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Educación
Paulo Freire ante las nuevas (y las viejas) opresiones
Una fecha redonda, como suele ser el nacimiento de una figura intelectual relevante, puede ser un buen momento para releer —o acercarse por primera vez— al autor o autora en cuestión. Si en el caso de Paulo Freire el centenario de su nacimiento nos puede servir para desempolvar sus obras, la efeméride no puede venir en mejor momento. El presente inmediato necesita, a mi entender, una buena dosis de Freire.
Convendría, por ello, leerlo evitando la nostalgia o la mera rememoración de un tiempo pasado de luchas. Hacerlo desde las circunstancias actuales, con nuestras particulares problemáticas, nuestras luchas y dificultades, como sujetos eminentemente históricos —esa cualidad que, para él, constituía lo humano— y, sobre todo, tratando de actualizar aquella forma de entender la acción política y la acción cultural; dos elementos que, en la obra feireana, aparecen como necesariamente indisociables, en posición dialéctica de retroalimentación, como si se tratara —y este símil es el propio Freire quien lo utiliza— de dos piernas que, alternando sus pasos, propician el movimiento.
Hablamos, pues, de una acción cultural cuyo fin sería llevar al plano de lo político todos los temores, deseos, aspiraciones, insatisfacciones y esperanzas de aquellos y aquellas —que, en mayor o menor medida, somos casi todos y casi todas— a los que el secuestro de la política, y el expolio de lo común por parte las élites globales, deja más en peligro, más a merced de los vaivenes de la realidad, impidiéndonos, así, gozar de la vida en plenitud. Una acción cultural, en definitiva, capaz de devolver al sujeto y a las comunidades humanas el ethos de lo político como precondición de una verdadera democracia.
Se considera a Freire, con razón, un pedagogo. Pero entendiendo la pedagogía, tal y como él lo hacía —y, en este sentido, se autorreconoció gramsciano “incluso antes de conocer la obra de Gramsci”—, como el momento teórico de la praxis. Es por este motivo que la acción cultural supone, en su forma de entender el trabajo intelectual, por encima de todo una labor de comprensión de la realidad y del momento desde el que se actúa. Por tanto, volver a Freire hoy habría de suponer, en esencia, entender la distancia que separa nuestro momento del suyo; entender que los grandes relatos de emancipación final que inspiraron aquellas luchas han dado paso a relatos quizá más prosaicos —y de aspiraciones más modestas— pero, al mismo tiempo, más diversos, más ricos en matices, algunos meramente circunscritos, de forma totalmente deliberada, en el ámbito de lo local. Sin que todo ello haya supuesto, por mucho que les pesara a los profetas del fin de la historia, que hayan dejado de emerger situaciones, aspiraciones y momentos revolucionarios.
Filosofía
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Freire y su obra: un recorrido diverso para combatir las relaciones de opresión
Si analizamos la obra de Freire a través del tiempo, no es difícil observar que entre sus primeros escritos y su última etapa hay una distancia profunda. Sin embargo, más que un momento puntual de ruptura, lo que hubo fue un proceso de crecimiento, fruto de una trayectoria de casi cuarenta años de lectura, aprendizaje, enseñanza y escritura de alguien para quien la labor intelectual era solo un medio para orientar la acción, y no un modo de sostener preconcepciones apriorísticas para ganar batallas dialécticas. No hay mayor cura contra la soberbia intelectual, mayor antídoto contra el dogmatismo doctrinal y el inmovilismo que haber de confrontar las ideas propias, no con otras ideas, sino con la misma realidad.
Así, desde un primer Freire marcado por el existencialismo —que, en los años cincuenta, predominaba en todos los ámbitos de la cultura—, puede observarse cómo va evolucionando hacia posiciones donde esa concepción de la libertad propia de las filosofías de la existencia es matizada por la presencia de condicionantes —bien económicos, bien psicológicos— que marcan la acción humana concreta y que hay que conocer para superar. De esta manera, Freire lleva su obra hasta el marxismo y el psicoanálisis. Es, de hecho, del psicoanálisis frommiano de donde extrae un término clave en su obra, como es el de necrofilia. Hasta abrirse, a partir de un determinado momento, a lo que él mismo llamó postmodernidad progresista.
