Opinión
Incubando a Vox

En los últimos tiempos, el auge de la extrema derecha parece una tendencia imparable de nuestras sociedades. Sin embargo, el fenómeno es analizado habitualmente como si hubiese surgido de manera espontánea, desvinculado de los procesos político-sociales que han alterado drásticamente el mundo en que vivimos. 
Acto VOX Mérida
Celebración del acto de VOX en Mérida el pasado 8 de febrero.
10 oct 2018 17:20

Mucho se está hablando estos últimos días del multitudinario acto celebrado por VOX en el mítico recinto madrileño de Vistalegre. No es de extrañar. Las imágenes parecen trasladar a nuestro país la gangrena ultraderechista que se extiende ya por gran parte de los sistemas democráticos de todo el mundo, cuyo último episodio se ha vivido este pasado fin de semana en las elecciones presidenciales de Brasil.

Un fantasma pardo recorre el mundo ante la estupefacción de casi todos, arrasando derechos que creíamos consolidados, cuestionando algunos de los propios fundamentos de la democracia. No cabe duda de que el fenómeno se inscribe en una coyuntura mundial pendular, fruto de la reacción contra los movimientos transformadores que emergieron como consecuencia de la crisis. Pero cada situación concreta tiene sus especificidades, una suerte de traducción de las dinámicas globales a la lengua del proceso político nacional. En el caso español, el auge de la extrema derecha habla la lengua de la crisis territorial.

Las razones que explican el fenómeno ultra en España son diversas, pero a estas alturas mal haríamos si nos dedicáramos a buscar las causas en vez de enfrentar las consecuencias. Para esto último es necesario, sin embargo, una buena interpretación de nuestro tiempo, un juicio de situación que ofrezca una herramienta útil para no malgastar esfuerzos en asuntos colaterales.

La imagen de miles de personas reunidas en un acto de la ultraderecha en Madrid posee el potencial simbólico suficiente, quizá, como para ser noticia, pero no supone una amenaza inminente

En las masivas contramanifestaciones convocadas por plataformas cercanas a Ciudadanos, como Societat Civil Catalana, durante las semanas posteriores al referéndum del 1-O, estuvo presente, ciertamente, una multitud que no puede ser reducida a la extrema derecha. Sin embargo, el éxito de estas movilizaciones proviene de haber conseguido articular en torno a un difuso discurso sobre la amenaza a la unidad nacional una serie de demandas y resentimientos que hasta ese momento permanecían más o menos disociados o vinculados a los nuevos actores de la izquierda política y social. Por supuesto, el principal ítem sigue siendo la cuestión catalana, pero a su alrededor han ido adhiriéndose en estos últimos meses elementos que forman parte del sentido común de nuestra época: el rechazo a las élites, la crítica radical de los partidos políticos tradicionales y, en general, de todas las instituciones de representación.

La nueva extrema derecha mezcla todos esos elementos en un totum revolutum que se lanza, no contra los responsables de la crisis, sino contra un enemigo existencial construido culturalmente y compuesto por lo que llaman la ideología de género, la inmigración o el independentismo radical. En un uso bastardo de las cadenas de equivalencia de Laclau, la extrema derecha conecta una cosa con la otra, el paro con la inmigración, la crisis económica con el independentismo, el malestar moral con los ataques del feminismo al sistema patriarcal. El resultado es una idea de pueblo hiperexcluyente pero aglutinadora, novedosa pero repleta de imágenes que ya circulan en nuestro día a día y en el de los medios de comunicación. De hecho, nuestra realidad estaba incubando a VOX.

La historia reciente de España como si empezara en un sí se puede y acabara en un a por ellos, oé

Ciertamente, la imagen de miles de personas reunidas en un acto de la ultraderecha en Madrid posee el potencial simbólico suficiente, quizá, como para ser noticia, pero no supone una amenaza inminente. No obstante, tanto su centralidad mediática como su envalentonamiento público constituyen un síntoma de algo mucho más trascendente, esto es, la evidencia de que en nuestra realidad se ha generado un espacio preeminente para la entrada en escena de la extrema derecha.

Pero para tener una visión más panorámica del fenómeno, habría que intentar introducirlo en el desarrollo de nuestro proceso político desde el inicio de la crisis, no solo de la crisis catalana. Es más, sería preciso introducir la crisis catalana como ingrediente de la crisis del régimen del 78, e intentar ir más allá conectándolo con la crisis del modelo neoliberal de integración europea. Si bien esto se escapa al objetivo de este artículo, su enunciación sí que nos sirve para evidenciar la falta de contexto en el tratamiento cotidiano del fenómeno ultra, un vacío de sentido utilizado por discursos simplificadores que pretenden enfrentar a los de abajo con los de más abajo.

Siempre digo que habría que estudiar la historia reciente de España como si empezara en un “sí se puede” y acabara en un “a por ellos, oé”. Ambos gritos sintetizan la evolución de los últimos años desde las esperanzas de cambio en pos de una sociedad más justa a su neutralización por medio del abismo del enfrentamiento civil en Cataluña. En medio se hallan el resentimiento causado por la crisis y sus responsables, la frustración por todo lo que, a raíz del 15-M, pudo haber sido y no fue, los esfuerzos de los viejos poderes por controlar la situación apretando las clavijas de las políticas de austeridad, la extensión de la lógica antiterrorista de “la unidad de los demócratas” contra cualquier adversario político, la competitividad y el individualismo extremo del nuevo mercado laboral, la pérdida de la ciudadanía y la vuelta a la “comunidad natural”, el auge de la desigualdad y el envilecimiento social.

En Extremadura, por ejemplo, hemos asistido durante años a la construcción discursiva del enemigo catalán

En Extremadura, por ejemplo, hemos asistido durante años a la construcción discursiva del “enemigo catalán” por parte del gobierno de la Junta, cuyo origen lo encontramos en ese mediático y carismático Ibarra convertido en adalid de la lucha contra la discriminación territorial. Ese estilo ramificó a lo largo de sus dos décadas y media de mandato por la tupida red clientelar que la publicidad institucional y las subvenciones generaron en los medios de comunicación de la Comunidad. De alguna forma, Ibarra consiguió proyectar la imagen arquetípica del señorito extremeño -enemigo del pueblo, avaricioso, explotador- en la de una Cataluña supuestamente privilegiada por el Gobierno central y levantada por la emigración extremeña. Nuestra desgracia era su prosperidad.

En el acto celebrado por VOX en Mérida hace unos días, estaba presente todo ese caldo de cultivo ideológico edificado por el ibarrismo a base de agravios comparativos con Cataluña. Bien es cierto que de su discurso han desaparecido todas las cautelas, mostrándose a las claras lo que en otro tiempo se quedaba en la mera insinuación. De esta manera, a falta de otros referentes más positivos, alejado de los focos de la capital, podría estarse fraguando un movimiento de ultraderecha mucho más conectado al territorio de lo que pudiéramos pensar.

Pese a todo, la amenaza ultraderechista no se cierne sobre nosotros (al menos no de momento) en forma de movimiento electoral con auténticas posibilidades de éxito. Su peligro proviene, más bien, de su capacidad para imponer la agenda político-mediática, convirtiendo el terreno de la confrontación política en un lodazal en el que, aún sin gobernar, ya dirigen. Todo ello no hubiera sido posible sin la inestimable deriva autoritaria de los gobiernos democráticos, sin la sustitución del debate público por el espectáculo mediático y, lo más importante, sin la precarización de la vida a manos de un sistema económico desbocado.

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