Cárceles
Nueve años de cárcel no son pocos

En esta tesitura de encierro generalizado tan insólita, echo de menos un recuerdo hacia las personas presas de verdad. Una reflexión que recuerde la extrema dureza de la pena privativa de libertad en la que, sin excepciones, se asienta la política criminal de todos los Estados modernos.

Abogada y profesora de Derecho Penitenciario
11 abr 2020 06:00

Convivencia impuesta e intensa en un espacio reducido y cerrado. La libertad de circulación, antes tan obvia que nunca la valoraste, convertida en un recuerdo feliz y en un sueño recurrente. A todo esto, ¿el sueño era lo de antes o lo de ahora? Las relaciones personales presenciales restringidas al máximo o, quizás, inexistentes. La piel anhelada, a una distancia corta o larga pero insalvable. Sometimiento a una ley insólita, severa y rasa, ciega ante los casos concretos. La excepción de los pecadores es regla para los justos.

Reducción drástica, si no supresión, de ingresos. Tu trabajo se ha ido a la mierda y no te esperan a la salida. Un vocabulario nuevo —distancia social, comité de situación, confinamiento, situación de vulnerabilidad— irrumpe en el lenguaje común. A los ricos les va mucho mejor que a los pobres. Fuera de tu zulo, a tu gente le pasan cosas en las que no puedes intervenir. Tienes ideas y proyectos imposibles de materializar, ni a corto ni a medio plazo. El contacto con la naturaleza es un recuerdo borroso. Bañarte en el mar o andar diez minutos en línea recta se ha convertido en un lujo fuera de tu alcance. Tu horizonte visual mide veinte metros. Siempre huele igual. Ha vuelto la Ley Seca, versión española. No controlas casi nada. El futuro es una incógnita. Tu vida puede complicarse sin previo aviso. Todos los días son iguales y se confunden en uno. Tu salud mental te preocupa. Tienes miedo a enfermar solo y a morir solo, lejos de los tuyos. A que los tuyos enfermen solos y mueran solos, sin que puedas despedirte de ellos.

Dale una vuelta de tuerca y aprieta. Convives con quien ni elegiste ni elegirías en un espacio distópico, extraño y hostil, impregnado de modernidad caduca, asepsia engañosa y tensa calma. Las plantas son de plástico. Distintos eufemismos, más o menos comprensibles, rigen tu cotidianeidad —medios coercitivos, relaciones de sujeción especial, tratamiento, internos—. Unos desconocidos deciden por ti qué y cuándo comes y bebes, cuando puedes —si puedes y con su venia— ducharte, trabajar, hacer deporte, dormir, leer, cantar o bailar. Olvídate de internet, del móvil, de las videoconferencias y del teletrabajo. No bajas la basura, no vas a la compra, en tu cuartel no hay perros a los que pasear. Tu casa no es tu casa, mide nueve metros cuadrados y no tiene balcón ni terraza. Tus cosas no están.

No puedes jalear ni aplaudir a nadie, está también prohibido por las normas de régimen interior, como cualquier otro acto espontáneo o colectivo. Tu criterio, tu opinión o tu voluntad no interesan a la Administración, un ente difuso de quien depende tu presente y tu porvenir. Eres el único que está en esta situación. En el mundo exterior, la vida fluye. La decisión del tiempo que debas permanecer en este estado depende de alguien para quien, en el mejor de los casos, resultas invisible. De hecho, eres invisible, para los de fuera y para los de dentro. Si enfermas, no serás tú quien dispondrá cuándo necesitas asistencia médica u hospitalaria. Ya no cuentas en días sino en años. O quizás, ni cuentas, porque sabes que es para siempre. El absurdo es ley y la fuga, imposible. Sí, estás en un “establecimiento penitenciario”. Sí, estás en la cárcel.

