Opinión
Galicia y La Comunidad del Anillo

¿En cuántas consultas electorales he votado ya? ¿Treinta? ¿Más? Y, sin embargo, me sobran dedos de una mano para contar las veces en las que mi voto estuvo en disposición de sumarse a una transformación social. Sospecho que todos tenemos experiencias parecidas.
Las alegrías electorales, las esperanzas de cambio cumplidas, son flores raras en la biografía de una persona de izquierdas. Un poco, como esas plantas efímeras que crecen en el desierto y cuyas semillas pueden estar décadas esperando bajo la arena la gota de lluvia que las haga germinar. Cuando eres de izquierdas y te vas haciendo mayor sabes que esos instantes mágicos se dan muy pocas veces en la vida y te arrepientes si alguna vez los dejaste pasar.
Por lo general, ocurre lo contrario. Por lo general, perdemos. Ya sea por nuestros propios y recurrentes errores, ya sea porque nos enfrentamos a fuerzas muy poderosas. Incluso, a veces, perdemos a propósito. Y vemos pasar esa ola de ilusión a nuestro lado, la reconocemos...y aún así decidimos no subirnos a ella. Nos embarga una especie de pulsión de muerte y nos quedamos en nuestro oscuro cubil de frustraciones y rencores, viendo el estallido colectivo de los demás como niños enfurruñados que no quieren participar en el cumpleaños.
Las derrotas nos han hecho despreciar nuestro voto, malbaratarlo y degradarlo. Al cabo, casi nunca sirve para nada. Enfadados con nuestros propios ideales, que nos han traicionado tantas veces, lo usamos para pagar viejas facturas de resentimiento o para apuntalar nuestra identidad y poder mirarnos como íntegros personajes en una inútil mitología del perdedor de mil batallas.
Pero de jóvenes no éramos así. Entonces pensábamos que votando podíamos construir para todos una vida digna de ser vivida. Votábamos con alegría y esperanza, imaginando un futuro ilusionante.
Cuando entendemos el voto de este modo, como un superpoder, todo se transforma; las puertas de lo posible se abren y deja de ser un rito más o menos inútil
Sobre esto reflexionaba cuando escuché a Ana Pontón decir que “el voto es un superpoder”, y entendí muy bien a qué se refería. A tratarlo con la misma veneración que cuando, con 18 años, lo usamos por primera vez y nos dirigíamos a la urna con la sensación de que todo era posible, de que nuestro gesto tenía una trascendencia extraordinaria.
Esta idea del superpoder, entonces, nos relaciona con aquella inocencia prístina de nuestro pasado animoso y recupera la verdadera esencia del acto de votar. Cuando entendemos el voto de este modo todo se transforma; las puertas de lo posible se abren y deja de ser un rito más o menos inútil. Sentimos el peso de usar ese poder con responsabilidad y, como si de héroes se tratase, somos convocados a la aventura. Recibimos una llamada nueva que resuena despertando viejos y buenos sueños, y nos imaginamos al final del periplo en un futuro más luminoso diciéndonos orgullosos a nosotros mismos: “yo fui parte de este cambio”.
Es un llamamiento que reverbera en otras mitologías de nuestro imaginario. Y ya poco importa si eres nacionalista o no, qué lengua hables o qué votaste anteriormente, porque la idea de que hay muchos modos de ser gallego y que todos somos igualmente convocados, nos atraviesa. Y nos da la posibilidad de sentirnos integrantes de una especie de Comunidad del Anillo que une a todos los pueblos de la Tierra Media contra el mal radical. Todas las razas, los aliados y los antiguos adversarios, los guerreros y los pequeños seres frágiles, criaturas grandes y diminutas, las fuerzas de la naturaleza y de lo inanimado, cooperan para defender en su entorno las condiciones que permiten la vida. ¡Hasta los árboles! Esos árboles viejos, lentos, que estaban antes que ninguno, se levantan para proteger su tierra y sus raíces. ¿Y qué votarían los árboles si pudieran votar?
Esta conexión con nuestra memoria mítica es sin duda el mayor acierto de la campaña electoral del BNG, y de ahí proviene su inmensa movilización. El mito atraviesa de parte a parte su mensaje. E incluso alberga una historia de renacimiento y redención: la que se produce cuando, en sus horas más negras, escindido y al borde del abismo, entregó su destino a Ana Pontón para insuflarle nueva vida e iniciar su viaje de renovación.
