Opinión
Acostarse con banderas

Si algo ha confirmado la entrada de Vox en política es la existencia de ese franquismo sociológico militante, negacionista y ultranacionalista, autoritario y elitista, que adormecía escorado en el seno mastodóntico del PP pero que ahora, agraciado por un proceso de empoderamiento internacional, ha tirado todos sus complejos por la borda.

Vox Vistalegre Mitin
Foto: Vox
5 dic 2018 09:45

Después de cada jornada electoral funesta, y ya van varias, se suceden los “os lo advertí” de los gurús de la twitter-intelectualidad. Todos parecen haber previsto el ascenso con fuerza del neofalangismo y todos tienen las soluciones para evitar el avance de un fantasma que extiende su manto de odio y xenofobia sobre las ruinas de una sociedad exhausta de incertidumbres, que proyecta en sistemas religioso-políticos sus expectativas de redención.

Como los falsos profetas que vaticinan los acontecimientos una vez han acaecido, estos propagandistas de los caracteres se lanzan a confirmar sus sesgos específicos en la abstención, la caída de la izquierda que vindica la heredad del 15M y la irrupción de Vox. Cada uno de ellos explica los procesos políticos en función de sus preferencias ideológicas. Nunca la izquierda había tenido tantos directores de orquesta con tan pocos músicos.

La dictadura se prolongó durante cuatro décadas no solo por miedo y represión, sino porque generó amplios espacios de consenso y de consentimiento en la sociedad española

Ha sido tan sorpresiva la noche electoral que el día antes, en una mesa redonda sobre memoria histórica, estuve defendiendo la necesidad de construir una nueva transición que sustentara sus hitos de memoria en principios democráticos y desterrará el recuerdo limpio y aséptico de la dictadura. Sin embargo, un día después, amplias mayorías electorales incluso niegan el carácter dictatorial del franquismo, lo cual es un buen recordatorio para optimistas e ilusos, entre los que me incluyo: la dictadura se prolongó durante cuatro décadas no solo por miedo y represión, sino porque generó amplios espacios de consenso y de consentimiento en la sociedad española.

Buena parte de esta twitter-intelectualidad ha entonado el “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, tan propio de una tradición política más analítica que pragmática. Dos han sido, según la tónica, las causas de la debacle. La primera sería la renuncia de la izquierda a las necesidades materiales más apremiantes, apartadas del centro del debate político por entretenimientos identitarios “hipsterizados”. Se apoyan en una interpretación ágrafa de Gramsci que explica el avance del fascismo en aquellos espacios que la izquierda no ha sabido significar, lo que tan solo demuestra la polisemia del intelectual orgánico italiano, que vale tanto para explicar una cosa como su contraria.

Sin restar importancia a estas claves ideológicas en unos horizontes sociales marcados por el individualismo, la distinción y la sed de identidades, cabe recordar que Vox, Ciudadanos y PP no han ofrecido solución alguna a los problemas materiales —paro, precariedad y pobreza— ni han conectado con ninguna de las necesidades económicas que explicarían la pérdida de peso de las izquierdas. Más bien lo contrario, estos partidos solo han ofrecido mitos y banderas, es decir, identidad e irredentismo conectado con una amplia memoria histórica nacionalcatólica. Por lo tanto, se puede ridiculizar el carril bici o los huertos urbanos, pero sin perder de vista que la batalla se ha perdido en cuestiones emocionales e identitarias.

La solución de Vox a los problemas de la gente es la reconquista, la hispanidad y la unidad nacional

La solución de Vox a los problemas de la gente es la reconquista, la hispanidad y la unidad nacional. La segunda explicación teleológica ha puesto el foco en la pérdida de conexión de la nueva izquierda con el contexto real, refugiada en la virtualidad de las redes y en los rituales de autoconfirmación de los “likes”. La paradoja radica en que los abanderados de estas teorías pasan el día pontificando desde la red, como si fueran catoblepas, aquel animal imposible condenado a alimentarse de sí mismo.

Quizá el error de tanto analista político está en aceptar la premisa de la elección como resultado de un proceso racional, de matriz ilustrada, o bien como la plasmación de una condición de clase previa. Por esto mismo no consiguen explicar que un propietario de invernaderos de Almería que ha hecho dinero por el trabajo esclavo de miles de inmigrantes ilegales vote a partidos que exigen su expulsión; o que la señora de Los Remedios que ha hecho su ajuar de Chanel y Louis Vuitton en los manteros de los paseos marítimos manifieste electoralmente su odio hacia el colectivo amorfo que la abastece de distinción.

La condición humana no es funcionalista. Ya lo advirtió Rousseau en relación al contrato social. Consciente de que la partida se jugaba en el campo de la humanidad, y por tanto, de la subjetividad, consideró que el contrato social, para enraizarse, requería de algo más que lógicas racionales que lo hegemonizasen. Por ello habló de la necesidad de construir una religión civil en torno al contrato, pues este no se asentaría desde la comprensión racional, sino principalmente desde la pasión y la emoción. La irracionalidad —y la visceralidad de los estados de ánimo— son agentes fundamentales de las ideologías y condicionan las balanzas electorales. Buscar lógicas de voto es un ejercicio de voluntarismo causalista interesante, pero nada más.

