Culturas
Las últimas campanadas

El tañido manual de las campanas suena a tiempos pasados. Tras su motorización y automatización, la práctica del repique ha ido en declive en lo alto de los campanarios. Sin relevo generacional, los campaneros y su oficio, con siglos de tradición, parecen sentenciados a desaparecer.
Campanero de Gipuzkoa 1
Gorka Madinabeitia tañendo las campanas de Arientza
10 sep 2021 06:15

“Las campanas son joyas que hoy han perdido todo su valor y prestigio”. Laureano Tellería, campanero de Segura, resume en una frase la situación de una profesión con siglos de tradición y ahora a punto de desaparecer. Con su automatización, el toque manual de estos instrumentos idiófonos, presentes en todas las iglesias, está a punto de convertirse en una práctica arcaica; cosa del pasado.

Hoy en día, muy pocos mantienen viva la voz y el lenguaje de las campanas. Y, sin relevo, parecen sentenciados a ser los últimos. Así, con sus días contados, el oficio agoniza ante un final inminente y prácticamente inevitable. El sonido de su percusión terminará automatizado por la tecnología. Por fortuna, los distintos toques y repiques quedarán registrados para la posteridad gracias a la labor de documentación llevada a cabo por quienes aún entienden el solfeo del bronce en las alturas.

En Gipuzkoa quedan no más de 10 campaneros en activo. No hay cifras exactas pues la mayoría solo repica las campanas de manera eventual, una o dos veces al año, con motivo de las fiestas patronales. El toque manual diario se perdió en el siglo pasado. En los municipios de Segura, Andoain, Aretxabaleta, Oiartzun, Belauntza y Beasain esos campaneros aún persisten y sobreviven al paso del tiempo y al desarrollo tecnológico.

El campanario de Segura tiene 121 escaleras. Tellería las tiene más que contadas pues las ha subido y bajado un sin fin de veces. Esta torre, coronada con cinco campanas de distinto tamaño y peso, es como su segunda casa. El campanero segurarra no toca desde las alturas, sino mediante un sistema de tensión de cuerdas agarradas a los badajos de sus campanas y que bajan hasta la primera planta de la iglesia. Tellería agarra dos asideros que cuelgan del techo, pendientes en el aire. Con un movimiento coordinado y una fuerza bien medida, comienza a tirar de uno, luego de otro y de nuevo del primero. Y, entonces, un sonido distante llega del techo, desde las alturas, y comienza a coger fuerza: ‘Tan, tan, tan… tolón, tolón, tan, tan, ton…’. Suenan las campanas de Segura.


“Pocos entienden de campanas. No saben distinguir un toque de otro y menos reconocer qué anuncian. Solo los más mayores conocemos su lenguaje”, se lamenta Laureano Tellería. El desarrollo tecnológico, y su incursión en el mundo rural con los smartphones y todo tipo de gadgets capaces de brindar información y alertar con total inmediatez, ha suplantado la utilidad más primitiva de las campanas: informar y anunciar todo tipo de sucesos. El segurarra recuerda que fueron “el primer medio de comunicación” y que, “hasta no hace muchos años”, marcaban la rutina del vecindario de los pueblos y aldeas más pequeñas. Las campanas no solo anunciaban las horas de la misa y de otros ritos religiosos, como el Ángelus, las procesiones o las rogativas, sino que también daban cuenta de la muerte de algún vecino, la llegada de obispos e incluso de extranjeros al pueblo. Asimismo, marcaban las horas de trabajo, la entrada a la escuela y advertían de peligros e incendios, entre otras funciones.

El lenguaje de las campanas

“Tin, tin, tin... tan, tan, ton, tolón”. Gorka Madinabeitia utiliza estos sonidos melódicos para explicar y distinguir los distintos toques y repiques que su familia usa en Arientza, un pequeño barrio de Aretxabaleta ubicado en el valle de Lenitz. Las campanas de la pequeña iglesia —que no llegaron a motorizarse— forman parte del paisaje acústico de la zona y su tañido se escucha hasta en el lago Urkulu.

