Filosofía
La lenta cancelación del futuro (II). De Jameson a Fisher

Puede entenderse la obra de Fisher acerca del “realismo capitalista” y su sugerente apuesta por un “modernismo popular” desde esta clave: el neoliberalismo también ha generado ideológicamente una restauración conservadora en lo cultural, bajo la bandera de una agresiva libertad antiautoritaria.
Mark Fisher 2
Mark Fisher en una foto tomada el 21 de mayo de 2014 (Foto: tomislav medak. Flickr)
Profesor de Filosofía de la UCM y autor del recientemente aparecido 'Transición Nietzsche' (Pre-Textos, 2020)
5 feb 2021 10:02
Filosofía
La lenta cancelación del futuro (I). De Buck-Morss a Jameson
¿Por qué esta utopía de masas que fue el sueño del siglo veinte hoy nos parece una quimera desmesurada rayana en el totalitarismo y la catástrofe?

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Posiblemente, haya sido Mark Fisher quien mejor ha reflexionado en los últimos tiempos sobre el significado del “realismo capitalista” para bloquear la imaginación como tema político. Parafraseando a Jameson, el interés de la obra de Fisher estriba, más allá de modas coyunturales, en un modo de revelar las causas de por qué hoy nos es más difícil imaginar toda mediación cultural o tentativa hegemónica de futuro que cualquier repetición indefinida de nuestro presente.

Aunque su impactante suicidio en 2017 pueda mostrarle de forma morbosamente sensacionalista como una suerte de “Kurt Cobain” o “Ian Curtis de los estudios culturales” —ese aura de sismólogo trágico que acompaña también a Walter Benjamin—, ese cliché de hombre sensible eclipsa una reflexión más interesante sobre los límites y urgencias de una tarea pedagógica a la altura de nuestros tiempos. Su amiga Nina Power definió su misión en los términos de una confrontación incesante con “la violencia de una positividad que no priva, sino que satura; no excluye sino que agota”. No le faltaba razón: perteneciente a una generación posterior de la New Left, Fisher podía sentir cómo el experimento social del thatcherismo estaba también contrayendo lentamente toda expectativa de imaginación política y, con ello, la tarea de transmisión cultural respecto a sus alumnos. De ahí su identificación con “Bifo” Berardi y su diagnóstico acerca de la “lenta cancelación del futuro”. Aunque la tentación inmediata aquí es enmarcar este diagnóstico pesimista dentro de una narrativa cansina y familiar boomer —“lo viejo afirma que todo pasado fue mejor y no puede aceptar lo nuevo”—, Fisher sostiene que es justo esta imagen, “la suposición de que los jóvenes están automáticamente a la vanguardia del cambio cultural”, la que está empezando a ser anticuada. ¿Cómo escribir, pues, en un mundo donde se ha atascado la tensión dialéctica entre lo nuevo y lo viejo?

Se puede entender el “realismo capitalista” como “estructura de sentimiento”, cabría decir evocando la conocida categoría acuñada por Raymond Williams ante el telón de fondo de la disolución del “espíritu del 45” en la sociedad británica. Si bien la renovada continuidad de la crítica cultural fisheriana con la herencia del intelectual orgánico, modelado en la New Left, se muestra en el análisis de esta “estructura de sentimiento” del realismo capitalista, hay diferencias con la explícita refracción gramsciana de las generaciones anteriores (E. P. Thompson, Raymond Williams, Stuart Hall). En Fisher el plano histórico que necesita cualquier tarea pedagógica previa con intención política ha quedado bloqueado desde los setenta en la nueva lógica cultural tardocapitalista. Hay aquí, por tanto, una orientación psicoanalítica en el análisis de esta condición afectiva: a diferencia de las generaciones anteriores, la cultura contemporánea vive en la secuela de un trauma que no puede recordar, provocado por la lenta erosión de la ecología cultural que facilitó el momento socialdemócrata, una fase histórica, el “modernismo popular”, que no es evocada nostálgicamente tanto en sí misma por Fisher como en sus promesas incumplidas. Este trauma, al no poder ser recordado por la fragmentación de la experiencia de la realidad posmoderna, no puede tampoco ser objeto de duelo (ya que somos incapaces de reconocer que haya una promesa que hayamos perdido). Oprimida por un descontento vago e impreciso que no alcanzamos a reconocer y que negamos compulsivamente, la expresión cultural en el realismo capitalista se encuentra temporalmente bloqueada y sumida en un estado de tristeza crónica, una tristeza enmascarada que Fisher distingue, por ejemplo, en la euforia vacía de la mayor parte de la música pop actual.

Puede entenderse la obra crítica de Fisher acerca del “realismo capitalista” y su sugerente apuesta por un “modernismo popular” desde esta clave: el neoliberalismo también ha generado ideológicamente una restauración conservadora en lo cultural que, bajo la bandera de una agresiva libertad antiautoritaria, ha terminado desertizando las mediaciones que en otro tiempo permitían desclasamientos fructíferos entre las clases trabajadoras y capitales culturales en principio ajenos. Como sostiene rotundamente Fisher, vale recorder la peculiar lógica que exitosamente ha impuesto el neoliberalismo desde aproximadamente la década de los setenta: “Tratar a las personas como si fueran inteligentes, se nos ha hecho creer, es ‘elitista’, mientras que tratarlas como si fueran estúpidas es ‘democrático’. No hace falta decir que el ataque al elitismo cultural ha sido la contracara de una agresiva restauración de la élite material”.

