némesis médico

Coronavirus
Némesis médica en la era del coronavirus

La relectura de Némesis médica, el premonitorio tratado del ensayista vienés Ivan Illich sobre el sistema sanitario industrializado, resulta todavía hoy imprescindible para entender ciertos aspectos de la actual crisis sanitaria. Cuando el propio sistema de salud es el causante de sus peores efectos se contribuye a construir un falso Estado Potemkin.

Catedrático de Filosofía Moral. Universidad Complutense de Madrid
27 abr 2020 11:30
Hay montones de esperanza, pero no para nosotros.

Franz Kafka

En 1975, el pensador anarquista-cristiano Ivan Illich publicó Némesis Médica, un tratado contra la iatrogénesis, la enfermedad provocada por la medicalización de la salud. Parece increíble que, tras 45 años y toda la tecnología de las últimas décadas, este libro todavía tenga una actualidad innegable, hasta el punto de que su lectura resulta imprescindible para entender nuestro crítico presente.

Illich intentó mostrar cómo la expertocracia que domina el mundo de la salud adquiere dimensiones monstruosas y acaba con la autonomía de los legos a la hora de sanarse, volviéndolos vulnerables y dependientes de un sistema que escapa a su control. Y esto tiene profundas consecuencias. Cierto es que desde entonces han pasado muchas cosas. Una de ellas, quizás la más importante, es ver cómo ese “servicio” que pertenecía al Estado ha terminado en gran medida en manos privadas, lo que ha supuesto una insidiosa vuelta de tuerca hacia peor.

Es la era de los Burgueño y otros gestores autonómicos de la crisis, que pasan del sector privado al público, quienes están contribuyendo activamente a situaciones desastrosas como la actual pandemia del Covid-19. En los setenta todavía se pensaba que era posible cambiar las cosas, que había alternativas sociales y comunitarias, pero en este siglo, y tras décadas de posmodernismo político, no existe tal ímpetu, tan solo las 'opiniones' de los expertos de alquiler y gestores privatizadores. Las cosas siempre pueden ir a peor.

Se olvida a menudo que curar es cuidar, es decir, cuidarnos a y entre nosotros.

La pregunta de Illich podría resumirse así: ¿tenemos, como individuos —individuos en comunidad, más allá del sistema—, capacidades de sanarnos, de curarnos? Se olvida a menudo que curar es cuidar, es decir, cuidarnos a y entre nosotros. En la era de la medicina industrializada y computerizada esto podría parecer arrogante frente a laboratorios secuenciando el genoma de los virus, inteligencias artificiales para elegir medicamentos adecuados y sofisticados análisis estadísticos para predecir la distribución y el crecimiento de la pandemia. Pero, sorprendentemente, las medidas aparentemente más eficaces para esta crisis sanitaria provienen de la experiencia medieval; para no extender la plaga hay que encerrarse en casa (y ya Boccacio, que demostró ser un probo ciudadano, hizo que los protagonistas de su Decamerón murieran de peste escapando a su segunda residencia).

Más tarde, a principios del siglo XIX, se sostenía: practíquese la higiene, póngase una mascarilla a modo de profiláctico o lávense las manos a conciencia, con frecuencia, y mantendremos a raya la influenza. Estas medidas elementales, junto a la potabilización del agua y el control veterinario de los alimentos, conllevaron un aumento exponencial de la esperanza de vida. Pero nos resistimos a pensar que tales simplezas —pura salud básica que reclama Illich— puedan tener validez en la era de la ingeniería genética y de la supercomputación.

Nos sentimos defraudados y exigimos la vacuna, con maneras infantiloides, como ese Trump desnortado que receta por su cuenta soluciones de catálogo de venta por correspondencia. Qué venga la vacuna salvadora, en seis o doce meses, a plazos o al contado, pero qué venga y solucione todo este desastre, cuando sabemos perfectamente que vacuna —de efectos limitados y variables— ni siquiera es equivalente a cura.

Esto es, exigimos la respuesta tecnológica como los lánguidos eloi de La máquina del tiempo, de H. G. Wells, acostumbrados a que la cornucopia de las soluciones tecnológicas se encuentre siempre dispuesta para el consumidor. Pero quizá no nos preguntamos qué precio tendremos que pagar —esas “externalidades negativas” advertidas por Illich— cuando todo esto acabe o se 'normalice'. A buen seguro, un altísimo precio en recorte de libertades, control estatal, pobreza estructural y supremacía de las supercompañías de internet.

