
Feminismos
Jules Gill-Peterson: “No hay forma de imaginar el feminismo y las mujeres trans como opuestos”
En un momento en que la violencia transmisógina se despliega como una de las herramientas políticas con la que el neoliberalismo esconde su crisis terminal, Jules Gill-Peterson ha emergido como una de las voces más críticas contra esta instrumentalización. En trabajos como Historias de la infancia trans (Bellaterra, 2022) y su libro más reciente, Una breve historia de la transmisoginia (Verso Libros, 2024), la historiadora, escritora y activista desentierra las genealogías ocultas de la transfeminización, revelando cómo el capitalismo construyó las categorías de género que hoy se presentan como naturales e inmutables.
En este último texto, Gill-Peterson traza una cartografía que conecta la violencia colonial del siglo XIX contra las hijras en la India británica con los pánicos morales contemporáneos para mostrar que la transmisoginia ha funcionado históricamente como un laboratorio de técnicas de control estatal que luego se expanden sobre toda la población. El libro fue la excusa para un debate en Barcelona durante la última edición de READ. —la convención de Radical Books— junto a Ira Hybris y Valentina Berr. En una mesa llamada “Contra la transmisoginia”, propuso un análisis materialista que sitúa las demandas concretas de las mujeres trans trabajadoras —acceso a salud pública, vivienda, empleo digno— en el centro de cualquier proyecto de emancipación.
En esta conversación, la profesora de Historia en la Universidad Johns Hopkins y editora general de TSQ: Transgender Studies Quarterly despliega un análisis incisivo sobre cómo la crisis del consenso neoliberal abre tanto peligros como oportunidades para las luchas trans, y por qué la solidaridad internacional materialista —no la abstracción de la “liberación de género”— brinda la única respuesta viable frente a la ofensiva transmisógina globalizada.
En el momento actual asistimos a una intensa ola de transmisoginia que no solo sacude a Estados Unidos, sino que se extiende por todo el mundo, colocando a las mujeres trans en el centro como chivos expiatorios. ¿Cómo se conecta esta violencia con el pánico moral antitrans que estamos experimentando? Y, en relación con tu libro, ¿dónde y cuándo se origina la violencia antitrans, particularmente la dirigida contra las personas transfemeninas?
Una de las formas en que opera la violencia política antitrans —pero más ampliamente, incluso la forma de violencia transmisógina sobre la que he escrito en mi libro— involucra una especie de lógica basada en el ataque preventivo. Es decir, puedes presentar a una pequeña minoría, una minoría vulnerable, como una amenaza anticipada para justificar cualquier acción que alguien quiera tomar contra ella.
Así se ha producido históricamente la lógica del pánico trans y de la violencia contra las mujeres trans: tomar una forma de violencia que antes era interpersonal y replicarla a un nivel social mucho mayor, implementando maniobras políticas a gran escala. En este sentido, el siglo XIX marca la primera vez en que los gobiernos coloniales —los casos sobre los que escribo son la India británica y EE UU— comienzan a focalizarse en las prácticas culturales de pueblos indígenas o colonizados que no concordaban con el conjunto de valores culturales europeos o anglófonos. Estas prácticas se convierten entonces en objeto de pánico moral, lo que permite el desarrollo de prácticas estatales de seguridad.
De manera histórica, el pánico moral antitrans ha facilitado el desarrollo del control estatal colonial, el poder policial y las prácticas estatales transmisóginas
Al respecto, en el libro señalas que en 1852 los administradores indios estaban fuertemente convencidos de que “necesitaban pacificar la sociedad para evitar futuras rebeliones”, y que en ese contexto, donde además se produjo el asesinato de una hijra llamada Bhoorah, arraigó el pánico trans británico en la India.
Efectivamente. En este caso, vimos cómo un grupo de personas, las hijras —que describo como transfeminizadas, en parte para dejar claro que no son mujeres transgénero ni transexuales en el sentido occidental, sino que tienen su propia práctica e historia cultural— se convirtieron en objeto de pánico moral. El papel que desempeñaban en la vida urbana y social fue instrumentalizado porque resultaba muy útil para el estado colonial: les permitió desarrollar un aparato policial que facilitaba el proceso de incorporar a más y más sujetos indios al sistema de trabajo asalariado. Es decir, facilitó el desarrollo del control estatal colonial, el poder policial y su presencia efectiva en el terreno.