A diferencia de las generaciones anteriores, la cultura contemporánea vive en la secuela de un trauma que no puede recordar, provocado por la lenta erosión de la ecología cultural que facilitó el momento socialdemócrata.

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No es casualidad que en este contexto de realismo depresivo Mark Fisher, como ya lo hiciera Walter Benjamin en el análisis de lo sueños de masas, explore para un pensamiento pedagógico de izquierda algunas ideas de Nietzsche, particularmente su peculiar aportación a la crítica contemporánea bajo la figura del “médico de la cultura”. En su extraordinaria “segunda intempestiva”, titulada Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, el a la sazón aún filólogo alemán, con la vista puesta en Goethe, muestra una sugerente aproximación a un pensamiento de la práctica diferente del marxismo clásico, que resuena hoy a la vista de un asfixiante ecosistema mediático donde la reproducción del sistema se lubrica mediante los sueños baratos de un reality show incesante.

Las evocaciones de Fisher al aspecto “educativo” de los artistas pop y rock en décadas anteriores, buscan explorar una música política que no solo se contenta con la comunicación de un mensaje textual, sino que libra una lucha en el sistema nervioso por los propios medios de percepción. Que el oyente hoy nunca pueda ser sorprendido, invadido por lo inesperado o “abducido”, es para Fisher un signo de un ecosistema cultural sintomáticamente asfixiante. Si ese ”museo histórico” de datos, estilos de vida y gestos que era para Nietzsche síntoma del fracaso pedagógico del historicismo y su cinismo, ha llegado hoy a la fase del “realismo capitalista” diagnosticado por Fisher, es porque la lógica capitalista de la mercantilización en valor de cambio no ha hecho sino intensificarse abrumando y des-erotizando al receptor cultural. Esta búsqueda del placer inmediato como una “obligación que nunca afloja” es, para él, la fórmula de un hedonismo que no puede ya entenderse más que como trabajo.

El problema del realismo capitalista, para una política cultural emancipatoria, es que refuerza en las clases subalternas lo que Fisher, siguiendo a Jameson, denomina una “impotencia reflexiva”, su reconocimiento cultural de inferioridad.

En el mundo actual, y en nuestra praxis educativa como militantes del cambio, no nos es tan urgente, por tanto, una información “apegada a los hechos”, o un uso autónomo de la denuncia crítica, como una “ecología mediática” que nos permita neutralizar fuentes tóxicas que fomentan nuestra pasividad reactiva o impiden, en su aceleración comunicativa, cualquier deliberación democrática o metabolismo productivo por parte del receptor. Entender, por tanto, que los recursos comunicativos también deben ser “culturalmente sostenibles” para las condiciones de una vida política no desequilibrada. Resulta muy sugerente aquí leer las advertencias de Fisher contra las agrias polémicas y psicodramas de izquierda que tienen lugar en las redes sociales —lo que denomina “el castillo del vampiro”—, como una recuperación de la problemática nietzscheana del resentimiento en contextos de aceleración digital e intoxicación de climas de confianza.

La existencia digital, donde la distancia desaparece a favor de la simultaneidad, ha disuelto los filtros y mediaciones que antiguamente permitían dosificar las interpelaciones de la realidad y, por tanto, mantener una interacción equilibrada entre el individuo y el entorno. “El círculo de los sentidos, ampliado artificialmente a través de la prótesis mediática, se ha desligado por completo del círculo de la acción. Ya no somos capaces de traducir el estímulo en acción y darle salida a través de ella”, escribe el filósofo Rüdiger Safranski evocando a Goethe y Nietzsche. “Se olvida a veces que no solo nuestro cuerpo requiere una protección inmunológica, sino también nuestro espíritu. No podemos permitir que todo entre en nosotros; ha de entrar solo en la medida en que podamos apropiarnos de ello”.

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El problema del realismo capitalista para una política cultural emancipatoria es que, por otro lado, refuerza en las clases subalternas lo que Fisher, siguiendo a Jameson, denomina una “impotencia reflexiva”, su reconocimiento cultural de inferioridad. Lo que quiere decir es que el reconocimiento en las clases populares de la desigualdad de su situación choca además con la aceptacion de sus limitaciones culturales respecto a las clases dominantes. Es la fuerza de esta resignación —“esto no puede ser para mí”, “no estoy hecho para eso”— lo que hace de esta impotencia una profecía autocumplida.

