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Filosofía
Prou!: el grito de Foucault en la barricada
Analizamos la última oleada represiva del Estado español a la luz de conceptos foucaultianos como el de «legalidad» o el de «localización», intentando dar cuenta de la doble vara de medir con la que el Estado permite ciertos «ilegalismos» y condena implacablemente otros.
Tenemos motivos más que suficientes para decir «Prou!», ya basta, no más, cuando pensamos en algunos de los casos de represión y de recortes de las libertades civiles que han tenido lugar los últimos meses en el Estado español. A la condena de cantantes por sus letras, el secuestro de libros y obras de arte y las dos primeras detenciones en octubre por delito de sedición en Catalunya, se suman ahora ocho presos políticos más con los agravantes de «rebelión» y «malversación», además de los dos miembros de los Comitès de Defensa de la República (CDR) que han sido detenidos en las últimas horas. Todo ello deja unas cifras bastante significativas en lo que se refiere a la reacción del Estado: 10 presos políticos catalanes, además de los dos cantantes de rap —Pablo Hásel y Josep Valtonyc— ya condenados a penas de tres años de cárcel por las letras de sus canciones, 7 exiliados y 1.300 heridos también relacionados con el acontecimiento catalán y, en definitiva, el proceso penal político más importante desde la dictadura. A esto cabe sumar las 140 agresiones que ha llevado a cabo la extrema derecha —como las que están sufriendo últimamente los CDR y los casales independentistas—, la absolución de neonazis imputados por delitos de odio —los últimos el pasado mes en Valladolid, absueltos en nombre de la «libertad ideológica y de expresión», o los que hace unos años interrumpieron un acto de forma violenta en el Blanquerna de Madrid—, sin olvidar las políticas migratorias y las leyes de extranjería, la existencia de los Centros de Internamiento de Extranjeros, las concertinas o las devoluciones forzadas en la frontera sur de Europa. Aunque pueda parecer evidente, resulta interesante analizar cuáles son algunos de los motivos que pueden influir en la existencia de esta doble vara de medir que utiliza el Estado español cuando se trata de aplicar la legalidad. Miremos, para ello, la cuestión desde la perspectiva sobre el poder que nos ofrece Foucault.
¿Puede lo ilegal ser fundamento de la legalidad?
Dos son los postulados sobre el poder que sostienen las teorías políticas clásicas y que Foucault pone en cuestión en algunos de sus textos más importantes. Tal y como nos recuerda Deleuze en los cursos que dedicó al que fuera su compañero y amigo, lo que pretende Foucault con esto es llevar los postulados clásicos del poder desde las oposiciones molares hasta las complementariedades moleculares; esto es, llevar tales postulados desde un análisis macroscópico hasta un análisis microscópico. En todo caso, este tránsito no significa precisamente que tengamos que reducir o miniaturizar los objetos de análisis. La diferencia, por este lado, no es tanto de tamaño como de naturaleza: lo molecular se encuentra a la base de lo molar y lo atraviesa, siempre con la posibilidad de transformar las estructuras dentro de las que se encuentra contenido. Molares son el Estado y sus intentos por encuadrar a los movimientos sociales, políticos, de tipo molecular que desafían constantemente con desbordar los límites de la estructura dentro de la cual se ven obligados a actuar.
No es que lo ilegal deje de oponerse a lo legal; es que la ley necesita en muchas ocasiones de la existencia de lo ilegal para mantener el orden establecido.
Así pues, el primer postulado del que nos habla Foucault es el de la legalidad. El poder ha sido siempre pensado en función de la ley como instancia molar, dando así lugar a la oposición entre la ley y la ilegalidad. Sin embargo, desde el punto de vista de un análisis molecular ya no nos tendríamos que referir solo a lo que resulta ilícito en base a la legalidad. Habría que hablar, además, del concepto de ilegalismo, en este caso ya no como categoría opuesta sino como complementaria a la de la legalidad. En este sentido, si bien en un plano molar la ley se opone a las ilegalidades, cuando pasamos a un análisis microfísico o molecular los ilegalismos se definen como un elemento constitutivo y por tanto intrínseco a la ley misma. No es que lo ilegal deje de oponerse a lo legal; es que la ley necesita en muchas ocasiones de la existencia de lo ilegal para mantener el orden establecido. Desde este nuevo punto de vista, la ilegalidad se relaciona con la totalidad de los ilegalismos no permitidos, mientras que la ley favorece en su seno la presencia de ciertos ilegalismos permitidos.
Esta distinción entre ley e ilegalismos aparece expuesta de forma concreta en Vigilar y castigar, donde Foucault indica cómo en el origen de la sociedad capitalista existían ilegalismos permitidos para la burguesía como nueva clase dominante en ascenso, sobre todo en lo referente a la acumulación económica y a la anulación de los derechos civiles cuando se trata de favorecer la libertad de mercado. Al mismo tiempo, habría otro conjunto distinto de ilegalismos, en este caso no permitidos, y dirigidos al control de las clases populares así como a la defensa del derecho a la propiedad privada. Es más, según Foucault los ilegalismos no permitidos derivarían directamente de los permitidos, de la misma forma que la intensificación de la represión sobre los primeros —o, dicho de otro modo: la intensificación de la línea que separa los ilegalismos permitidos de los no permitidos— respondería, en las primeras fases del capitalismo, a un intento por preservar la legitimidad de aquellos ilegalismos que las clases dominantes pretenden practicar de manera impune. Es desde este punto de vista que el ejercicio por parte de la policía nacional española de prácticas prohibidas según la legalidad, como el uso desproporcionado de la fuerza o la vulneración arbitraria de derechos que se lleva a cabo sobre partes cada vez más importantes de la población, supondría un ejemplo de los ilegalismos permitidos por parte de las instancias que tendrían que garantizar la aplicación de la ley; mientras que la prohibición del referéndum catalán, y la represión policial que se aplicó para tal efecto el 1 de octubre, supondrían un ejemplo flagrante de cómo neutralizar todo aquello que cae del lado de los ilegalismos no permitidos.