En esta tesitura de encierro generalizado tan insólita, echo de menos un recuerdo compasivo —nunca lastimero sino expresivo de la identificación ante los males ajenos— hacia las personas presas de verdad.

Por eso, en esta tesitura de encierro generalizado tan insólita, echo de menos un recuerdo compasivo —nunca lastimero sino expresivo de la identificación ante los males ajenos— hacia las personas presas de verdad. Asistimos, perplejos, a una coyuntura sin precedentes. Encerrados, y en muchos casos sin experiencias previas ni remotamente similares, la intelectualidad y los profesionales de la palabra escrita exorcizan su desconcierto ante una pandemia que nos ha pillado en pijama. La mayoría lo resuelve abandonándose al vicio de encontrar un culpable y sentar en el banquillo a su némesis ideológica. Sin embargo, el torrente de especulaciones o rotundas explicaciones sobre causas y consecuencias del tsunami coronavírico —son pocos los que, humildemente, se atreven a reconocerse incapaces de vaticinar— no está apenas deteniéndose en una reflexión, bastante pertinente en tiempos de reclusión, que recuerde la extrema dureza de la pena privativa de libertad en la que, sin excepciones, se asienta la política criminal de todos los Estados modernos.

La prisión goza de excelente salud. Ni la clase política —en ninguna de sus coloristas versiones— ni la sociedad civil se cuestionan la sistemática privación de libertad de quienes han infringido la ley penal. Ya es una verdad difícilmente rebatible que la izquierda lleva años impregnada del punitivismo ambiental y que ha peleado —y pelea— por ampliar el elenco de conductas penalmente perseguibles y por alargar la duración de las penas previstas para hechos ya tipificados. Sin olvidar, que tampoco se ha privado de clamar directamente por el cumplimiento íntegro de las condenas o de protestar por permisos o regímenes abiertos concedidos a personas presas. Los años de cárcel se reclaman a ojo y a peso, sin que exista proporción ni ningún patrón recognoscible, en el que justificar por qué a tal o cual conducta se le quiere imponer una pena y no otra. ¿Por qué diez años y no quince? La ruleta gira. Hagan juego.

Dejando a un lado valientes excepciones, una buena parte del movimiento feminista sigue apostando por añadir nuevas conductas al catálogo de delitos contra la libertad sexual, aboga por agravar las duras penas ya aplicables —sea cual fuere la duración de las preexistentes, los años previstos siempre parecen poco—, o sale a la calle o a los medios para protestar por un permiso penitenciario o un régimen abierto concedido a tal o cual delincuente sexual. El mundo animalista estuvo detrás de la penalización del maltrato animal, de la posterior exigencia de condenas de prisión para dichos delitos y de la última redacción del artículo 337 del Código Penal, que ensancha la tipología delictiva —penalizando, por ejemplo, la zoofilia— y aumenta la duración de la pena posible hasta los dieciocho meses de prisión. Los colectivos ecologistas tampoco se quedaron atrás, y reclamaron sin ambages la intervención del derecho penal a través de la introducción de los delitos contra la ordenación del territorio y contra el medio ambiente.

Me chirría, hasta me cabrea, que la progresía y los movimientos sociales hayan importado un vocabulario que no hace tanto sólo salía de la boca del conservadurismo más supremacista.

Y así, sin contrapeso, hasta llegar al cajón de sastre de los elásticos delitos de odio en los que cabe absolutamente todo: los cazadores se indignan y reclaman la condena para quienes les cuestionan públicamente, arguyendo que no pueden tolerar bajo ningún concepto que se les criminalice sin impunidad alguna en las redes sociales. El Observatorio Español contra la LGTBfobia denunció al arzobispo de Granada por un sermón, en el que, a su juicio, se había promovido el odio contra el colectivo de lesbianas, gays, bisexuales y personas transexuales, por afirmar que tras la ideología de género hay “una patología, una cortedad y una torpeza de la inteligencia". Y, volviendo a la pandemia, la Fiscalía acaba de interponer las dos primeras querellas por delitos de odio relacionadas con el coronavirus, esta vez contra sendos tuiteros que escribieron mensajes criticando a algunos dirigentes políticos y a las Fuerzas de Seguridad del Estado. El actor y director de cine, Paco León, ha denunciado públicamente a VOX por haber cometido, a su entender, un delito de odio al criticar en un tuit al gremio del cine asegurando que durante la pandemia de coronavirus “España puede vivir sin sus titiriteros”.