Todo ello hace que el resultado de su pensamiento sea una rica combinación metodológica que integra la fenomenología, la dialéctica marxista —y, por extensión, la hegeliana—, el psicoanálisis social, así como esa forma más asistemática de abordar la realidad que él llama las tramas, y que recuerda enormemente al análisis foucaultiano de la microfísica del poder. Solo Simone Weil, quizá por la marcada actitud de desconfianza ante todo sistema cerrado que caracterizó a esta pensadora, parece permanecer como un referente constante en toda la obra de Freire.
Se considera a Freire, con razón, un pedagogo. Pero entendiendo la pedagogía, tal y como él lo hacía —y, en este sentido, se autorreconoció gramsciano—, como el momento teórico de la praxis.
Y este es otro de los aspectos a reivindicar de su legado: una vuelta a Freire con ese mismo espíritu de apertura que él demostró. Una filosofía orientada a la acción —y en este punto Freire fue un marxista militante— que trate de pensar el mundo, pero no (solo) para interpretarlo sino (también) para cambiarlo; una actualización de aquel espíritu siempre dispuesto a aprender y a cuestionar; a revisar las ideas ya adquiridas y que incorpore toda la experiencia vivida alrededor del feminismo, de las disidencias corporales y sexuales, de los procesos de empoderamiento popular de las mareas contra los recortes de derechos perpetradas por el neoliberalismo… Poner, en definitiva, todo el saber adquirido a través de décadas —y siglos— de luchas diversas al servicio de un fin último: el de dejar al descubierto todas las opresiones, tramas y estructuras que, todavía hoy, permanecen veladas por la cultura hegemónica. Realizar esa historicidad radical que no se queda en un momento fijo del pasado sino que, en todo caso, mira al pasado y sus ruinas para, como en el Angelus Novus que inspiró a Walter Benjamin, traer aquellas luchas al presente y realizarlas.
Por este lado, si tuviéramos que explicar de forma breve lo que entendía Freire por opresión, podríamos citar aquella frase de Pedagogía del oprimido, en la que se califica como opresora “toda situación en que, en las relaciones objetivas entre A y B, A explote a B, A obstaculice a B en su búsqueda de afirmación como persona, como sujeto”.
Una definición de opresión así supone, respecto a la praxis revolucionaria de aquel momento, la ampliación del sujeto revolucionario. Pues en Freire este análisis no queda circunscrito exclusivamente a la clase obrera tradicional, sino que trata de abarcar a todos los “condenados de la tierra”. Una clara alusión a la obra de Frantz Fanon, dedicada a los pueblos que en aquel momento estaban bajo dominio colonial, y que Freire hace extensiva a toda persona que padece opresión. Se trata así de no acotar ni cerrar y, por ello, tampoco de fragmentar los grupos o individuos que componen el sujeto político.
Así pues, aquella misión liberadora de la humanidad en su conjunto que György Lukács atribuía, en Historia y conciencia de clase, a la clase obrera, es tomada por Freire y ampliada a toda entidad humana que padece opresión y a toda violencia ejercida por la estructura del sistema —que, sin embargo, requiere de sujetos para hacerse efectiva— y que impide que la persona sea. Violencia que se manifiesta de diversos modos, aunque el sufrimiento que genera en la persona que la padece no sea, en esencia, muy diferente de unos casos a otros, como también expresó Albert Memmi al afirmar que “todos los oprimidos, de algún modo, se asemejan”.
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De hecho, uno de los méritos que se atribuyen, merecidamente, a la obra de Freire es que, respecto a la cuestión de las opresiones, permite una superación de la antinomia objetivismo-subjetivismo, yendo más allá del análisis en que la opresión queda reducida a la estructura económica, lo que supone ver en la identidad personal un mero reflejo de aquella, pero también de aquel planteamiento que, poniendo el foco en la construcción de la identidad personal, acaba por minimizar el elemento de clase.
En realidad, el mérito de Freire radica por esta parte en rescatar el análisis de la opresión del olvido al que la praxis lo había relegado, actualizándolo en relación a su momento histórico y político. Con todo, Freire sigue de esta manera tras los pasos de algunos de sus principales referentes, pues la idea de que la quiebra social generada por la división de la humanidad en dos clases genera opresiones que van más allá de la alienación económica, es algo que ya estaba contemplado dentro de la propia tradición marxista.
