una vez alcanzado el éxito y los millones, regresar y tratar de revertir las condiciones de vida de esos barrios? Por supuesto que no. Para gastarlo en obscenos excesos, una ostentación insoportable y transitar, uno tras otro, por los tribunales, acusados de defraudar impuestos.
Evidentemente, basta desplegar estas y otras razones para ser acusado de despreciar “al pueblo” y exhibir la superioridad intelectual de la izquierda. Huelga decir que este socorrido argumento solo se empuña para defender al fútbol. Otras manifestaciones culturales populares sí pueden juzgarse negativamente. El pueblo puede estar equivocado y ser gilipollas cuando va a los toros, se expresa en manifestaciones religiosas, participa en fiestas de maltrato animal o vota a la derecha. Pero siempre acierta con el fúngol y, ¡ay de ti si osas criticarlo!, que te convertirás en un elitista de mirada despectiva.
Si existe alguna manifestación de superioridad intelectual con respecto al fútbol profesional, la practican aquellos que piensan que, armados con su bagaje ideológico, sus citas de Galeano y su oportunista palabrería populista, pueden blanquear una de las actividades humanas más indecentes, sucias y podridas que se puedan concebir
En estos días, los esfuerzos exculpatorios han llegado incluso al dislate de acusar a la mirada feminista de “neocolonialismo” por tratar de juzgar a su ídolo maltratador sudamericano con los “estándares europeos”.
En general, todas estas justificaciones ideológicas suelen pecar de una insoportable deshonestidad intelectual. Y así, ante la crítica al fútbol profesional, no tarda en acudir al rescate la defensa del fútbol aficionado, de pueblo, de veteranos, tan limpio él, que estas personas no ven jamás, ni conocen, ni les importa un huevo, y solo lo enarbolan como justificación ética falsaria cuando se censura a su equipo de Champions. En una suerte de inaudito platonismo, defienden el fútbol “como concepto” —al que es injusto criticar— y lo separan de “todo aquello que lo rodea”. Tal como si hubiese una representación pura de ese deporte que practican níveos querubines en el espacio etéreo del reino de las ideas y luego una práctica terrena corrompida. ¡Y qué culpa tiene el fútbol de que “lo que lo rodea” sea repulsivo! Puestos a separar los conceptos de su praxis, el nazismo, racismo o machismo, como conceptos, así, escritos en un libro, no hacen mucho daño. Claro está, hasta que alguien se pone a exterminar, discriminar, maltratar o violar. Ah, pero el concepto, como concepto, no tuvo culpa de nada. Fue, “lo que lo rodea”.
Espejismo
En la mente de sus defensores progresistas el fútbol es un ente fantasmal indefinido que flota inmaculado, casi como una evocación, al margen de todo el hediondo espectáculo diario de sus protagonistas y productores. Pero no son los únicos en vivir este espejismo. El conocido filósofo Michael Sandel, en su best seller sobre los límites éticos del mercado, no dedica ni una sola línea a las cuestiones que atañen al cuerpo de la mujer como mercancía. Pero nos regala largas y sentidas reflexiones sobre cómo el mercado corrompe su idea nostálgica del beisbol.
Llegados hasta aquí necesito aclarar que ni por asomo cuestiono a la persona que se entretiene con el deporte profesional de un modo, digamos, prepolítico, sino a quien le proporciona coartadas ideológicas. En otras ocasiones hemos reflexionado sobre cómo no hay apenas actividad humana relacionada con el consumo que no sea susceptible de reproche ético. Yo mismo consumo las retransmisiones de eventos ciclistas e incluso me emociono con su épica artificiosa. Pero lo que no se me ocurre es convertir esa actividad, al servicio propagandístico de bancos de usura, compañías de seguros y de telecomunicaciones, con sus miserias médicas y sus desigualdades, en un templo de moralidad ornamentado por justificaciones ideológicas de izquierda. Del mismo modo que por conducir una Berlingo no trato de convertir a la empresa que la fabrica en faro del proletariado.
Y llegamos aquí al verdadero problema, a la necesidad pueril de gran parte de la izquierda en autojustificar cada una de sus acciones, por cuestionables que sean, con las más extravagantes piruetas argumentativas. Como si necesitasen demostrar permanentemente que son incapaces de hacer nada que no sea virtuoso. De hecho, si existe alguna manifestación de superioridad intelectual con respecto al fútbol profesional, la practican aquellos que piensan que, armados con su bagaje ideológico, sus citas de Galeano y su oportunista palabrería populista, pueden blanquear una de las actividades humanas más indecentes, sucias y podridas que se puedan concebir.
Hoy imagino a alguno de esos hooligans de la izquierda feminista, con su camiseta albiceleste mojada de lagrimones, tratando de explicarle a su hijo pequeño quién era la eminencia por el que llora. Sí, hijo mío, era un adicto a las drogas, maltratador, putero, colaboró con organizaciones mafiosas que asesinaron a miles de personas y causaron un dolor infinito a muchísimas más, coleccionaba cochazos y objetos de gran lujo, estaba normalmente tan borracho que había que llevarlo casi en brazos… ¡ah, pero qué gran hombre! Y otra lágrima se desliza por su rostro mientras el niño quizá se rasque la cabeza confundido.
Puede que de algún modo todos estemos compelidos a disfrutar de alguna de estas asquerosidades. Así es el ocio que se nos ofrece, aunque hay grados. Pero quizá bien podíamos ahorrarnos ser sus voceros y sus apologetas y hacerlo en silencio, calladamente, con vergüenza y pudor. Porque, cuando tratamos vanamente de limpiar estas actividades para volverlas más presentables, tal como si introdujéramos una esponja en un pantano hediondo, ensuciamos, contaminamos y llenamos de mugre las ideas que decimos defender.
Y cuando los ecos del oé, oé, oé se extingan y el árbitro pite el final del partido, volveremos a ser feministas.
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