Cine
Amenábar, las películas ‘progresistas’ y el sentido común audiovisual
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En el momento del estreno del filme El maestro que prometió el mar, quien firma estas líneas escribió una crítica para el diario Ara. La obra trata del docente Antoni Benaiges, un joven que llegó a una escuela rural durante la Segunda República española para aplicar unos estimulantes métodos pedagógicos. La historia real se imponía, para bien y para mal, a la elaboración artística (profesional y competente, por otro lado). Quizá lo más interesante de la propuesta era el inconcreto arco dramático de la protagonista de una trama paralela, porque permitía un ejercicio de interpretación abierta en un relato donde todo parece estar escrito con letras mayúsculas y subrayados fluorescentes.
El caso es que ese texto estimuló un saludable fenómeno de crítica de la crítica. Algunos lectores hablaron de crítica “malintencionada” y “destructiva”. En el mundo offline, una amiga me dijo que le hacía el juego a la ultraderecha cuestionando solo por detalles formales una obra de contenido histórico relevante. Más allá de algunos matices (en el proceso de autoedición de la reseña para reducirla al espacio disponible, el resultado terminó siendo más rotundo de lo deseado), yo hablaba de algo más fundamental. La película tenía algo de paradoja sangrante: para visibilizar la figura de un maestro que trabajó con el objetivo de estimular la autonomía y expandir la curiosidad de sus alumnos, y que fue ejecutado por ello, se recurría a un dirigismo sentimental asfixiante que minimiza la soberanía de la audiencia. En este aspecto, el resultado parecía incongruente, además de vulgarizado.
Con todo, esa recepción adversa me hizo plantearme si podía haber un cierto paternalismo en esos críticos que protestamos cuando creemos que se infantiliza al espectador. Sería un posible paternalismo que se enfrenta a otro: el que desprende esa especie de sentido común del audiovisual comercial que dice que las historias deben contarse de ciertas maneras para poder interesar. Es algo que atañe a ese audiovisual corporativo que parece diagnosticar TDAH a todo el mundo, y que apuesta por un dinamismo permanente (cámaras en movimiento casi perpetuo, cortes de montaje constantes) para captar y sostener la supuestamente precaria capacidad de atención del público. Pero también conecta con la manera de resolver El maestro que prometió el mar o El cautivo, dos películas con elementos de denuncia que compiten en el mercado comercial de las imágenes.
Para reflexionar sobre ello, podemos acudir al maestro del cine político Peter Watkins. El autor de Punishment Park acuñó el concepto de la monoforma, una serie de estrategias “que son impuestas por quienes controlan los medios audiovisuales masivos para así mantener su poder económico y político y su dominio tanto del público como de los profesionales”. El realizador señalaba una serie de técnicas parecidas a las comentadas en el párrafo anterior: esa velocidad y ese tiempo abreviado y fragmentario asegurarían “que el público no cuente con un espacio para reflexionar o considerar alternativas”. Todo ello garantizaría “que la relación entre los medios audiovisuales y el público conserve su carácter jerárquico, actuando de modo unidireccional”. Se puede leer una versión extendida de este análisis en el libro La crisis de los medios.
Las consideraciones de Watkins no lo resuelven todo. Para empezar, eso que denomina monoforma es una imposición verticalista, sí, pero esa configuración en permanente redefinición de una serie de convenciones también se basa en los ensayos y errores de la industria y de sus profesionales-creadores. Y las reacciones de los públicos juegan un cierto papel en todo ello. Con todas las (¿muchas?) salvedades que se quieran hacer, porque las explicaciones facilonas alrededor de la ley de la oferta y la demanda nunca lo cuentan todo.
¿Y qué pasa con El cautivo?
Con todas estas dudas en la mochila crítica, llega el estreno de El cautivo. En ella, Amenábar explica los años oscuros en los que el futuro autor de El Quijote estuvo encarcelado en Argel. El autor de Tesis nos dibuja un Cervantes que alterna los gestos aventureros (se intentó fugar varias veces, exponiéndose a la ejecución) con las obediencias necesarias para salvar la vida. Su capacidad para explicar historias llama la atención a su captor, que le reclama como hacía el sultán que exigía cuentos en Las mil y una noches. Y Cervantes, como Sherezade, consigue mantener la vida y termina despertando el interés amoroso de este señor de señores de Argel. Un interés que parece recíproco, aunque las circunstancias enrarezcan mucho la situación.