Obvio es decirlo, algunas de las solemnes declaraciones precedentes me indignan. O me dan pena. O me dan asco. O me dan risa. Hay denunciantes a los que respeto y otros, a los que detesto. Sea como fuere, tengo claro, en definitiva y en resumen, que no quiero encarcelar a quien no vibra como yo. Como suele decir mi ilustre amigo y colega Rafa, en una expresión tan simple como feliz: el humanitarismo y los derechos humanos no están solo para respetar a quienes nos caen bien —nada más fácil— sino, principalmente, para entrar en juego cuando aquellos a quienes despreciamos hacen —incluso nos hacen— mucho daño.

Me chirría, hasta me cabrea, que la progresía y los movimientos sociales hayan importado un vocabulario que no hace tanto sólo salía de la boca del conservadurismo más supremacista. La petición de “condenas ejemplarizantes” o la confianza en la “función pedagógica del derecho penal” es ya patrimonio de la humanidad. ¿La letra, si no es con sangre, no entra? ¿O la cosa funciona justo al revés, y el castigo excesivo engendra en el castigado odio al acusador y al verdugo? Un encierro demasiado prolongado, ¿anima al encerrado a la autocrítica y a la “conversión” o, en la mayoría de los casos, lo condena también a victimizarse y a encasillarse en sus errores?

Sin actividades programadas ni visitas, las cárceles son, ahora más que nunca, un contenedor de seres ansiosos, deprimidos y sufrientes.

A lo que iba, al encierro pandémico: nunca una parte tan porcentualmente significativa del género humano se ha visto legalmente privada de libertad de una forma tan repentina y generalizada y, por tanto, nunca tantos habíamos tenido ocasión de experimentar —aunque la comparación resulte insultante y las distancias infinitas— algo que pudiera, aun remotamente, parecerse a la pena de prisión. Alrededor de once millones de personas en el mundo se encuentran hoy encarceladas en el sentido literal de la palabra. En España, a día de hoy, serían casi 40.000 las que permanecen en prisión: los terceros grados están en sus casas pero los segundos y primeros han visto como se les suspenden los permisos de salida, todas las comunicaciones por locutorio y vis a vis y, por supuesto, las posibilidades de que cualquier juzgado, por estimarlo urgente, les ascienda de casta y les permita salir. Sin actividades programadas ni visitas, las cárceles son, ahora más que nunca, un contenedor de seres ansiosos, deprimidos y sufrientes.

Hasta aquí. Me limito a pensar en voz alta, no más. No tengo una solución sin pegas, no me alcanza para graduar con argumentos incontestables la gravedad de unas y otras conductas antisociales y, desde luego, reprobables. Pero sí confieso que, cuando me ha llegado por whatsapp, un listado de las veinte realidades que la pandemia ha puesto en evidencia y, en la recopilación, que va en serio y pretende la reflexión del destinatario, su anónimo autor nos recuerda que “ya sabemos qué sienten los animales en los zoológicos” y, sin embargo, no tiene un recuerdo para las personas presas, me he revuelto. Y es que, a la salida del túnel, espero, me gustaría, no volver a escuchar aquello que tantas veces se repitió tras la primera condena —la segunda, la del Tribunal Supremo, elevó la pena a quince años— a la Manada: “nueve años de cárcel son pocos”. No será el Tribunal Supremo ni el cumplimiento íntegro de esos quince años quien nos libre de futuras manadas.

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