Creo que esto nos dice mucho sobre las razones reales detrás del desarrollo de prácticas estatales que podríamos llamar transmisóginas. No las veo surgiendo de un desagrado o un odio ideológico preexistente hacia un grupo de personas; de hecho, pueden surgir incluso sin ningún concepto de lo transgénero tal como lo entendemos hoy. Lo que hacen es usar el “problema” de la seguridad del género —la relación entre el cuerpo y la presentación social— para desarrollar nuevas prácticas estatales que luego pueden expandirse sobre toda la población general.
Ese es el patrón recurrente que vemos, particularmente en la persecución de trabajadoras sexuales y otras personas cuyas vidas transcurren en las calles; son mujeres en el espacio público, algo que ya en el siglo XIX los poderes coloniales y occidentales estaban intentando re-segregar.
En tu libro también explicas cómo el colonialismo impone el sistema sexo/género europeo del siglo XIX al resto del mundo. ¿Podrías profundizar en cómo interpretas el fenómeno actual de influencers que intentan construir una historia trans retroactiva —proclamando, por ejemplo, que el emperador Adriano era ‘gay’— cuando sabemos que estas sociedades articulaban sus propias organizaciones de género de manera radicalmente diferente? Además, mencionas el caso de las personas dos espíritus en los pueblos nativos americanos como sistemas que poseían sus propias reglas y controles sociales. ¿Cómo podemos comprender y aprender de estas tradiciones históricas sin caer en el anacronismo occidental?
Entiendo de dónde viene ese impulso liberal de crear una fantasía de continuidad histórica. Obviamente responde a una demanda del presente: queremos vernos reflejados en el pasado porque nos otorga cierta posición política, reconocimiento, un sentido de identidad. Pero como historiadora, me molesta profundamente porque simplemente no es verdad. Y no es verdad ni siquiera en las metrópolis. Sí, hubo personas que transicionaron en EE UU hace cien años, pero era radicalmente diferente a hoy. No tenían acceso a las tecnologías médicas que tenemos ahora. Lo mismo aplica para Europa hace 150 años.
Pero en el ejemplo colonial, lo crucial no es solo que resulte más obvio que los significados de “hombre” y “mujer” —o incluso de algo como la transición— son cultural e históricamente específicos. Lo importante es entender el proceso colonial y la acumulación primitiva del capitalismo a escala global. Como este sistema dependía de una división sexual del trabajo, requirió el reemplazo coercitivo de otros sistemas de género, de otros sistemas culturales alrededor del mundo. Esto es simplemente un hecho histórico.
Intentar comprender qué hacemos con ese legado es algo largamente postergado en esta área de investigación. Durante mucho tiempo ha existido desde el norte global una fantasía opuesta pero igualmente problemática: que en el sur global no había géneros y todo era armonioso. Algunos estadounidenses transgénero han fantaseado durante años con que los pueblos indígenas “no tenían género” o que “siempre fueron trans”. Esa mitología falsa es igual de degradante y despectiva que la del “ancestro LGBT”.
La transfeminización es un proceso que concierne específicamente a la sexualización coercitiva y el castigo de personas con cuerpos masculinos que son feminizadas socialmente
¿Qué supone para ti el concepto de transfeminización?
Para mí, la transfeminización es un proceso que concierne específicamente a la sexualización coercitiva y el castigo de personas con cuerpos masculinos que son feminizadas socialmente y también arrastradas hacia una relación con los conceptos de transexualidad, transgénero y transmisoginia a lo largo de la historia.
Quería poder hablar de un contexto muy específico. No se aplica a mucha gente, es un caso mucho más acotado que la feminización en general. Pero también necesitaba una forma de hablar sobre, por ejemplo, los pueblos indígenas de las Américas que son arrastrados hacia esto. Es común agruparlos bajo el paraguas transgénero, pero creo que eso encubre mucha historia violenta y desestima las tensiones y complejidades involucradas.
Al mismo tiempo, quería poder afirmar que la violencia experimentada por estos grupos forma parte del mismo conjunto de condiciones que afectan a las mujeres transexuales modernas, las mujeres transgénero, las travestis y otros colectivos. Existe algo en común en el tipo de violencia social que padecen, pero no pretendía diluir las diferencias significativas en cuanto a estatus, especificidad cultural, geografía, idioma y tradición religiosa... todos esos elementos que mantienen a estos grupos como entidades distintas me parecería clave.
Has elegido usar el término “personas transfeminizadas” en lugar de simplemente “femeninas”. ¿Qué subyace a este concepto?