Amenábar aporta algunas correcciones y algunas expansiones al relato oficial, o inercial, del pasado histórico. Lanza algún mensaje que fisura la inercia antimusulmana derivada de las guerras entre poderes políticos identificables con la fe cristiana y la fe musulmana
Amenábar aporta algunas correcciones y algunas expansiones al relato oficial, o inercial, del pasado histórico. Lanza algún mensaje que fisura la inercia antimusulmana derivada de las guerras entre poderes políticos identificables con la fe cristiana y la fe musulmana. Los captores de Cervantes maltrataban y ejecutaban a sus presos cruelmente, pero también lo hacían los españoles, nos recuerda el cineasta, que visibiliza una Argel con espacios de apertura en el ámbito de las diversidades sexuales mientras España exporta la Santa Inquisición. En ambos lugares, digamos, había espacios de libertad y de opresión. Así que se cuestiona una visión occidental supremacista sin profundizar demasiado. Y se proyecta ese gusto por la moderación que ya teñía Mientras dure la guerra, la mirada amenabariana al golpe de estado fascista en España.
Las formas empleadas en el filme fácilmente despiertan las alarmas de esa crítica especializada que desconfía (a veces excesivamente, quizá con un cierto sesgo androcéntrico como parte de la ecuación) de la emotividad. Y no desconfía sin motivo. Los mismos profesionales del audiovisual lo saben. Los guionistas de Los Simpson cuestionaban los efectos del reporterismo de historias de contenido humano a través de un personaje, el periodista Kent Brockman: “Ablandan el corazón y nublan la mente”, decía este. Brockman encarna un cinismo que no tiene por qué extrapolarse a otros narradores, que pueden asumir esas convenciones por muchos motivos en proporciones variables. Buscar la forma aceptable puede nacer de la necesidad de conseguir el trabajo, el dinero. O de un deseo sincero de conectar, de generar comunión.
En una entrevista concedida a Gregorio Belinchón para El País con ocasión del estreno de El cautivo, Amenábar declaraba que intenta “tocar los temas que a mí me preocupan hasta las últimas consecuencias”, pero que tiene presente que “el público tiene que ir a una sala y pagar una entrada por mi película”. “Quiero dar algo a cambio de ese esfuerzo —dice—, y ese algo a cambio es el envoltorio, una película que conecte y emocione”.
Lo que Amenábar da a cambio parece pasar por asumir ciertas maneras del audiovisual corporativo. Por alinearse con ese sentido común audiovisual, discutible como todos los sentidos comunes (y emparentable con ese realismo capitalista del que hablaba el crítico cultural Mark Fisher), que tiende a alinearse con esas ideas que están en el ambiente y que son compatibles con los idearios de los poderes. Llámeseles ideología burguesa, neoliberalismo o como podamos calificar a sus actuales vueltas de tuerca proclives a autoritarismos más explícitos. Porque la monoforma no está solo en el blockbuster con pretensiones milmillonarias, sino también en muchísimo cine difundido en los multisalas de autor, en producciones independientes o en las televisiones públicas. El mismo Watkins tuvo problemas con la culturalísima televisión Arte a raíz de la posproducción de La Comuna (Paris 1871).
La política de Amenábar encaja con eso que la filósofa política Nancy Fraser ha bautizado con una expresión oximorónica: neoliberalismo progresista
Quizá parte del problema viene de que obras como El cautivo son cine político realizado de manera política, pero no de la manera que imaginaba Jean-Luc Godard cuando abanderaba otra manera de hacer. La política de Amenábar encaja con eso que la filósofa política Nancy Fraser ha bautizado con una expresión oximorónica: neoliberalismo progresista. Políticas de reconocimiento simbólico y visibilización de diversidades y de colectivos minorizados que no van de la mano de políticas de redistribución efectiva de poderes, de rentas, de soberanías.
