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La vida y ya
Lugares seguros
Fuera llueve salpicando sobre el asfalto pero, en el andén del metro, no se escucha ningún rastro de lluvia. Sólo se ven las gotas deslizándose por los paraguas hasta estamparse contra el suelo o las que se quedan pegadas a la ropa de la gente que entra y que la mantendrán empapada por un rato.
Las veo antes de que llegue el metro. Están sentadas en un banco del andén de enfrente. Son las únicas personas a las que parece no importarles el reloj que avisa de que sólo queda un minuto para que el siguiente tren aparezca en la estación.
Los seis vagones entran rechinando sobre los raíles y ocupan todo el largo del andén. Las puertas se abren. Hay gente que sale. Hay gente que entra. El tren pita. Las puertas se cierran. Los vagones desaparecen por el túnel junto con su chirrido.
Ella y él permanecen sentados en el mismo banco. Es entonces cuando me fijo. Su ropa. Su ausencia de prisa. Las dos maletas atadas a la base de un carro de la compra para (supongo) transportarlas con más facilidad. No sólo se refugian de la lluvia.
Ella lee un libro. Él quizás esté pensando en cómo era el sonido de los pies pisando los charcos. No son jóvenes.
El ruido anuncia que llega el metro en el que me toca subirme a mí. Toda la gente se arremolina cerca de donde se quedan paradas las puertas. Dudo. No me subo. Las puertas se cierran. Al instante me arrepiento de no haberme montado. Tengo prisa. Unos segundos después pienso en lo absurdo de la prisa cuando el siguiente tren llega en cuatro minutos.
Otro metro atraviesa por su lado. Ya sé que no se subirán. Ella sigue leyendo. Él ha cerrado los ojos. El mundo a veces se reduce a un banco en un andén de una estación en la que no se oye la lluvia que, seguro, seguirá cayendo arriba.
Yo también tengo un libro en las manos, “Lugar seguro” de Isaac Rosa. Llevo menos de la mitad pero pienso que ese banco es, al menos por un rato, un lugar seguro. Y pienso que puede serlo, aunque sea sólo por un rato, porque hay dos personas que lo están compartiendo.
Porque, en realidad, la única forma de tener un lugar seguro después de todas las cosas que están pasando (los resultados de las elecciones, los servicios públicos que se desmantelan, el clima que cambia, las especies que desaparecen, las fronteras…) es hacer comunidad.
Construir un lugar seguro es, también, desobedecer a las leyes injustas, no dejar a nadie a la intemperie, romper las estructuras de poder, sembrar y plantar, no permitir que se te escurra el deseo de cambio, conocer las vidas de las personas a las que más les duele el mundo, pensar en que lo mejor está por llegar, generar contrapoder, construir radicalidad, conectar con el deseo revolucionario, generar nuevas formas de vida haciendo la comida en una cocina colectiva, salir de los contornos prefijados, deshacerse de la impotencia, mantenernos vivas, recomponerte si te caes, generar conflicto, sostener proyectos, acalorarse en los debates, darse tiempo para pensar, hacer activismo con las manos.
Construir un lugar seguro es generar centros sociales desde los que construir vidas en común.
Porque, aunque a veces parecemos fragmentos, llega un día en el que nos encontramos en la revuelta.