Cuando suena el bronce en Arientza, el valle, consciente del valor de ese momento, enmudece para que las campanas cubran con su melodía cada rincón del lugar. Hubo un tiempo en el que su sintonía marcaba la vida de Aretxabaleta, de cada barrio y cada anteiglesia —institución municipal tradicional— que motean el verde de Lenitz. “Yo no he conocido el toque a diario, solo tocamos en contadas ocasiones en el pueblo o en concentraciones de campaneros. Mi aita sí que conoció ese mundo. Se tocaba al amanecer, el Ángelus al mediodía, el Ave María por la tarde y otro toque al anochecer”, explica el atxabaltarra. Todo lo que sabe se lo enseñó su padre, Félix Madinabeitia, quien aprendió el oficio familiar golpeando dos piedras contra el poste de la luz, con apenas ocho años. Le enseñó su hermano mayor, al quien disciplinó su padre —el abuelo de Gorka—.

La de Félix ha sido una vida dedicada a las campanas. Creció con ellas. Y con sus 11 hermanos. Este instrumento idiófono estaba presente en la economía familiar y hasta en las horas de juego en pequeñas competiciones entre críos. “Al campanero se le pagaba con trigo”, señala Félix. Concretamente, con un celemín —antigua medida de capacidad o superficie para medir granos de cereal—. El tañer las campanas requería de muy buena memoria, pues se debía conocer todos y cada uno de los toques locales.

En Arientza conservan 14 toques, todos con sus avisos particulares. Entre ellos, el del Ángelus, el Ave María, las rogativas, el de muerto, el de fuego e incluso el llamado ‘Toque de la lechuga’, que suena en mayo. “Antiguamente se diferenciaban muchos toques a muerto y con solo escuchar podías saber si había fallecido un hombre, una mujer, un niño, un cura, un obispo o el Papa”, explica Felix. “Había pueblos en los que se podía saber hasta la calle en la que vivía el fallecido o si era soltero, casado o viudo”. También recuerda las sequías de verano de su infancia. Entonces se tocaban las rogativas. “A San Marcos y San Mateo se les pedía para que lloviese y tenían sus repiques propios”. Cada campanario hablaba su lenguaje y todos los vecinos lo entendían. Si esta lengua musical sigue viva a día de hoy, si la figura humana del campanero perdura aún en el tiempo, generación tras generación, se debe, en parte, a que las campanas de este barrio de Aretxabaleta no llegaron a motorizarse.

“Cada campanario hablaba su lenguaje y todos los vecinos lo entendían”, recuerda Félix Madinabeitia.

Los de Félix son recuerdos de un tiempo pasado en el que la religión estaba muy presente en la vida de las personas. “Si estabas trabajando y llegaba la hora del Ángelus, tenías que parar, subir al campanario y tocar. Entonces la gente dejaba de hacer lo que estuviera haciendo para rezar, hasta se paraba de trabajar. Toda actividad se paralizaba. Incluso en los partidos de pelota, cuando sonaban las campanas, el juego hacía una pausa para rezar”, cuenta. Pero esa vida terminó, de esas costumbres solo quedan anécdotas.

Con la llegada de la modernidad a los hogares hubo tañidos que dejaron de tener su razón de ser. “Se ha perdido la costumbre. Se han mantenido los toques a muerto o los de fiestas, que son los que tienen repique, y eso un martillo no lo puede hacer”, señala Gorka. Hubo un intervalo de tiempo en el que las campanas de Arientza callaron a medida que la tecnología ganaba terreno en Gipuzkoa. Entonces, uno de los hermanos de Félix, que recordaba todos los repiques de su iglesia, decidió documentarlos para preservar su valor, su técnica, y evitar que cayeran en el olvido. Y el dulce tañido de su melodía volvió a bañar los campos de Lenitz con el relevo familiar de Gorka a las campanas.

Para dejar constancia de la importancia del repique de la campana en la vida rural, Laureano Tellería saca del cajón un sucedido local, de Segura. “Si alguien tenía que vender un terreno lejos del pueblo, el sacristán hacía sonar 20 campanadas, ni fuertes ni flojas. Si se oía el tañido, se cotizaba un 20% más el terreno. Como testigos de la escucha, el vendedor llevaba a un joven con buen oído y el comprador a alguien con mal oído. Además, se acordaba entre ambas partes la presencia de un tercer oyente. Y también se hacía fuego para ver si el humo subía derecho hacia el cielo, lo que significaba que no había viento y que el sonido no jugaría a favor de uno u otro. Había dinero de por medio y la campana estaba muy presente en la transacción”.

