Cine
Más allá de ‘La comuna’: Peter Watkins, maestro del audiovisual político cuya obra no verás en un cine multisalas

El realizador británico Peter Watkins representa prácticamente una tradición en sí mismo, mediante una impresionante filmografía compuesta por trepidantes y energéticos falsos documentales sobre la bomba atómica o sobre la represión de las luchas por los derechos civiles y por peculiares miradas a varios artistas y su tiempo histórico.

Peter Watkins
El director Peter Watkins durante un rodaje
29 may 2020 06:00

Mediante The war game, Peter Watkins retrató en 1966 la devastación que supone el lanzamiento de una bomba atómica, ofreciendo verdades muy incómodas en plena guerra fría y su enloquecida doctrina de la destrucción mutua asegurada. Se anticipó en dos décadas a los primeros filmes comerciales que, desde Occidente, retrataron de manera realista el horror atómico.

Cinco años después, se inspiró en la represión a veces letal de las luchas por los derechos civiles para realizar Punishment Park, una intensísima ucronía y distopía filmada en los Estados Unidos por un equipo reducido y sin grandes oropeles. Ya en el nuevo siglo llevó a las pantallas el auge y caída del Paris insurreccional de 1871 con una pieza monumental: en La Comuna (París, 1871), dos centenares de actores no profesionales escenificaban los hechos históricos y también se salían de sus personajes para cuestionar la Europa del capital y del pensamiento único en materia económica.

Detrás de sus películas, especialmente de las más recientes, vemos a un ciudadano explícitamente preocupado por los derechos de los trabajadores, comprometido con el pensamiento crítico y que se preocupa por la ética de las imágenes

Estas tres obras servirían, por separado, para que sus autores alcanzasen un lugar de la historia del cine. Sumadas, encumbran a Peter Watkins como un maestro del audiovisual. Detrás de sus películas, especialmente de las más recientes, vemos a un ciudadano explícitamente preocupado por los derechos de los trabajadores, comprometido con el pensamiento crítico y que se preocupa por la ética de las imágenes. Incluidas, evidentemente, las imágenes confeccionadas por él.

En varias ocasiones, el mismo realizador se ha preguntado si los filmes que dirigió durante sus primeros y brillantes años de trayectoria son plenamente coherentes con las preocupaciones que ha desarrollado. Entre esas inquietudes estaría su denuncia y resistencia de lo que ha denominado “la monoforma”: un tejido de convenciones (duraciones estandarizadas, tendencias al montaje fracturado y a los planos fugaces, etcétera) del audiovisual global que los profesionales deben acatar para poder acceder a un público amplio. El Watkins que había hecho uso de filmaciones con la apariencia urgentísima del reportaje callejero, que había empleado montajes agresivos, se ha ido convirtiendo en un militante de la imagen que deja respirar... y pensar. Quizá por entender este tiempo como un elemento relevante para la confección de un cine político.

Ya en los años 70, el británico había ido dotando a sus no-actores de más soberanía para expresar con sus propias palabras las situaciones y temas concebidos por él, renunciando en mayor o menor grado a la redacción de diálogos concretos. Llevar unas cuantas onzas de libertad a la audiencia, en forma de tiempo de elaboración y digestión personal de cada plano, podía entenderse como un paso lógico: llevaba la democracia al cine desde dentro y hacia fuera.

Una filmografía que construye una tradición propia

Resulta fácil idealizar al responsable de Culloden por todo tipo de motivos, algunos no del todo relevantes en sí mismos. Las duraciones épicas de algunos de sus proyectos (The journey supera las catorce horas de duración y el montaje original de La Comuna (París, 1871) supera las cinco) pueden despertar admiración. También las difíciles condiciones de rodaje, montaje y difusión de algunas de ellas. Y la misma biografía del autor proyecta un cierto aspecto de insobornabilidad.


Al fin y al cabo, el cineasta se cerró las puertas de la BBC en sus primeros años de carrera, cuando luchó para evitar que la corporación guardase en un cajón su advertencia antinuclear.

A pesar de que The war game le supuso un premio Oscar al mejor documental, Watkins acabó iniciando una especie de peregrinaje mundial a la búsqueda de plataformas donde realizar sus proyectos libremente. Entre ellos, estuvieron las televisiones públicas danesa y sueca o el canal Arte, con el que también tuvo problemas con ocasión de La Comuna (París, 1871). Quizá si su largometraje de ficción Privilege (protagonizado por una celebridad de la época y producido por Universal) hubiese tenido mejores resultados, su autor se hubiese integrado más armónicamente en el mainstream y su filmografía hubiese resultado menos heroica. Aún así, no deja de ser loable que su gestión de ese fracaso comercial fuese profundizar en su ideario en lugar de ensayar concesiones.