Este ciclo político y cultural posibilita que este Cervantes queer no nazca exactamente a contrapelo, aunque pueda indignar a algunas audiencias ultranacionalistas u homófobas. Aunque pueda ser legítimamente cuestionado por tomarse libertades respecto a la verdad histórica, aunque a veces estos cuestionamientos incorporen agendas más o menos ocultas. Quizá terminaremos añorando la cultura del neoliberalismo progresista, con todas las insuficiencias que puedan vérsele, porque todo siempre puede ir a peor (o a mejor). Aunque ese clima cultural haya tendido a expresarse en un audiovisual limitidadísimamente politizado, en ocasiones contradictoria y desnortadamente instrumentalizador de luchas. Un cine que ha acostumbrado a abstraerse en parcelas bastante específicas de conflicto social e ignorar panorámicas más amplias. Cosa que acaba transmitiendo una cierta imagen de que el sistema funciona, salvo la causa del día en la que nos fijamos. Y ese es un déficit estructural que transciende a los filmes concretos y sus autores.
En El cautivo, al menos, Amenábar aúna la visibilización de diversidades sexuales con ese cuestionamiento sobre la habitual mirada de superioridad occidental respecto al mundo árabe. Aunque ese segundo empeño sea secundario. Haciendo una referencia al escritor Miguel de Unamuno, a quien el realizador dedicó la mencionada Mientras dure la guerra, en El cautivo puede verse amor y también pedagogía. Aunque este intento pedagógico, como en el caso de El maestro que prometió el mar, se lleva a cabo con técnicas similares a las que emplea el audiovisual corporativo, ese audiovisual globalizado y globalizador que arrasa algunas diversidades mientras reivindica otras. Con ese deseo insaciable de dinamismo (algunos paseos por el Argel medieval tienen algo de videoclip, o de anuncio turístico) y con un subrayado constante de emotividades.
Quizá es un momento de comunidad en un presente atomizado
De alguna manera, Amenábar se defiende a sí mismo mediante ese Cervantes que cuenta cosas ante el público y busca formas de agradarle, a veces porque quiere complacerlo (cuando entretiene a los otros reos), a veces porque necesita hacerlo (con ese oligarca de cuyo humor depende). A través de ello, el director loa el poder de la imaginación, la magia de contar historias y de conseguir generar un espacio común de disfrute para quienes sufren. ¿Su cine concebido para conectar públicos amplios no es también un generador de momentos de comunidad en tiempos de atomización (o, como diría el apocalíptico filósofo Éric Sadin, de fin de un mundo común)? Con todas las críticas, muchas, que podamos hacerle.
El mismo cineasta incluye un cierto cuestionamiento de su propio estilo. Uno de los personajes reprocha al protagonista que siempre endulce sus relatos. Parece un guiño metarreferencial: el realizador sabe que se le critica, pero decide continuar como siempre. Incluidas esas músicas almibaradas de composición propia que terminan de definir una sensibilidad. En el caso del director de Abre los ojos, se intuye a un autor detrás. Alguien que toma sus decisiones, junto con su equipo de colaboradores, aunque esas decisiones a veces puedan asemejarse a las que tomaría uno de esos gabinetes de ejecutivos que acribillan a notas a los realizadores cuyos proyectos producen.
Con todo, hay una potencial capa añadida de significado en El cautivo. En esa historia de amor turbia en la que una persona poderosa se enamora de alguien a quien tiene literalmente aprisionado. Y en la que la otra persona responde desde su condicionadísima soberanía individual, desde su maraña de miedos múltiples (al poder del amante captor, a aceptar deseos homosexuales propios en un contexto violentamente homófobo, etcétera) que resulta adecuadamente difícil de desgajar e interpretar.
Quizá en la nueva obra de Amenábar hay un guiño a la relación compleja de amor y odio entre el autor y un público que le condiciona y le oprime implícitamente
Quizá en la nueva obra de Amenábar hay un guiño a la relación compleja de amor y odio entre el autor y un público que le condiciona y le oprime implícitamente. Un público que puede ser esa abstracción que denominamos bajo expresiones como el gran público, o también esa industria que financia sus proyectos, con la cual puede establecerse una relación de amor tóxico donde es difícil distinguir la apariencia de libre albedrío de lo que sería el libre albedrío real (si es que eso existe) en la manera de expresarse artísticamente. ¿Esconderá esta película, aparentemente acomodada en las convenciones del cine comercialísimo, un dardo inesperado?
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