Para la posteridad

El declive del oficio de campanero llegó no solo a raíz de la automatización del instrumento, sino también de la pérdida de poder de la Iglesia. “Antes, en Segura, íbamos todos a misa y en el pueblo había dos republicanos que no. Les señalábamos como los raros. Ahora es al revés, los cuatro gatos que se sientan los domingos en la parroquia son los raros”, explica Tellería. Con el fin del franquismo y la apertura a Europa y al mundo, la sociedad comenzó un proceso de cambio que derivó en la pérdida de poder de la institución católica. Así, las campanas dejaron de marcar con su tañer las horas de rezo o el reclamo que advertía el momento de acudir a la misa.

En este tiempo, muchos campaneros llevaron a cabo durante años labores de documentación para recoger y preservar las claves del repique. Con este trabajo, dejaron por escrito las distintas técnicas utilizadas en sus pueblos. Una guía para la posteridad con la que preservar las peculiaridades y los secretos de un oficio que comenzaba entonces lentamente a enmudecer su voz y su melodía.

En el año 2003, motivados por el impulso de contagiar a los más jóvenes su amor por las campanas, Gorka Madinabeitia y su vecino Julen Abasolo emprenden la aventura de fundar Areantzako kanpai jole eskola, una escuela para enseñar a las nuevas generaciones cómo se toca sobre el bronce. Su objetivo, que no se pierda esta tradición ni tampoco los sonidos propios del valle. “Se apuntaron varias personas y les enseñábamos con unas campanas portátiles. Incluso tocamos en dos ocasiones en Donostia”, recuerda Madinabeitia.

Campanas 2
Vista desde lo alto del campanario de Segura Pablo Sáenz San Juan

Dos años antes, en 2001, ya se había hecho un trabajo de recopilación de todos los toques del barrio. No obstante, se estaba perdiendo la transmisión generacional y ya solamente se escuchaban las campanas con ocasión de algún funeral o en el día de la patrona. Por eso se animaron a crear la Escuela de Campaneros. Una propuesta arriesgada, quizás de otro tiempo, que solo dio sus frutos durante dos promociones, con unos 12 alumnos. Después tuvo que cerrar por la falta de pupilos interesados en el arte de hacer sonar las campanas.

En Segura, como en Arientza, también prevalecen 14 tañidos diferentes. Laureano Tellería recuerda cuando se acercaba al convento del pueblo para recopilar información sobre los idiófonos de su iglesia. “Había una monja de clausura con 90 años y buena cabeza. Su padre fue el sacristán del pueblo y ella conocía el oficio”, comenta el campanero. Laureano lo recopiló todo, desde los tipos de campanas, con su peso, inscripciones y año de fundición, hasta el modus operandi para su tañido, con los intervalos de segundos y la fuerza con la que hay que tocar. En su opinión, “la tradición perdurará, se mantendrá el toque en fiestas y concursos”. Y, con esa esperanza, hasta se permite bromear sobre el asunto: “Siempre va a haber campanas en los campanarios. Cualquiera retira las de Segura, con sus 2.000 kilos”.

“La tradición perdurará. Se mantendrá el toque en fiestas y concursos”, comenta Tellería

Por su parte, Mikel Dorronsoro también trabajó por preservar los toques propios de Beasain. Siente un cariño especial por las campanas de su hogar. “Mis antepasados fueron guardianes de la basílica de San Martín de Loinaz, aquí, en el pueblo. Las campanas se dejaron de tocar manualmente y se agrietaron”, lamenta. Un fraile franciscano le propuso ocuparse de su mantenimiento, y fueron reparadas y mecanizadas. Dorronsoro terminó por ocuparse también de los instrumentos de la parroquia Nuestra Señora de la Asunción, que ya solo se repican manualmente durante los Loinaces, las fiestas patronales del pueblo.

A raíz del mantenimiento de las campanas, el beasaindarra comenzó a interesarse también por su repique y terminó por aprender su tañido gracias a la instrucción de Carmelo Olano, el anterior campanero de Beasain. Tras fallecer Olano, Mikel tomó su relevo y año tras año fue perfeccionando su técnica al bronce en las fiestas patronales. Eso sí, solo toca un día al año. “Son dos ritmos, uno con cada mano en cada campana. Con una haces movimientos horizontales y con la otra verticales. Hace falta mucha concentración y coordinación, es muy complicado”, explica.