Este “realismo”, que no es sino un fatalismo resignado, refuerza justamente el plano estructural de la dominación de clase. Este punto es importante para advertir cómo una comprensión “realista” de la cultura vista solo como el velo imaginario de la desigualdad material, y no también como oportunidad de desclasamiento, reproduce lo que busca cuestionar. De ahí la importancia emancipatoria de la experiencia cultural, en un mundo donde todo invita a no salir de las casillas sociales de partida. Porque Fisher es consciente, por decirlo en terminología de Bourdieu, de la extraordinaria fuerza del habitus y su fuerza de gravedad con respecto a posibles desclasamientos; entiende también la fuerza política de la promesa cultural para generar imaginación política. Es muy interesante reparar en esto, a tenor de la fuerte predisposición al naturalismo de la política cultural de izquierda y la “jerga antiposmoderna, así como, en ocasiones, su tramposa demanda de claridad en todo momento y ante todo público, como si el lenguaje político tuviera que ser un tutorial o el prospecto de un medicamento”.

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Esto es lo que llama Fisher “popismo”: esa figura cultural en la que encontramos, en realidad, un desprecio condescendiente y paternalista del “pueblo” desde arriba que, a veces, termina comprándose también desde abajo. “Hay —escribe Fisher en Fantasmas de mi vida—, una dimensión de clase muy definida en mi rechazo al popismo”. El popismo, en el fondo, no es sino una astuta reelaboración de los complejos de la clase dominante. Es como “una señora de alta sociedad que se permite disfrutar de placeres prohibidos: ‘Debería gustarnos la música clásica, ¡pero a nosotros nos encanta el pop!’”. Pero para aquellos que, como Fisher, no fueron criados en la alta cultura, las cosas son muy diferentes: “el llamado del popismo a mostrarse siempre entusiastas frente a la cultura de masas es bastante similar a que te digan (tus superiores de clase, por supuesto) que te contentes con tu lote”.

La importancia para Fisher del “modernismo popular” y de fenómenos musicales como el pospunk radican, en cambio, en que dieron acceso a aspectos de la alta cultura en un espacio que deslegitimaba la exclusividad y el privilegio de la alta cultura: “El espacio utópico que abrieron era uno en el cual la ambición no tenía por qué terminar en asimilación, donde la cultura de masas podía tener toda la sofisticación e inteligencia de la alta cultura: un espacio que apuntaba a acabar con la presente estructura de clase, no a invertirla”.

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Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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#82032
7/2/2021 10:06

Bien visto esto de la depresión. Hace unos diez años se estimaba la cifra de 700 millones de depresiones severas en el mundo, no sé si habrán dejado de contarlas. Junto a la miseria económica del llamado tercer mundo, aparecía la miseria psicológica del primero, y a menudo conjuntamente en submundos de ambos mundos. Es cierto también, que muchas de ellas no responden al sentimiento de impotencia frente a los totalitarismos, creo, sino a frustraciones e insatisfacciones más mundanas. Igualmente, junt@s están no solo quienes apuntan a un enemigo común, sino quienes construyen un gran proyecto desde la diversidad, eso que algunos llaman utopía para ficcionalizar las posibilidades y arrinconarlas en el archivo de los sueños imposibles. El problema es que no solo somos víctimas sino que inadvertidamente nos han/hemos convertido en cómplices. Inadaptados que esperamos la sonrisa del "éxito" en formatos variados, otra miseria a sumar.

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#81992
6/2/2021 13:07

Hay un envés en el argumentario fisheriano que creo que nos pasa desapercibido, como me parece que a él mismo: la depresión se puede caracterizar como la agresión autoinfligida ante la impotencia de producir cambios justos en la realidad social que nos sostiene y sostenemos.
La depresión es la forma actual de agresión totalitaria que en nuestras infancias tomaba forma de porra y cárcel, miedo compartido ante un destino común diseñado por un enemigo empíricamente identificable. Actuábamos de forma concertada animados por la certeza de la injusticia padecida, perdíamos junt@s.
Esta depresión inducida por la grosera violencia estructural que sufrimos, y que en un acto de sadismo danteano, nos revictimiza aislándonos acusados de débiles y humilla confiando en la impunidad de su violencia, debe ser respondida con proporcionalidad, "intercambio de equivalentes". Solo l@s "inadaptad@s" pueden producir cambios. El enemigo empíricamente identificable no es tan numeroso, su característica es que aparece en la cotidianeidad y mantiene vínculos de lealtad con otr@s sádic@s. No hay que rendirse contra ell@s, nunca.

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#81983
6/2/2021 10:43

Excelentes artículos. Tarea titánica por delante a pesar de las impotencias: conseguir que la crítica y la imaginación cultural y política de las próximas generaciones no sean desquiciadas por clntraindicados neurolépticos mediáticos y económicos. En las docencias universitarias, en el arte, la música, el pensamiento... entre otros muchos lugares, se está jugando temerariamente con la seducción con los jóvenes para no se sabe qué impotencias y cinismos. Desmontar eso es trabsjo de desprestigiados veteranos que desde una cierta reserva activa hacen lo que pueden por mantener el frente abierto a las nuevas ideas y cerrar el paso al hábito conservador y antiemancipatorio. Enhorabuena!!!

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#81928
5/2/2021 13:16

Gracias

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Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

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