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Filosofía
Más allá del poder y su palabra
Sabemos que las palabras son un elemento fundamental en lo que refiere a nuestra vida: nos servimos de ellas para tratar con el mundo y con los demás. Las palabras nos hacen lo que somos, y esto nos urge a repensar la relación entre las palabras y la vida.
Hay un chiste bastante conocido de Žižek, que le sirve de introducción para Bienvenidos al desierto de lo Real (Akal, 2005), en el que un trabajador de la RDA acepta un empleo en Siberia. Entonces les dice a sus amigos que les escribirá, y para poder salvar la censura les indica que si la carta está escrita con tinta azul el contenido será verdadero, mientras que si está escrita en tinta roja lo que diga será falso. Al tiempo, llega la primera carta escrita con tinta azul. Dice que todo va muy bien, que está muy a gusto, que hay de todo lo que uno puede necesitar, de todo excepto tinta roja. Žižek nos plantea con ello una más de sus exquisitas tesis sobre la falta: nos sentimos libres porque el lenguaje es impotente para hablar de nuestra falta de libertad. Esto nos sitúa ante el que ha sido durante más de veinte siglos el problema central de la filosofía desde Aristóteles: buscar la razón exacta, la palabra con la estructura que encajase con la cosa, que tuviese los mismos límites; y así lo ha querido la filosofía posterior hasta el siglo XIX.
El problema lo expuso Nietzsche: las palabras son metáforas que se ha olvidado que son metáforas, que se han vuelto conceptos. Y el concepto es el modo como la palabra encierra en su interior a la cosa. Entonces, ¿podemos decir que las palabras nos abren horizontes de libertad? Mientras el horizonte es precisamente lo que siempre se escapa, lo abierto, las palabras son un cerco, nos sitúan en platós de televisión, en un mundo de cartón piedra (el mundo del heterosexual burgués), donde todo está estático, todo es una representación de cómo nos gustaría que fuese, de cómo se podría esperar que fuese.
El problema no es en absoluto el de encontrar un lenguaje que fije bien los límites de lo que vivimos, sino el de darnos un lenguaje con límites móviles, capaz de producir líneas de fuga para vivir lo que no puede encontrar palabraPodríamos optar por una respuesta fácil: sería algo así como decir que no se trata de encontrar las palabras que digan, que representen, sino de aprender a vivir sin palabras. Es la quimera de Nana en Vivir su vida, «¿Por qué hay que hablar siempre? Muy a menudo habría que callarse, vivir en silencio». «Siempre me impresionó mucho que no se puede vivir sin hablar», le responde el filósofo. «Es que [las palabras] nos traicionan?». Y, sin embargo, esta tentativa no nos resuelve nada. Las palabras siempre son una traición a la verdad, son el elenco, y esto lo vivimos cada día porque cada vez nos sentimos más desalojados en estas palabras que ya no nos sirven, en esas identidades que se desmoronan: la sexualidad, las clases sociales, etc., son todas las instituciones que nos han hecho y nos han dado una manera vivir.
Así el problema se nos revuelve, ya que no podemos vivir sin palabras. Ya no sin hablar —que quizás es lo mismo—, sino sin palabras para nombrar las cosas. Las cosas son cosas en tanto que las hacemos cosas con las palabras, y cada acción, cada propósito, implica una relación hablada con la cosa. Sólo podemos decir que somos «heterosexuales», por tomar un ejemplo, bajo un discurso que previamente determina lo que constituye el par heterosexual/homosexual.
De lo que se trata, entonces, es de darle la vuelta a la proposición de Žižek: el lenguaje no nos impide hablar de nuestra falta de libertad, sino que produce los límites mismos de la libertad. No hay una libertad previa a la que nos hagamos. No se trata tanto de encontrar lo que nos falta de La Libertad como de ir añadiendo pedazos de libertad recién inventados a nuestra existencia. El problema no es en absoluto el de encontrar un lenguaje que fije bien los límites de lo que vivimos, sino el de darnos un lenguaje con límites móviles, capaz de producir líneas de fuga para vivir lo que no puede encontrar palabra, porque de no hacerlo no vamos a conseguir salir de esta encrucijada. Hoy, que, quizás sin que nos demos cuenta, estamos asistiendo a la desintegración de estas palabras que nos han servido durante varios siglos para poder entender lo distinto, aquello que no se podía pensar en su singularidad esencial, nos vemos obligados a pensar sobre las palabras que nos damos, porque de eso dependerá cualquier mundo por-venir. De nada va a servir la desintegración de las relaciones sociales tradicionales si con esto no llega también una forma menos «fascista», menos totalizadora, de nombrar a todos nuestros afectos, que es uno de los problemas a los que hoy nos enfrentamos, pues estamos viendo que la disolución de las formas de subjetividad tradicional no está produciendo maneras de existir más libres, sino que, más bien al contrario, está dejando paso a formas de subjetividad más enajenadas, precarias y sometidas a la lógica del consumo.
De nada va a servir la desintegración de las relaciones sociales tradicionales si con esto no llega también una forma menos «fascista» de nombrar a todos nuestros afectosSi —como se ha dicho— la filosofía consiste en crear conceptos, habrá que ver de qué modo estos conceptos pueden estar al servicio de la vida, o, en caso contrario, habrá que valorar renunciar a la filosofía como herramienta emancipadora. Incluso ambas a la vez. ¿No es lo que quería decir Foucault cuando decía que, pese a que su trabajo perteneciese al ámbito de la filosofía, él no era un filósofo, en el sentido que no trataba de elaborar un sistema teórico acerca de la totalidad de la realidad? La filosofía, siguiendo a Guattari, se impone hoy como programa el darnos territorios existenciales no sometidos a los regímenes totalizadores que se han desarrollado a lo largo de los siglos, en vez de seguir legitimándolos, dejando así espacio para aquello que parecía que no podía llegar a tener lugar.