Todas las dificultades y detalles de la técnica musical, Mikel Dorronsoro los dejó por escrito en unos documentos que están disponibles en la biblioteca municipal de Beasain. Preguntó “a unos y otros”, a vecinos y a antiguos sacristanes, pero quien realmente le ayudó fue Isabel Olano, hermana de Carmelo. “Era muy detallista en sus explicaciones y fue la que más me aportó para recopilar toda la información posible”, señala. No obstante, el campanero lamenta que “muchos toques que solo se tocaban aquí se han perdido, pero por fortuna los que aún tenemos, a día de hoy, están grabados y se pueden ver en YouTube o en otros documentos”.

Sin relevo

Mikel Dorronsoro lamenta no haber encontrado un sucesor en todo este tiempo. Siempre mantuvo la esperanza de que alguien mostrase interés por el oficio de campanero. “Hace un par de años llegó una mujer y me dijo que su niño quería ver cómo se repican las campanas. El problema es que el repique solo se hace una vez al año, durante las fiestas, así que le dije que viniera el año siguiente por esas fechas”, relata. Un año después, se sorprendió al ver de nuevo a ese niño, de once años, y que se animaba a subir al campanario a verle tocar. Entonces pensó, ilusionado, “aquí viene la siguiente generación”. Pero lo cierto es que ese muchacho no regresó más. Y hoy, Dorronsoro vaticina, con mucho pesar, que “la tradición campanera manual se perderá, se dejará de tocar. Y en Beasain seré el último”.

"En Beasain seré el último campanero manual, se dejará de tocar”, lamenta Dorronsoro

Como la mayoría de los oficios tradicionales, el de los campaneros pasaba de generación en generación, se producía un relevo de padres a hijos, si bien el sacristán —encargado de cuidar de los objetos de valor y mantenimiento de las iglesias— solía tener también entre sus funciones el toque de las campanas de no haber en el pueblo quien lo hiciera. En Segura hace 60 años que no hay sacristán, así que Laureano tuvo que asumir también ese papel. A sus 86 años, y tras casi medio siglo haciendo sonar el bronce en la parroquia de Santa María de la Asunción, el segurarra también teme convertirse en el último vecino que haga sonar las campanas de su pueblo. “No hay afición, pero a quien le nazca solo tiene que acudir al registro que hice. No hay que hacer mucha escuela para aprender, está todo bien detallado”, asegura.

No obstante, la automatización no ayuda a fomentar el interés de las nuevas generaciones. Ahora, el relevo lo toma un pequeño martillo motorizado que, en muchos casos, está conectado a una centralita telefónica a la que se puede llamar para pedir algún toque en particular, aunque el repique no lo puede llevar a cabo esta máquina.

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La voz humana de las campanas aún resuena en Segura gracias a Laureano Tellería, su único campanero. Pablo Sáenz San Juan

El de los campaneros será otro de los muchos oficios tradicionales que pasará a la historia ante el avance de la tecnología, capaz de sustituir a cualquier persona. Ocurrió con los faroleros, que se encargaban de iluminar las calles de las ciudades hasta que llegaron las bombillas y la electricidad por cable; con las cigarreras, que paseaban por clubs y dispensaban tabaco hasta que llegaron las máquinas expendedoras; con las telefonistas, las famosas chicas del cable, que facilitaban de forma manual las llamadas con sus clavijas hasta que llegó la telefonía automática; con los ascensoristas, los serenos, los fareros, lecheros... La tecnología, su inmediatez, los quitó del mapa profesional. Y ahora en Gipuzkoa está a punto de hacer lo mismo con sus campaneros.

La familia Madinabeitia vive una situación similar a la de sus colegas y vecinos guipuzcoanos. Gorka reconoce el declive del oficio al recordar que antaño “había un campanero por cada iglesia”. Mientras que, “hoy en día, aunque siguen existiendo, son muy mayores y muy pocos los que continúan tocando las campanas de su pueblo manualmente”. Así, todo apunta a que esta será la última generación que hará vibrar de manera manual el bronce de los campanarios, que con su técnica, pasión y sentimiento bañará los paisajes de cada pueblo guipuzcoano.

La últimas campanadas están por sonar. El de ahora es un mundo distinto en el que ya no son imprescindibles para conocer qué ocurre más allá de valles o comarcas. Quedarán los registros y la documentación para dar esquinazo al olvido del oficio. No obstante, muy pronto todo será un recuerdo escrito, una anécdota contada de boca en boca o una grabación audiovisual. Y lo que hoy es un tañido con repique humano, que enmudece con el paso de los años, mañana será silencio.

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