Los trabajos de madurez de Watkins pueden considerarse sugerencias y realizaciones de la posibilidad de otro cine político, semillas y a la vez frutos

Decía en estas páginas el realizador Jean-Gabriel Périot (Une jeunesse allemande) que el cine político comercial de Costa-Gavras o Ken Loach tiene el problema de usar el lenguaje de sus supuestos enemigos. Los trabajos de madurez de Watkins pueden considerarse sugerencias y realizaciones de la posibilidad de otro cine político, semillas y a la vez frutos, porque la naturaleza funciona así a menudo, de una tradición que existe pero cuyos cultivadores afrontan grandes dificultades para superar las barreras informales que les separan al público general.

No tenía por qué ser tan difícil, pero lo ha sido

Desde sus primeros pasos en la BBC, que tuvieron lugar a mediados de los años 70 del pasado siglo, el autor de Punishment Park ha contribuido a construir una escuela diferente a la representada por aquellas obras, más o menos arriesgadas pero posibilistas, a la que podemos acceder en las pantallas de las multisalas.

El cine político watkinsiano es diferente de aquel que representan los mencionados Costa-Gavras y Loach, aunque las características de sus primeros largometrajes no le empujasen inexorablemente a la marginalidad. Eran proyectos nacidos en la televión pública británica, que expandían ingeniosamente las convenciones del medio sin llegar al punto de ruptura: eran breves, intensos, rotundos y fácilmente comprensibles.

Culloden o la memorable The war game utilizaban el atractivo recurso del falso documental, abierto a escenificaciones de agitación que remitían al reporterismo en directo, para abordar hechos históricos o hipótesis de futuro. Puede decirse que estas obras primerizas tenían algo de vanguardia de ese lenguaje del enemigo del que hablaba Périot: eran una avanzadilla creativa y crítica de un cine documental trepidante, que mezclaba la ficción y lo periodístico a voluntad, y que resultaba altamente atractivo. Aun así, en ellas estaba el germen de lo ha resultado menos conveniente para la carrera profesional del director inglés. Las dificultades sufridas por él sugieren la gravedad de las cerrazones imperantes en los mercados del audiovisual internacional.

Durante sus primeros minutos, Culloden parecía una crítica frontal a una guerra considerada innecesaria y atribuible a la interesada ruptura de la unidad patriótica por parte de un aspirante al trono. A medida que avanzaba la exposición, se iba más allá de esa representación de una mala guerra y de un líder con intereses espurios, de un enfrentamiento bélico indeseado que podía tener el efecto final positivo del tranquilizador retorno al orden. Después de la victoria, la Gran Bretaña de los Hanóver comentía crímenes de guerra, ajusticiamientos y represalias. Culloden conflictivizaba la historia: no había un bando bueno, no había un orden justo al que retornar, ni una unidad patriótica que debiera defenderse.


Precisamente esa tendencia al pensamiento crítico, a renunciar a cataplasmas de complacencia, a incomodar porque la historia y el presente son incómodos y están recorridos de injusticias, se reveló difícilmente compatible con el audiovisual entendido como industria. El académico James Chapman explicaba la censura de The war game como una consecuencia de la supuesta tozudez del realizador. Posteriormente, varios documentos oficiales han ilustrado unas interlocuciones entre la BBC y el gobierno nacional que evidencian la naturaleza política de la polémica. El director no había usado formas complicadas ni abstrusas: el mismo contenido (expresado de manera diáfana) era algo que esconder en un archivo. Posteriormente, su responsable ha seguido siendo un ejemplo de inusual fidelidad a la forma narrativa del falso documental, pero su manera de explorarla se ha ido haciendo más compleja y más gustosa de explicitar su propia naturaleza de artificio.

Contra el muro de la razón institucional

Watkins ha abordado temas característicos del cine político de todos los tiempos. Incluso cuando filma biografías de artistas como Edvard Munch o August Strindberg, no cae en el ensimismamento sobre la sensibilidad y las vivencias de los biografiados, sino que también nos habla de la realidad de sus épocas y las condiciones materiales de las clases trabajadoras.