Los análisis de Engels sobre la familia concluían que, si el trabajador era capaz de hacer las extenuantes jornadas de trabajo que el sistema fabril le imponía y seguir con vida, era porque otra persona, de forma gratuita, se ocupaba de lavar su ropa, limpiar su casa y cocinar su alimento. El patriarcado sería, así, una de las construcciones culturales que propiciaba esa plusvalía de cuidados, lo que a su vez hacía posible que el obrero pudiera estar en condiciones de ser explotado en la fábrica. Pensadoras como Silvia Federici, así como, por su parte, autoras vinculadas al ecofeminismo, han subrayado el vínculo existente entre el sometimiento progresivo de la mujer, con la caza de brujas como exponente máximo, y el de los caracterizados como salvajes desde una mirada etnocéntrica, primero dentro de Europa y, posteriormente, en otros continentes. Considerando ambos fenómenos como presupuesto previo para el crecimiento y desarrollo del modelo capitalista y su creciente necesidad de, por un lado, mano de obra y mujeres que la generaran y cuidaran y, por otro, de tierras y materias primas.
Es en la esfera de lo económico, como hecho que determina la intrínseca historicidad de lo humano, donde ubica Freire el punto de partida de su teoría de la opresión.
Por su parte, a las relaciones que Freire no deja de analizar en su obra entre el colonialismo, el esclavismo y el comercio mundial —relación que deber ser leída en el marco de lo que se entendió por acumulación originaria—, ya se refirió Marx en títulos como Miseria de la filosofía. En todo caso, el racismo occidental no puede entenderse si no es como soporte ideológico necesario, propiciado por el proceso expansivo de las potencias europeas en los momentos de crecimiento de sus economías. Todo este proceso de conquista, expansión y expolio de recursos estuvo en todo momento fundamentado en una idea que, desde las ciencias, la teología y las artes le daba la legitimidad requerida: la de que los pueblos no europeos eran culturas atrasadas y, por tanto, susceptibles de ser sometidas legítimamente. De todos los sometimientos, el más extremo fue, sin duda, el padecido por la población negra y el tráfico de seres humanos desde África hacia los campos de América; por lo que, desde esta perspectiva, no es casual que fueran las poblaciones negras las que más fuertemente vieron puesta en cuestión su condición humana por parte de los europeos. Así, del mismo modo que no podemos entender la discriminación de la mujer como un fenómeno aislado de la expansión capitalista, no se puede entender el racismo sin vincularlo al proceso de acumulación de las élites de las potencias europeas y la expansión que de ella se derivó.
Siguiendo esta línea, es en la esfera de lo económico, como hecho que determina la intrínseca historicidad de lo humano, donde ubica Freire el punto de partida de su teoría de la opresión, afirmando que es la “situación concreta en la que se encuentran los hombres, lo que condiciona su conciencia del mundo”. Todos los aspectos ideológicos y de carga cultural que están presentes dentro de la situación de opresión son ciertamente reales. Pero están condicionados por una situación de partida de desigualdad que, si bien trasciende en el análisis de Freire el mero esquema de las relaciones de producción, parte de una privación originaria. En última instancia, hay una razón de tipo económico y material sobre la que se construye el ideario de la discriminación, sea de tipo racial o de género.
Respecto al aspecto subjetivo, la referencia a la conciencia puede parecer en el momento actual una cuestión ya superada. Sin embargo, plantearla como tránsito, desde una conciencia precrítica hasta la criticidad —lo cual sería, en esencia, el fin último de la pedagogía—, tiene la ventaja de hacernos entender el modo en que interesa al opresor mantener dormida la conciencia del oprimido, el cual acaba reforzando el esquema del opresor. Parte, en este punto, Freire de una frase de Simone de Beauvoir: “lo que pretende el opresor es transformar la mentalidad de los oprimidos, y no la situación que los oprime”; para sostener que la opresión requiere mantener la conciencia en un estado de nebulosa mítica que impida al sujeto percibir la opresión. Esa tensión dialéctica entre la estructura y la conciencia, entre los elementos objetivos y los subjetivos que subyacen en todo proceso trasformador, es lo que llevó a bell hooks —según ella misma relata— a reconocer, por un lado, el modo en que la realidad personal está mediatizada por “la política de clase y raza” y, por otro, a la necesidad de “materializar la idea freireana de tránsito de objeto a sujeto político”.
Una muestra más, al fin y al cabo, de la vigencia del pensamiento de Freire cuando se trata de cartografiar y transformar el presente.