Siempre he sido reticente a crear nuevos conceptos académicos —creo que a veces creamos demasiados y resultan muy abstractos—. Todavía no estoy segura de si fue acertado crear este concepto, porque no siempre ha sido bien comprendido por algunos lectores.
Lo que buscaba era poder hablar de algo muy específico. Existen muchas formas de feminización social, se trata de un proceso que tiene larga historia. Cualquiera puede ser feminizado en determinada relación política o interpersonal. Uno puede ser feminizado en el mercado laboral. El sector servicios, por ejemplo, se describe como trabajo feminizado, independientemente de si quien lo realiza es hombre o mujer. Ese concepto ya existe y es útil.
Pero quería ser más específica con la “transfeminización” porque me refiero a personas con cuerpos masculinos que son feminizadas de una manera particular y que, con el tiempo, quedan atrapadas en la transmisoginia. Esto incluye ciertamente a mujeres trans, travestis y mujeres transgénero. Pero también incluye a otros grupos con quienes debemos ser más cuidadosos: personas de otras culturas como las hijras, personas del sur global que, debido a las historias del colonialismo y el capitalismo, han sido arrastradas hacia una relación con el concepto occidental de lo transgénero, un concepto que en algunos casos han repudiado o rechazado, pero con el cual mantienen una relación compleja.
En tu charla en READ, y también en tu libro, argumentas que tanto una parte del activismo queer como el movimiento antitrans parecen coincidir en una cosa: las mujeres trans deben desaparecer. ¿Piensas que el empoderamiento radical de la feminidad podría estar en tensión con las luchas por la abolición del género?
Sí, definitivamente existe esa tensión. En el contexto estadounidense, soy extremadamente escéptica respecto al proyecto de abolición de género. Esto es algo que estoy investigando y sobre lo que estoy escribiendo actualmente. Quizás la situación sea diferente en España, pero en EE UU el panorama es muy particular.
El movimiento transgénero —ese término específico— emergió desde las élites: de la clase profesional, gente altamente educada y con altos ingresos que previamente se identificaba como travesti. Se presentaron explícitamente como opuestos a los transexuales, marcando una diferencia de clase muy fuerte. La posición transgénero que defendía la fluidez de género, la incongruencia entre cuerpo físico y género social, era una posición de élite que venía de la clase media. Mientras tanto, las mujeres transexuales constituían específicamente una clase trabajadora o directamente una subclase.
Esta tensión ha evolucionado mucho en los últimos treinta años, pero para mí sigue siendo fundamental comprender los orígenes elitistas de los conceptos de “liberación de género” y “abolición de género” en EE UU. Tienden a ser conceptos profundamente liberales, centrados en la individualidad personal, la autorrealización y la relajación de estereotipos y categorías —un conjunto bastante abstracto de demandas. Históricamente, en EE UU, estos planteamientos han entrado en conflicto directo con las demandas materiales concretas de las personas trans: acceso a atención médica gratuita o pública, los medios para transicionar.
La versión estadounidense sugiere que la liberación de género es algo abstracto, un proceso de transformación personal o quizás de avance cultural. Pero en su trayectoria real ha estado en contra de las necesidades materiales de las personas trans. Por eso soy escéptica.
En el contexto estadounidense, el proyecto abstracto de abolición de género ha desviado la atención de las necesidades materiales (vivienda, trabajo, atención sanitaria) de la clase trabajadora y de las mujeres trans
¿Cómo podemos imaginar una liberación de género que no sacrifique la experiencia transfemenina?
Creo que la respuesta es una política materialista. Si las demandas de liberación de género fueran una atención médica pública que permitiera a las mujeres trans pobres acceder a hormonas y cirugías de manera oportuna, sin maltrato —cosas que realmente transforman vidas, no solo en términos de bienestar psicológico o físico, sino en capacidad para encontrar trabajo y movilidad social—, ese sería un excelente punto de partida. Para mí, ese ha sido el elemento que ha estado ausente en el contexto estadounidense. Y es una batalla que vale la pena dar.
Respecto a la abolición de género: desde la perspectiva de muchas mujeres trans, para quienes la lucha por ser reconocidas como mujeres es literalmente la lucha de sus vidas —una batalla por la cual muchas mueren de diferentes maneras—, existe una tensión real que es importante subrayar. No estoy segura de cómo reconciliar esto con el concepto de abolición de género.