Si una parte del electorado ha votado en clave ultranacionalista y xenófoba, ¿tiene la izquierda que envolverse en la bandera y renunciar de camino a sus principios universalistas?

En este contexto, que presumiblemente empeorará en las próximas citas electorales —la extrema derecha y el sociofranquismo se han retirado la máscara—, cabe hacerse la pregunta: ¿qué puede o debe hacer la izquierda? La confusión es total y tratar de dar una respuesta sería un ejercicio de onanismo.

La retórica de los profetas, fieles a una tradición que hunde sus raíces en el principio de los tiempos, es ininteligible. Si una parte del electorado ha votado en clave ultranacionalista y xenófoba, ¿tiene la izquierda que envolverse en la bandera y renunciar de camino a sus principios universalistas?

Si los votantes de Vox rechazan las políticas de género y la normalización jurídica del colectivo LGBT, ¿tiene la izquierda que adaptarse a ellos? Si se extiende el miedo hacia los inmigrantes, especialmente a través de bulos —durante la campaña electoral he recibido varios mensajes en los que se afirmaba que a todos los ilegales el gobierno les daba un sueldazo y les regalaba una casa—, ¿hay que entrar en el juego racista?

Si una parte de los hombres creen que con el feminismo se está destrozando una estructura sagrada y, de paso, sus privilegios de género, ¿debe la izquierda atemperar sus propuestas identitarias y amoldar sus principios ideológicos a cada contexto electoral?

Si las respuestas son negativas, ¿por qué asumir la responsabilidad de que el racista, machista y nacionalista vote consecuentemente al partido que mejor le representa?

Si algo ha confirmado la entrada de Vox en política es la existencia de ese franquismo sociológico militante, negacionista y ultranacionalista, autoritario y elitista, que adormecía escorado en el seno mastodóntico del PP pero que ahora, agraciado por un proceso de empoderamiento internacional, ha tirado todos sus complejos por la borda. Mi amiga Mariajo lo explica con la fábula de los rinocerontes de Ionesco, al principio silenciados y estigmatizados, pero que acaban ocupando el centro de los debates valiéndose de la violencia y de los imaginarios redentoristas. La historia es prolija en ejemplos de este rápido transformismo al que se asoma la sociedad española. Ya ha empezado a salirle el cuerno y miles de pequeños rinocerontes comienzan a visibilizar y normalizar su nuevo cuerpo.

Tras las nubes de tormenta que nos han traído las elecciones andaluzas se esconde el nacionalismo, una ideología política totalizante que carga a sus espaldas millones de muertes en los dos últimos siglos

Tras las nubes de tormenta que nos han traído las elecciones andaluzas se esconde el nacionalismo, una ideología política totalizante que carga a sus espaldas millones de muertes en los dos últimos siglos. Quizá, debido a su apariencia banal, a su reafirmación cotidiana, no podemos valorar la magnitud del fenómeno ni su potencial en la movilización del odio, el racismo, la otredad y el exclusivismo.

El nacionalismo —también llamado patriotismo para adelgazarlo de barbarie— es la plaga destructiva de nuestras sociedades, la religión política por la que una mayoría electoral busca la redención colectiva amparada en narrativas historicistas de grandeza. Sucedió también en las elecciones catalanas: ganaron las banderas.

El nacionalismo es un movimiento insaciable, nunca se siente satisfecho, siempre habrá más plazas que inundar de banderas, más calles que nombrar con héroes nacionales, más traidores a los que expulsar de su territorio sagrado y, en un estadio de exaltación superior, pero nada lejano, la cima del patriota, el sacrifico por la nación, la entrega de la vida, como siguen conmemorando todos los países del mundo en piras que arden en recuerdo de los que murieron por la patria.

La nación exige la vida de sus miembros. El problema es que nunca está satisfecha y exige más sangre, banderas más grandes, más espacio, más nosotros, más “a por ellos”, más rituales, más creyentes. Los pirómanos que han inundado de banderas y proclamas cuarteleras nuestras calles —por supuesto, también las catalanas, pese a su halo de modernidad democrática, hemos comprobado en las últimas jornadas las infinitas vueltas que pueden dar las banderas para cubrir, en nombre de un fin supremo, la miseria y el descontento social— han alimentado, quizá inconscientemente, a un monstruo titánico con un poder destructivo inconmensurable y que en el nombre sacrosanto de la nación y sus símbolos pretende imponer, bien por el miedo, bien por la socialización y las expectativas regeneradoras, una España perfecta en la que no cabemos.

Nadie puede saber hasta dónde llegarán las fauces hambrientas de este monstruo, aunque Gil de Biedma ya vaticinó con amargura que “de todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal. Como si el hombre, / harto ya de luchar con sus demonios, / decidiese encargarles el gobierno / y la administración de su pobreza”.

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