Valencià
Duelo colectivo y brecha de género, las consecuencias de la dana en la salud mental

“¿Podría haber ayudado más?”, la pregunta resuena con obstinación en la mente de Rut desde que la dana arrasó su barrio, igual que los gritos del vecindario que pedía ayuda aquel 29 de noviembre. El agua dejó de caer, el barro ya no cubría las calles, la palabra reconstrucción llenaba los medios de comunicación, pero la lluvia no dejó de sonar en la memoria de las personas afectadas por la catástrofe.
La dana llegó a la comarca de L'Horta Sud sin previo aviso, para cobrarse vidas y arrasar los hogares. Son numerosas las consecuencias que ha traído consigo la catástrofe meteorológica: las irreparables pérdidas de vidas humanas, los daños en las viviendas y en los enseres personales o el perjuicio a nivel laboral y económico de las personas afectadas.
Pero más allá de las pérdidas materiales, la catástrofe ha dejado secuelas a su paso que no se aprecian a simple vista y que continúan afectando las vidas del pueblo valenciano. Se trata de las consecuencias en la salud mental, una herida que —ante la urgencia actual— pasa desapercibida, pero que, tal como señala la Confederación de Salud Mental España, puede tener un importante efecto a medio y largo plazo.
En los últimos cinco meses, la atención se ha volcado en lo material, dejando a un lado la reconstrucción emocional de todo lo que ha destruido también la dana en la psicologías individuales y colectiva, tal como Ana Cameros, facilitadora de grupos y educadora social, señala. Ella misma ha impulsado, junto con Javier Erro, psicólogo y autor, una iniciativa a la cual han denominado “encuentros de malestar”.
Miedo, ansiedad, estrés o incluso trastornos relacionados con el trauma son algunos de los síntomas compartidos por la población afectada que acude a las terapias colectivas
Miedo, ansiedad, estrés o incluso trastornos relacionados con el trauma son algunos de los síntomas compartidos por la población que se ha visto afectada por la tormenta y acude a las terapias colectivas. Es el caso de la hija de doce años de una de las afectadas. Desde la dana, la adolescente vive en un mundo paralelo, con un miedo irracional a cualquier situación que pueda implicar peligro —como por ejemplo el hecho de subir a un avión o permanecer a lugares cerrados—, tal como relata su madre mientras busca terapia que le ayudo a apartar este malestar de su día a día.
Irene Maíquez, psicóloga de Alanna —una de las organizaciones que se movilizó desde el primer momento—, añade a estos síntomas el estado de hipervigilancia “derivado de la necesidad de estar activo de manera muy prolongada en una situación que viene de manera imprevista, con falta de control y conocimiento”. Alanna fue una de las pocas luces en la oscuridad inicial. Las trabajadoras de la asociación recorrieron las calles, casa por casa, coordinadas con los Servicios Sociales, intentando censar las personas vulnerables que necesitaban recursos.
Encontraron gente atrapada en un piloto automático de supervivencia: personas que no podían ir al médico porque ni siquiera tenían ascensor, que no podían ir a la farmacia porque el establecimiento ya no existía, mujeres atrapadas con sus agresores
Lo que se encontraron fue gente atrapada en un piloto automático de supervivencia. Personas que no podían ir al médico porque ni siquiera tenían ascensor, que no podían ir a la farmacia porque el establecimiento ya no existía. Mujeres atrapadas con sus agresores porque la emergencia desdibujó las restricciones. Familias que, en lugar de luto, hacían trámites. “No lo gestionamos, lo sobrevivimos”, reconoce Rut Montayo, vecina de Parque Alcosa.

