Las heridas de la supuesta izquierda

Las izquierdas clásicas tiene alergia a la autocrítica, pero en lugares donde un Gobierno ha usurpado el papel del pueblo durante una década es imperativo aprender algunas lecciones.

Encuentro Autonomías en Cotacachi (Ecuador)
10 ago 2018 17:08

Cuando Rafael Correa dejó el Gobierno de Ecuador en mayo de 2017 todo había cambiado. Ecuador -país de nacionalidades bravas que habían protagonizado levantamientos y movimientos sociales de dimensiones sísmicas- era diez años después de la instalación del llamado “correismo” una laguna de melcocha donde nada se movía y donde pocos se atrevían a levantar la voz.

Esta transformación se produjo en el marco de la autodenominada “revolución ciudadana”, un proceso de usurpación del papel del pueblo por parte del Estado en una especie de fascismo-progresista que se basó en la cooptación de muchos cuadros medios y altos del movimiento social e indígena, en el desarrollo de una capacidad inédita de generación de ‘sentido’ (nombrando y renombrando la realidad desde una lógica jerárquica), en el establecimiento de un denso tejido de dependencias económicas y políticas, y en el desarrollo de un sistema de lealtades que presuponía el castigo cuando no se producían.

La usurpación del concepto ‘pueblo’ por el poder correista se basaba en una hipótesis perversa, que ha operado también en Bolivia, sería algo así: “Si el pueblo ya está en el poder no hacen falta intermediarios [organizaciones sociales, populares, etcétera] entre el Gobierno y éste. Es decir, todo el que siga intentando ejercer la función de aglutinamiento social y representación está haciéndolo en contra del pueblo”.

Hoy Ecuador celebra un eufemismo: el grito de independencia que se produjo el 10 de agosto de 1809. Claro, celebra el grito criollo, no la más de una decena de levantamientos indígenas que pusieron en jaque a la Audiencia de Quito en el siglo XVIII. Es paradójico que sea el 10 de agosto la fecha que la élite criolla fijó como referente del soberanismo. Siempre, la historia es determinada por las élites dominantes que en Ecuador han padecido de ‘blanqueamiento’ extremo y de desprecio por la diversidad plurinacional que este territorio acoge.

Correa no fue diferente. Usurpó la idea de pueblo, utilizó de forma espuria la simbología de algunos pueblos indígenas, empujó al país a una organización corporativa y clientelar y, lo más grave, desangró y agotó al poderoso movimiento social y popular del Ecuador.

Mientras, los gobiernos de Correa, en estos 10 años, ‘modernizaron’ el país. Es decir: construyó carreteras en lugar de acabar con la brutal desnutrición infantil en provincias como Chimborazo, levantó edificios espectaculares mientras en capitales como Esmeraldas el agua potable es un lujo, practicó el extractivismo sin pudor para alegría de las clases altas, redistribuyó recursos en la lógica de los programas de transferencias condicionadas inventado en las oficinas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo…. En fin, toda una política económica de derechas salpicada de gestos sociales que no modificaron ni un ápice la estructura de exclusión de las mayorías indígenas, afroecuatorianas y campesinas del país.

Las izquierdas clásicas, latinoamericanas y europeas, preñadas de un colonialismo campante, fueron incapaces de cuestionar o enfrentar el modelo impuesto por el correismo y ahora observan con cierta perplejidad el llamado “giro a la derecha” de su heredero designado –es difícil girar al lugar donde ya se habita-. Y ahora, con cierto grado de aislamiento, las organizaciones de base ecuatorianas trabajan para cerrar cicatrices y retejer los lazos internos que les permitan enfrentar las amenazas que nunca cambiaron y que ahora puede profundizar el gobierno esquizoide de Lenín Moreno. Las organizaciones tienen un doble trabajo: el interno (quizá el más difícil por las profundas heridas de esta década) y el externo (encontrar las brechas en el tupido entramado institucional construido durante el correismo).

En Ecuador, el Estado decidió todo y nominó todo, como la “participación”, palabra mágica de la década, que está legislada y encorsetada, pero que también supone un espacio de disputa en el que comunidades y colectivos están sabiendo ganar pequeñas batallas cotidianas. Pero me parecen más interesantes los atisbos de ruptura real con el omnipresente aparato estatal por parte de algunos movimientos o comunidades que están radicalizando su apuesta por las autonomías. Unas autonomías que requieren, al menos, de tres elementos básicos: formas de autogobierno y reproducción de la cultura propias, mecanismos para salvaguardar el sustento, y formas de gestión y conservación del territorio y de la vida que en él se reproduce. Así queda claro en la Declaración de Cotacachi, redactada este 9 de agosto en una audiencia abierta sobre Autonomías y que ha supuesto la última de 19 audiencias que han dado forma a la Ruta por la Verdad y la Justicia para la Naturaleza y los Pueblos (un claro ejemplo ya de autonomía). También me parece de especial interés que en esa declaración se deja claro que es la forma ‘comunidad’ la que puede permitir el desarrollo de las autonomías, frente a la forma ‘estado’, cuyos intereses, formas políticas, tiempos y ADN euroccidental son incompatibles con la vida.

Sé que a las izquierdas nos cuesta pensarnos sin este Estado, pero no hay nada que hacer dentro de él. Como escribió Raúl Zibechi, “el campo de concentración no es reformable” y lo que necesitamos es la imaginación y la creatividad comunitaria suficientes para poner en juego otras formas para gestionar nuestras vidas. La herida de la supuesta izquierda performática ecuatoriana (como la brasileña, la boliviana o la argentina, por ejemplo) también supone una oportunidad para las comunidades de radicalizar sus apuestas y de caminar hacia la desconexión del poder colonial que se esconde tras la forma Estado.

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