Me parece que las abrumadoras necesidades materiales de este grupo de clase trabajadora o subclase han sido ignoradas durante tanto tiempo que, si al menos empezáramos por ahí, entonces podríamos tener una conversación sobre cómo sería una liberación del género más amplia. Pero en el contexto estadounidense, siento que el proyecto de abolición de género ha funcionado como una forma de desviar la atención del cambio material.
Las necesidades de las mujeres trans son realmente útiles para pensar las necesidades más amplias de la clase trabajadora: recursos de atención médica, vivienda, acceso a ingresos adecuados. Estos son los temas prioritarios para las mujeres trans, pero también son simplemente los temas de la clase trabajadora. Por eso creo que ese es un portal más concreto y efectivo para el cambio político que una liberación abstracta del género.
En relación con lo que señalas sobre la política de clase: las personas trans necesitan más que reconocimiento. Necesitan acceso material a los elementos que permiten sus transiciones (vivienda, trabajo, atención sanitaria). ¿Cómo puede el transfeminismo evitar caer en el giro liberal o normativo que criticas?
He estado pensando mucho en cómo articular demandas políticas específicamente para la transición, entendido como un proceso activo que saca a la luz todas estas demandas materiales. Como práctica a través de la cual alguien cambia de género o de sexo —y aquí es donde mi investigación actual se centra—, la transición ha producido históricamente la mayor inestabilidad y precariedad de movilidad para las personas.
Históricamente, quienes transicionaban para convertirse en mujeres experimentaban las caídas a nivel socioeconómico más fuertes. No solo sufrían la pérdida social, sino que no podían ganar tanto dinero. Y como el acceso a la transición médica era tan difícil, las mujeres trans históricamente han tenido mucho más difícil “pasar” y han sufrido más. Esta es la razón por la cual se creó esta subclase en primer lugar.
Durante mucho tiempo, los hombres trans se beneficiaron de transicionar porque se convertían en hombres y era más fácil. Pero esto empezó a revertirse en los años setenta con el inicio del neoliberalismo. Hoy, prácticamente todas las transiciones precipitan algún grado de movilidad descendente, salvo que tengas recursos personales inimaginables, lo cual aplica a casi nadie.
El proyecto liberal se ha enfocado tanto en el reconocimiento legal o cultural de la transición porque es lo más simple y barato. No involucra la redistribución de recursos sociales y económicos.
¿Cómo conectas la transición y la clase?
Hay algo muy concreto en hablar de la transición como el conjunto de demandas materiales más urgentes. La transición como totalidad: sí, está el acceso a atención médica, pero si tienes dificultades con el empleo, eso pone en peligro tu vivienda, o podría comprometer tu educación. El rechazo familiar sigue siendo muy común. Todos estos apoyos materiales —vivienda adecuada, en EE UU directamente dinero para transicionar, o trabajar hacia un sistema de salud gratuito— son las formas de asegurar que nadie sea sacrificado por el avance de cierta política. Hay que empezar por lo concreto.
La transición sigue siendo sorprendentemente difícil en la mayoría de lugares del mundo. Y es profundamente desigual quién puede transicionar o hasta qué punto puede hacerlo según sus deseos. Critico las instituciones médicas, pero también entiendo por qué el proyecto liberal se ha enfocado tanto en el reconocimiento legal o cultural: es lo más simple y barato. No involucra redistribución de recursos sociales y económicos. “No cuesta dinero del contribuyente”, como dirían en EE UU.
No es sorprendente que tras 50 o 60 años de economía neoliberal, el enfoque gubernamental haya estado basado en los principios de la austeridad: “podemos crear algunos derechos transgénero, pero tiene que ser un proceso barato y económicamente eficiente”.
El concepto de transición nos devuelve al reino material y nos pregunta: ¿qué necesitas concretamente para cambiar tu género o tu sexo? La respuesta es: muchos recursos, los cuales varían según cada persona. Si satisfacemos esas necesidades, no tenemos que preocuparnos por políticas que enfrenten a diferentes tipos de personas trans entre sí o a diferentes clases. Empezar de abajo hacia arriba no solo es más equitativo: nos permitiría abarcar a todos.
Sería emocionante y abriría una conversación más amplia con personas no trans sobre calidad de vida, equidad, redistribución económica, la relación entre género y trabajo, entre género y educación. Este es el tipo de preguntas que los movimientos feministas han defendido durante décadas. En este marco, no hay forma de imaginar el feminismo y las mujeres trans como opuestos. Claramente tienen intereses materiales compartidos que resuenan mucho más allá de la identidad.