Rut recuerda el 29 de octubre en su casa, uno de los pisos que se convirtió en refugio improvisado de más de veinte vecinos apiñados y rescatados de los bajos inundados de su finca. El abandono se hizo evidente para ella cuando uno de ellos murió allí de un infarto y, en aquellos primeros momentos de caos, fueron los propios vecinos quienes tuvieron que bajar el cuerpo a la espera de una respuesta que tardaba a llegar. Poco después, la sanidad pública, desbordada, habilitó un teléfono al que Rut telefoneó buscando ayuda. La respuesta, aunque sincera, fue impotente: no había suficientes recursos para hacer un seguimiento personalizado a excepción de situaciones “extremadamente graves”, pero que telefonearían periódicamente. Así lo hicieron en noviembre y en enero. Dos llamadas en cuatro meses.
Pero hay otra grieta que es más profunda: la de quienes ya estaban con problemas antes de la dana. Personas con depresión, con enfermedades mentales crónicas, con situaciones de precariedad. “A la gente que ya experimentaba este tipo de patología, se le agrava o hace que se mantenga en el tiempo”, puntualiza la psicóloga Maíquez. Para las personas afectadas que ya partían de esta casuística, la tormenta supuso un golpe que hizo tambalear una estabilidad ya frágil, que les ha empujado más allá del límite.
Heridas que duran
El impacto psicológico de fenómenos como la dana no se limita a las primeras semanas de sufrimiento, sino que evoluciona a lo largo de los meses. Según el Sindicato de Asistentes Técnicos-Sanitarios de España (SASTE), las primeras semanas después del suceso es normal sufrir problemas de sueño, angustia, llanto, pensamientos intrusivos o desbordamiento emocional. A pesar de esto, el impacto psicológico va incorporando nuevas circunstancias e imprevistos que hacen que las consecuencias emocionales aumentan o se transforman. La burocracia es el segundo golpe, explica Rut: “Ahora, cuando ya hay partes reconstruidas, empieza otro tipo de desgaste: la incertidumbre, el miedo al hecho que la ayuda nunca llegue”.
Cinco meses después, Rut confiesa como de difícil se le hace tener que adaptarse a una rutina que no ha parado: “El mundo continúa su vida y nosotros continuamos afectados”. La impronta que, con el paso del tiempo, ha dejado la dana en la salud mental se manifiesta en la ansiedad que se dispara en cada pronóstico de lluvia, en el insomnio que roba la paz de la noche, en la dificultad para concentrarse durante las tareas del día a día. La mente continúa intentando procesar aquel día, mientras la rutina laboral y la estructura social exige retomar el ritmo. “Nos sentimos abandonados”, relata la afectada, “todavía estamos en estado de alerta y nos exigen que volvamos a la normalidad, pero no tenemos ni cuerpo ni mente para lo cual”.
La doble carga de las mujeres cuidadoras
Es en estos contextos cuando las condiciones de crisis tienden a aumentar la vulnerabilidad de determinados grupos y a agravar problemas sociales preexistentes, como por ejemplo la pobreza, la discriminación y la exclusión social, tal como explica el Comisionado de Salud Mental del Ministerio de Sanidad. Y, en medio de este desbordamiento, ellas, las mujeres cuidadoras, son el perfil mayoritario de personas atendidas en salud mental por Médicos del Mundo.
En los cinco meses posteriores a la dana, esta organización ha prestado servicio a 1.048 personas en consultas individuales de atención psicológica. De ellas, 744 eran mujeres, un 71% del total. Así mismo, la franja de edad más afectada corresponde a las personas de entre 35 y 65 años. Un rango en que muchas mujeres no solo se cuidan a sí mismas, sino que también cuidan personas grandes, criaturas, personas dependientes. La brecha de género la confirman las cifras: el 77% de las personas que tienen alguien a cargo son mujeres y, entre las cuidadoras de personas mayores, la proporción se dispara con 75 mujeres por cada 18 hombres.