Para Illich, decidir que la salud es una cuestión solamente de la estructura médico-burocrática implica dejar de pensar en esas otras cuestiones que influyen directamente en ella: el estilo de vida, el trabajo y el entorno en el que se vive.

Para Illich, como señalaba con precisión, decidir que la salud es una cuestión solamente de la estructura médico-burocrática implica dejar de pensar en esas otras cuestiones que influyen directamente en ella: el estilo de vida, el trabajo y el entorno en el que se vive, lo que en otros términos diríamos el contexto y la clase social. Aquí es donde se encuentra gran parte del problema: en las decisiones políticas y económicas y, en última instancia, éticas, que se han tomado desde entonces.

La gran pandemia se ha avisado centenares de veces, y no es una cuestión alumbrada por expertos recónditos sino de sentido común entre los que se dedican a la cosa de la salud. Si vienen 80 millones de visitantes al año, ¿no es altamente probable un contagio? Si la contaminación incrementa entre un 15 y un 20 por ciento la letalidad de las infecciones pulmonares, ¿por qué sorprenderse de esas tasas de mortalidad? Si la gente se arracima por millones en pisos de escasos 40 metros cuadrados, en ciudades que absorben lo que queda de lo rural, ¿es posible no extender la plaga? Si la precarización hace que la alimentación sea mucho menos saludable, ¿eso no convierte en más vulnerables a los individuos? Si a los mayores se los confina en guetos privatizados bajo una atención cada vez más superficial, ¿cómo no van a morir a miles? Si nos invade el deseo de comprar y comprar, cuanto más barato mejor, ¿cómo no establecer las famosas cadenas de suministro de los países con mano de obra más pobre y que exportan junto a las mercancías los distintos virus, virus que se transmiten básicamente por la subalimentación?

Más allá de sus documentadas críticas contra la industria farmacéutica —que compara con la mafia—, el culto al hospital y a las batas blancas o el escamoteo del dolor y la medicalización de la muerte, que pueden tener cierto sesgo religioso, Illich fue especialmente certero y premonitorio respecto al impacto brutal de la propia iatrogénesis, a la que califica de “enfermedad” y “epidemia”. Por ejemplo, paradójicamente, entre el propio personal sanitario que, como hemos comprobado, se ha convertido en involuntaria víctima y agente infeccioso del virus. Y, como parte subsidiaria del sistema sanitario, de su devastador efecto en las residencias de ancianos.

Todo esto resulta especialmente grave en el contexto de la crisis, respecto a la cual señala: “La ritualización de la crisis, rasgo general de una sociedad morbosa, consigue tres cosas para el funcionario médico. Le provee una licencia que por lo común solo los militares pueden reclamar. Bajo la tensión de la crisis, el profesional que se supone al mando puede fácilmente considerarse inmune a las reglas comunes de justicia y decencia. Aquel que se asigna el control sobre casos de muerte cesa de ser un hombre ordinario. Como ocurre con el director de un triaje, su acción asesina está encubierta por un reglamento. Más importante resulta que todo su desempeño tenga lugar en un aura de crisis”. No podemos leer este párrafo, al hilo de la actualidad, sin estremecernos y sin que nuestra conciencia se perturbe y nuestras convencionales creencias sobre el verdadero carácter de nuestro Estado asistencial queden en entredicho. Pero cuando la policía y el ejército toman las calles y desinfectan asilos embutidos en trajes NBQ, de hecho, nos estamos sometiendo a una asistencia totalitaria y tecnocrática de efectos insospechados y a menudo letales.

Pero en esta campaña bélica por la salud no se lucha contra un enemigo en forma de lípidos y cadena de ARN sino contra un modo de vida que confía en una tecnología y una economía de alto consumo, la cual genera gigantescos problemas. Y, al mismo tiempo, curiosamente, se propone como la única solución a la que acudir.

Mientras, como interfaz para gestionar el modelo de salud y economía que la ampara, se nos ofrecen únicamente managers, políticos, opinadores y pseudo-expertos que no nos quieren hablar de los problemas reales sino construir un relato (¡Y cuánto añoramos los tiempos en que quienes lo escribían eran Poe, Borges o Cortázar!). Pero como en todo relato no ha de importar la ficción de los datos o los hechos, pues eso es inherente a la lógica relatista.

Lo primero, desde la política actual, hay que tranquilizar al “rebaño ciego”, como diría John Brunner (y “rebaño”, con inmunidad o sin ella, es la triste metáfora de la sociedad para los tiempos actuales). Esto es imprescindible hoy en día para poder estar sentado delante de la pantalla rumiando tranquilamente informativos o entretenimiento en medio de la desolación. No del virus, sino de la forma contemporánea de vivir.