El preso político personifica la distinción entre los ilegalismos no permitidos y que, por tanto, quedan contenidos entre los muros, y los permitidos, aquellos que siguen circulando sin ningún problema por las instituciones y el campo social.
Al mismo tiempo, así lo muestra Foucault, es la prisión la encargada de contener los efectos de estos mismos ilegalismos no permitidos. A medida que el ámbito de los ilegalismos se amplía, pasando de la vulneración de la propiedad privada a las acciones más explícitamente políticas puestas en práctica en las luchas de la clase obrera, pero también a las reivindicaciones en favor del derecho a decidir de los pueblos en tanto que subjetividad articulada en clave colectiva, cobra cada vez más importancia la figura del preso político. Dentro de la distribución de ilegalismos que acabamos de mostrar, es el preso político el que personifica esta distinción entre los ilegalismos no permitidos y que, por tanto, quedan contenidos entre los muros, y los permitidos, aquellos que siguen circulando sin ningún problema por las instituciones y el campo social. El Estado hace así del preso político que no ha huido al exilio una especie de espantapájaros situado en la línea que divide los ilegalismos y nos hace ver a las claras cuáles son aquellos que están permitidos y aquellos que, por su relación no solo con la construcción de un nuevo ámbito institucional —sea en el caso catalán o en experiencias de otro tipo— sino también con la movilización popular y multitudinaria en las calles, no lo están.
¿Y después del grito?
Por otra parte, como apuntamos, hay un segundo postulado sobre el poder que nos interesa recordar. Según este postulado, que Deleuze llama de la localización en los cursos sobre el pensamiento foucaultiano que hemos citado, el poder no se concentra en un lugar de manera fija, cerrada y estable, ejercido únicamente de arriba hacia abajo, sino que se encuentra esparcido por todo el campo social, formando una red y ocupando el espacio en horizontal. Con esto no queremos decir que en el Estado, como artefacto institucional, no se den un conjunto de relaciones de poder. Lo que ocurre es que el poder estatal no contiene en su seno la totalidad de las dinámicas de fuerzas y de las estrategias que se dan, en la mayor parte de casos de forma conflictiva, en cada una de las líneas que atraviesan y dinamizan el campo social. Si a lo largo de la historia el cetro de mando que el gobernante saliente ponía en las manos del que le reemplazaba en el cargo simbolizaba el lugar desde el que se tomaban las decisiones más importantes en clave política, social y económica, en la actualidad, con un contexto cada vez más cambiante e inestable a todos los niveles, ya no tendría sentido considerar que una sola persona o un grupo de personas, dentro de un marco legal delimitado y estable, tenga la capacidad para detentar en sus manos el poder de forma absoluta, continuada y sin fisuras.
Esto nos lleva a reconocer que, quizá, las transformaciones más importantes ya no pasen tanto por la toma del poder institucional como por favorecer la emergencia de acontecimientos que, desde la base del campo social, sean capaces de cambiar el paso a las instancias que velan por el mantenimiento del orden. El 15M supuso, en este sentido, un muy buen ejemplo. Pero también que en el nuevo escenario en el que nos encontramos se trata de crear las condiciones materiales para que tales transformaciones se mantengan de forma sostenida en el tiempo y el espacio. Queremos decir con esto que el grito de indignación que enunciamos al principio del texto no debe quedar como una simple consigna o como el reflejo pasajero de la capacidad de la multitud para responder con rabia e indignación, aunque de forma pacífica y organizada, ante lo ataques del poder. Más allá de la potencia destituyente que puedan adquirir expresiones de este tipo, ya capaces por sí solas de poner nerviosos y hacer reaccionar de manera agresiva a los poderes, la indignación y la rabia se deberían convertir en la capacidad de instituir e incluso de constituir un nuevo marco de relaciones y un nuevo espacio en el que desarrollarlas de manera efectiva, duradera y respetuosa para con el acontecimiento que motivó su surgimiento. En este sentido, lo que está ocurriendo en Catalunya con la creación de los CDR, y con la capacidad que están mostrando estos grupos para ejercer la política de forma autónoma y en el marco de una democracia radical y directa, vuelve a constituir un magnífico ejemplo.
Falta, en todo caso, que se aproveche la brecha que un acontecimiento de esta naturaleza ha sido capaz de abrir en la línea de flotación de la legalidad estatal; falta que el movimiento que se ha iniciado no se traduzca solo en la explosión de la primavera catalana —las movilizaciones multitudinarias en Murcia por el soterramiento de las vías del tren puede que apunten en esta dirección—, sino que se reproduzca hasta ocupar una parte cada vez mayor del campo social. Falta, en definitiva, que seamos capaces de aprovechar la oportunidad para la puesta en marcha de experiencias de carácter autogestionado y a pequeña o mediana escala, pero también para la activación de un proceso de tipo constituyente capaz de enterrar la deriva autoritaria del Estado así como de recuperar, a un tiempo, las garantías y los derechos que se ganaron con las luchas obreras y que los Mercados han robado impunemente a la población durante las últimas décadas.