“Las mujeres están sosteniendo la recuperación de muchas familias, tanto en la gestión emocional del luto, como en el acompañamiento y necesidades básicas de personas mayores, niños y niñas y personas dependientes”, alerta Médicos del Mundo
Un desequilibrio que deriva en consecuencias directas en la salud mental. Las personas atendidas presentaban síntomas de ansiedad, tenían alteraciones del sueño y manifestaron sentir miedo. En todos los indicadores, sus cifras superan a las de los hombres. “Las mujeres de las zonas afectadas están sosteniendo la recuperación de muchas familias, tanto en la gestión emocional del luto, como en el acompañamiento y las necesidades básicas de personas mayores, niños y niñas y personas dependientes. Esta realidad implica un impacto en la salud mental que hay que atender”, alerta Andrea Sixto, presidenta de Médicos del Mundo del País Valenciano.
Esta ONG ha puesto en marcha sesiones de apoyo psicosocial comunitario que han brindado alivio y una vía para la reconstrucción emocional además de 1.100 personas. En paralelo, la organización ha formado a quienes, sin herramientas, estuvieron a la primera línea de atención, proporcionando las herramientas necesarias para ofrecer primeros auxilios psicológicos. A pesar de esto, son diversas las iniciativas que durante los últimos cinco meses han surgido para continuar andando junto a las heridas abiertas. Una de ellas es la intervención psicológica grupal organizada por el comité de Parque Alcosa, mediada por profesionales de la psicología, que ha servido como un espacio de apoyo fundamental. También los “encuentros de malestar”, impulsadas por Ana Cameros y Javier Erro, han ofrecido un refugio donde compartir el dolor y la indignación colectiva.
Cuando el luto es compartido
La desgracia no ha cesado, pero ha desencadenado una respuesta comunal y se ha convertido en un dolor compartido. El impacto psicológico de un desastre natural no se limita a aquello individual, sino que acaba convirtiéndose en un fenómeno social y, tal como señala Ana Cameros, “la dana es una tragedia demasiado grande para procesarla en soledad”. El días posteriores a la borrasca, entre barro y escombros, las calles se convirtieron en espacios de comunidad, de luto colectivo, de diálogos de desahogo y espaldarazo comunitario. La desgracia sacó a la luz la red ciudadana y convirtió “Solo el pueblo salva el pueblo” en el lema de la reconstrucción.
Porque el primer paso hacia la reconstrucción era reconocer el dolor compartido, para convertirlo en fuerza. Aun así, como todo dolor colectivo, las reacciones fueron diversas, tal como Ana ha podido observar a los encuentros de malestar. Algunos encontraron bastante en la comunidad, en aquel primer impulso de ayuda mutua. Otros, pero, prefirieron el aislamiento, el silencio, el refugio en su propio dolor. Son también muchas las personas que canalizan la situación a través de su rabia; una emoción que, al hacerse colectiva, se ha transformado en una fuerza política cargada de reivindicaciones sociales, demandas de justicia y anhelos de reparación. “Las manifestaciones les sientan muy bien: gritar y compartir espacios políticos donde poder hablar de cómo están”, explica Cameros.
Reconocimiento, reparación y justicia
Esta rabia no solo se instala en la psique individual, sino también en la comunitaria. Así, la energía compartida se convierte en un motor de resistencia y cambio, en un llamamiento a la acción. La necesidad de justicia se ha convertido en una necesidad colectiva. Una exigencia no solo política, sino moral. El deseo de ver que el dolor, la angustia y la pérdida no quedan olvidados en la sombra de las largas colas para las ayudas.
Porque el barro se puede limpiar de las calles, las casas pueden reconstruirse, pero los sedimentos que se adhirieron a la memoria son más difíciles de remover. Las consecuencias emocionales de la riada no han sido igual de visibles, pero sí igual de destructivas. “Ni las casas ni las personas muertas o asesinadas volverán, pero la asunción de responsabilidades, la justicia y la reparación serían medidas mucho sanadores para las personas afectadas”, enfatiza la impulsora de los encuentros de malestar. Hay quien todavía está con el agua en el cuello.
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