La conversación política sobre las personas trans es parte del ataque de la derecha al neoliberalismo: la elección individual, el nihilismo social y la diversidad de las élites.
Finalmente, una pregunta propositiva: ¿Qué podemos hacer internacionalmente, pero también nacionalmente en lugares como España, Cataluña o EE UU, para construir coaliciones, alianzas y solidaridad frente a la transmisoginia globalizada?
Esta pregunta es maravillosa. A escala planetaria es muy difícil porque cada contexto nacional, regional, lingüístico, cultural y religioso es diferente. No sé si habrá una respuesta única, pero esto es lo que estoy pensando en este momento.
La conversación política sobre las mujeres trans y las personas trans en general ha sido monopolizada por movimientos políticos de derecha que están en ascenso en muchas regiones del mundo. Una de las razones por las que estos movimientos han apuntado específicamente a las mujeres trans y las personas trans en tantos contextos diferentes no es solo porque funciona como pánico moral o infunde miedo y ansiedad. Más ampliamente, es parte del ataque de la derecha al neoliberalismo.
Estamos presenciando desde la derecha un realineamiento político. Hay un desafío real al consenso económico y político neoliberal de los últimos 50 o 60 años. Por eso lo trans se ha convertido en este emblema del neoliberalismo: la elección individual descontrolada, el nihilismo social, el relativismo, el institucionalismo, la diversidad en las instituciones de élite. Esa es especialmente la versión estadounidense.
Uno de los desafíos en EE UU es que la izquierda aún no ha desarrollado una política antineoliberal realmente fuerte. La mayoría de las respuestas han sido muy liberales y no han funcionado porque se alinean con un statu quo neoliberal que es inmensamente impopular, y que ha sido horrible para el 99.9% de la población.
En términos de solidaridades transnacionales o transcontinentales, creo que el lugar donde veo posible la construcción de coaliciones es en los movimientos que articulan su crítica del neoliberalismo y proponen alternativas tanto a la política neoliberal como a la política de derecha.
¿Qué reflexiones te trae la experiencia española?
Como dije ayer en el evento, los estadounidenses —y también los canadienses, como yo— podrían beneficiarse realmente del aporte y la experiencia de lugares como España, donde me parece que hay mucha más experiencia política criticando el neoliberalismo. Los movimientos de izquierda ya han hecho mucho trabajo de crítica, han propuesto nuevas alternativas y están trabajando en diferentes modelos para imaginar un futuro político diferente al que la derecha ofrece como salida de nuestra miseria contemporánea. Pero esto no ha llegado a América del Norte de manera generalizada. Ahí es donde hay mucho por hacer.
Incluso en el Reino Unido, donde el gobierno laborista es igual o más antitrans... es porque son profundamente neoliberales. Este gobierno está obsesionado con la austeridad y cerrado a escuchar las críticas al neoliberalismo desde la izquierda. No me sorprende que sea increíblemente antitrans y particularmente transmisógino.
Pero hay una oportunidad para armar una coalición política con gente en lugares como España o Cataluña, donde ya ha habido proyectos políticos antineoliberales y protrans. Para mí, esto representa una oportunidad real para refrescar las tácticas en lugares donde las cosas están muy mal ahora mismo.
Una de las cosas que he observado en EE UU es que la gente está muy asustada pero también se siente indefensa: “No sé qué hacer, no sé cómo imaginar un mundo diferente, siento que el mundo que conocía está llegando a su fin”. Pero hay otros lugares en el mundo donde la gente ya ha estado pensando sobre estos temas, trabajando en ellos e incluso consiguiendo algunas victorias. Esta es una gran oportunidad para compartir experiencias entre contextos, algo realmente importante y que puede inspirar a quienes viven donde sienten que todo se ha derrumbado.
Personalmente, no creo que todo se haya derrumbado. La economía política global experimenta una crisis extrema porque la desigualdad está fuera de control y las cosas son cada vez más inestables. Pero eso también significa que hay una oportunidad real para construir lazos más fuertes que los que hemos tenido hasta ahora, tras tantos años de austeridad que nos han hecho sentir más solos, aislados e indefensos de lo que nos habríamos sentido hace 50 o 60 años.
No tenemos que inventar algo nuevo para enfrentar este momento. Ya tenemos movimientos políticos en marcha que pueden proporcionar mucha de la orientación e inspiración que necesitamos.
Culturas
Lucy Sante
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