Implícitamente, la filmografía watkinsiana acaba siendo un relato de nuestras derrotas

Varios de sus títulos tratan de temas especialmente en boga en esos años en los que se anticipaba, desde frentes que podían ser distantes geográfica e ideológicamente (los Estados Unidos de los hippies y del Black Panther Party, la Europa de los diversos sesentayochísmos o de la Fracción del Ejército Rojo alemana), una revolución que no terminaba de llegar. Implícitamente, y recordando el título del último largometraje del mencionado Périot, la filmografía watkinsiana acaba siendo un relato de “nuestras derrotas”.

Por el camino, el director rehuye cualquier tentación a la obediencia ciega. Y, por eso mismo, ofrece más preguntas que respuestas. Incluso cuando él, pacifista y contrario a la carrera armamentística, trata desde la duda el uso de la violencia por parte de resistentes e insurrectos.

Dentro y fuera de las pantallas, su labor escenifica repetidamente un choque de fondo: el del pensamiento crítico contra un muro de verdades (o mentiras) asumidas oficialmente. Los sistemas hegemónicos de ideas suelen apropiarse de la noción de sentido común, suelen autorepresentarse como depositarios de la razón: cuando los disidentes transgreden este discurso, son automáticamente expulsados hacia el terreno de la irracionalidad.

The war game es un ejemplo extraño. Estaba basado en las observaciones científicas a los ataques nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. Como Watkins controlaba la voz en off, el relato documental, la ficción cabalgaba sobre su verdad sin escenificar completamente un conflicto entre discursos que emergía, ocasionalmente, cuando demolía la irracionalidad de declaraciones públicas de diversas autoridades o los absurdamente tranquilizadores protocolos de actuación ante una explosión atómica. El conflicto total emergió fuera del celuloide, en el mundo real: a pesar de que se difundió de manera restringida en salas británicas, el telefilme fue difundido en el medio para el que había estado concebido (la televisión inglesa) con dos décadas de retraso.

Punishment Park muestra a unos personajes que sienten que tienen la razón pero no pueden explicarla a través de una película y un narrador. Son prisioneros políticos enfrentados a autoridades que ocasionalmente les permiten hablar, pero que nunca les escuchan. Y explotan de frustración. La crispación es especialmente real porque el realizador reclutó para los papeles de los disidentes y sus represores a personas que se correspondían con estos perfiles.


De manera menos frenética, Evening land tiene algo de pieza complementaria de Punishment Park. Es otro ejercicio de historia-ficción, esta vez ambientado en una Europa comprometida con las políticas belicosas de la OTAN y tentada de emprender medidas excepcionales para reprimir a los colectivos de extrema izquierda.

En La Comuna (París, 1871), Watkins usó el artificio de relatar los hechos históricos a través de dos canales de televisiones de signo opuesto que cubren los acontecimientos en directo. Como creador, se muestra implícitamente más cercano a la cobertura de la televisión procomunal que a la concebida desde el gobierno de Versalles. Aun así, ambos medios están sometidos a peajes y presiones. Podemos imaginar al británico defendiendo unas convicciones, pero renunciando a vestirlas con los ropajes de la verdad absoluta.


Cuando el largometraje revienta las costuras de la recreación históricas y emerge como filme-debate, con hombres y mujeres vestidos de comuneros decimonónicos que reflexionan sobre la Unión Europea y el neoliberalismo, esa verdad se fragmenta en decenas de testimonios. Los derrotados pasan a ser protagonistas corales de una aventura creativa única, tan artistica como reivindicativa.


la revolución difícilmente será televisada
Aunque la revolución fílmica de Peter Watkins raramente es televisada, algunas compañías videográficas han facilitado la difusión de su trabajo. En el Reino Unido se han comercializado cuidadas ediciones de algunas de sus obras mayores: Culloden y la apabullante The war game, la excepcional Edvard Munch y la furiosa Punishment Park.

La francesa Doriane Films ha editado en soporte DVD el grueso de la filmografía del autor. Y la añorada editora española Intermedio lanzó el montaje de 345 minutos de su filme La Comuna (París, 1871).Actualmente, la plataforma online Filmin ofrece en su catálogo cinco títulos. Destacan tres de sus piezas mayores: Punishment Park, quizá uno de los pórticos más inmediatamente accesibles para introducirse en la visión watkinsiana, Edvard Munch y el montaje destinado a exhibicion cinematográfica (reducido a tres horas y media, pero también confeccionado por su autor) de La Comuna (París, 1871). Se ofrecen, además, dos títulos menos conocidos y a recuperar: una Evening land agitada pero con momentos meditativos, y una versión también reducida de la atrevida Strindberg.

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