El proceso de la transformación simbólica no se consuma hasta que se restaura la unidad perdida. Y esta se escenificó en el acto en el que Xosé Manuel Beiras y Martiño Noriega volvieron a integrar el cuerpo común
Pero no solo. Porque el proceso de la transformación simbólica no se consuma hasta que se restaura la unidad perdida. Y esta se escenificó hace unos días en el acto en el que Xosé Manuel Beiras y Martiño Noriega volvieron a integrar el cuerpo común. Tuve la oportunidad de verlo y la sensación que me dio fue de estar ante un rito reparador. Pero un rito amable, natural, sin palabrería ni gestos ampulosos, exhibido solo como un cálido diálogo de viejos amigos que se encuentran tras muchos años de distanciamiento y que, en apenas unos segundos, parecen recuperar todas las complicidades pasadas.
Aún así, me pareció percibir que una emoción contenida se condensaba en el aire y envolvía en su brétema tanto a los chavales de 20 como a los veteranos que rondaban los 90. No debe de ser fácil guardar rencor a personas tan extraordinarias como Noriega y Beiras. Percibí alivio y ganas de alborozarse. Como cuando tu corazón se libera de un peso oscuro que lo aplastaba.
Toda la escena mandaba mensajes de otro tiempo: la vuelta del hijo pródigo, la asamblea que une a jóvenes y a ancianos en la tribu, Telémaco saliendo a la búsqueda de su padre perdido, los abrazos largo tiempo esperados, los viejos chistes, las viejas historias; y, en el centro de todo, la heroína devolviendo la unidad a lo que estaba roto.
En la mitología cristiana la mujer deshace lo que antes era Uno, crea la lucha de contrarios, lo masculino frente a lo femenino, el bien contra el mal, el ser humano se disocia de la naturaleza. Por el contrario, en la mitología que se nos propone en esta campaña es precisamente lo femenino lo que une, lo que restaña, lo que vincula al ser humano con su espacio físico, que es como se entiende ese nacionalismo acogedor. ¿Y acaso no es esta idea la que late en el espíritu de los tiempos? ¿No hablamos de mercados de proximidad, de las comunidades de base, del comercio de cercanía, de responsabilizarse de los ecosistemas propios? ¿No suena todo con una música parecida? Y, yendo más allá, ¿no es la idea que encontramos en todas las mitologías primitivas desde el nacimiento de la humanidad? La visión del espacio habitado como sagrado, como parte indisoluble de uno mismo.
Esta narrativa mítica es muy distinta a otras que escuchamos en el pasado reciente. Porque en ella desaparece el componente masculino épico de confrontación y conquista y se sustituye por una lírica alegre, como una melodía que nos trae el aire anunciando una fiesta cercana. Un lirismo que tiene mucho que ver con la tradición gallega pero que también encuentra ecos en otras culturas ancestrales, como en la epopeya del Kalévala, en la que su héroe es un bardo que batalla con el extraordinario poder de la palabra y las canciones.
En la gran saga de la Tierra Media, una vez derrotadas las fuerzas de la destrucción, cada integrante de la alianza volvió con los suyos a sus aldeas y reinos
En esto pienso cuando veo a las candidatas del BNG recorriendo la geografía gallega, quizá exhaustas, pero saludándose alegres al cruzarse en sus rutas sin perder su permanente sonrisa. Y eso me parecen, heroínas que batallan cantando.
En la gran saga de la Tierra Media, una vez derrotadas las fuerzas de la destrucción, cada integrante de la alianza volvió con los suyos a sus aldeas y reinos. Las águilas a los cielos, los ríos a sus cauces y los árboles al hueco desnudo de sus raíces. Cada uno regresó a sus ritos, sus culturas, sus visiones, sus creencias y sus tareas tras haber compartido la aventura de defender el espacio común.
No hace falta que seamos iguales, de hecho... ¡Tanto mejor que no lo seamos! Basta con desear habitar, juntos y diversos, un lugar compartido donde la vida pueda florecer
En Galicia somos muchos los que escuchamos la petición de socorro que brota de todo lo vivo. Muchos los que pensamos que nuestro mundo merece otra cosa. Y muchos los que nos sentimos llamados a la aventura por esa melodía antigua que recupera nuestro poder. Nuestro superpoder transformador.
No hace falta que seamos iguales, de hecho... ¡Tanto mejor que no lo seamos! Basta con desear habitar, juntos y diversos, un lugar compartido donde la vida pueda florecer.
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