Y así actuamos, como el rebaño que se queda deslumbrado por los focos del camión que se acerca a toda la velocidad; desde las compras masivas y absurdas a la negación de los hechos se abre una amplia panoplia de disparate.

Y así actuamos, como el rebaño que se queda deslumbrado por los focos del camión que se acerca a toda la velocidad; desde las compras masivas y absurdas a la negación de los hechos se abre una amplia panoplia de disparate. La verdadera red social de cuidados de nuestra sociedad mediterránea —no la tan cacareada red social digital— se ha debilitado tanto que en muchos casos ha desaparecido (a no ser que compartir series piratas se califique como tal). Y es que lo social -más allá de aplausos y efímeros gestos solidarios- se ha vaciado de tal manera que parece más provechoso rezar para el advenimiento de la vacuna desde los cielos de la tecnología que poner en marcha cualquier iniciativa comunitaria mínimamente útil y resistente.

Las críticas ante esta o aquella actuación, esta o aquella declaración, o este o aquel plan, bien analizadas, revelan el Estado Potemkin medicalizado en el que vivimos que, como en Bienvenido Mr. Marshall, tras las fachadas de cartón piedra, esconde el fraude y la miseria. El sistema público de salud está en coma porque, a pesar de la labor abnegada de su personal, se ha deteriorado con el paso de los años y los recortes. Y el tejido laboral, igualmente, pues a nadie debiera sorprender que, con la precariedad y la temporalidad actuales, no resista un envite de este tipo, por muchas estadísticas que especulen lo contrario, por mucho que crezca el PIB y otras ficciones estadísticas.

Lo único que de momento ha demostrado solidez ha sido Hacienda, quizás el ministerio más eficaz de todos los que componen actualmente el Estado; apostaríamos a que, como ha demostrado esta crisis, incluso en medio de una guerra nuclear, nos seguirían llegando desde el búnker del ministerio las obligaciones tributarias por correo físico, electrónico, mensajero o Whatsapp. Da igual, mientras todos los demás órganos estatales se van derrumbando paulatinamente.

Pues eso define tanto a un Estado Potemkin, más preocupado de las estadísticas que del sufrimiento real, como a los líderes que lo dirigen, figurantes de cartón piedra, incluidos los de la oposición, quienes anhelan tomar el relevo y serían igual de ineficaces. Pero ese no es nuestro problema más preocupante. Cabe preguntarse si no estaremos viviendo también en una sociedad Potemkin, réplica especular del Estado, basada en lo virtual, en la huida y el atontamiento antes que en la capacidad de reaccionar, de recuperar lo común, de mirar de otra manera la vida, el mundo, el otro. Y, si cada uno de nosotros acaba convertido en parte de ese decorado, entonces sí que ya no habrá solución.

Al final de su vida, Illich se negó a ofrecer alternativas como las que había señalado en el pasado -la desmedicalización de la salud, la autoasistencia y la ayuda mutua-, quizás vio que lo que estaba en peligro era la sociedad en su conjunto y que, para eso, no había programa salvador. Tras un sostenido esfuerzo teórico-crítico para desvelar el fraude de los modernos sistemas de educación, de la energía, del trabajo o de salud, solo confiaba en la amistad. Y, cuando le diagnosticaron un cáncer de garganta, decidió ahorrarse la hospitalización y aún vivió activamente veinte años más, practicando la meditación y fumando analgésicas pipas de opio. Genio y figura, y todo un ejemplo radical en estos nuevos tiempos de pestilencia.

Por último, una sincera recomendación: consigan un ejemplar de Némesis médica o descárguenla de internet. Comprobarán que su lectura crítica, actualizada y ampliada resulta imprescindible para sobrevivir tanto al coronavirus como al sistema de salud.

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Precisamente recientemente se ha publicado la reedición de este libro, con otros textos sobre salud de Iván Illich y un epilogo sobre el coronavirus. https://www.todoporhacer.org/nemesis-medica/

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Teresa G
6/9/2021 20:25

Precisamente se acaba de publicar la reedición de este libro, con otros textos sobre salud de Iván Illich y también de su discípulo sobre el coronavirus. https://lamalatesta.net/salud/61458-nemesis-medica.html

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28/10/2020 23:55

https://kaosenlared.net/nemesis-medica-el-coronavirus-la-pandemia-y-la-espiral-iatrogenica/

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