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En 1996, la Asamblea General de la ONU (en su resolución 51/95) invitó a los Estados Miembros a celebrar el “Día Internacional de la Tolerancia” cada 16 de noviembre. Hoy, que es esa fecha, y que estamos viviendo en sociedades en las que los prejuicios, la marginación, la discriminación y el odio a quienes son diferentes se multiplican en muchos ámbitos, bien vale recordar la importancia de la tolerancia.
La tolerancia implica, ante todo, respeto y reconocimiento. Respeto de la diferencia, de las ideas, de las creencias, de las prácticas, de las costumbres, de las culturas, de las personas. Reconocimiento de la otra persona, de lo que no nos es propio, de otras identidades, de otras maneras de ser y estar, de otras formas de vida que hasta ese momento desconocíamos o nos negamos a conocer.
Como lo dice la Declaración de Principios sobre la Tolerancia, ante todo, la tolerancia es una actitud activa de reconocimiento de los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de las demás personas. Por lo que en ningún caso puede utilizarse para justificar el quebrantamiento de estos valores fundamentales.
Si todo y más puede significar la tolerancia, resulta evidente que no es concesión, condescendencia o indulgencia. Mucho menos indiferencia e impunidad. Y menos aún, cuando se está frente a discursos y prácticas que buscan sembrar odio, fomentar la discriminación, perpetuar la marginación, negar los derechos humanos de otras personas o acabar con la diversidad.
Así, la tolerancia supone el rechazo del dogmatismo y del absolutismo. Implica la no normalización de la marginación de grupos vulnerables y de su exclusión de la participación social y política, así como de la violencia y la discriminación contra ellos. Y, por supuesto, la tolerancia admite la prohibición de toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia, pues todo esto ya no se trata de un ejercicio lícito de las libertades de expresión, creencia ni pensamiento.
Tolerar el odio, la marginación, la exclusión, la discriminación o cualquier otra conducta que busque menoscabar la dignidad y los derechos de las personas es un sin sentido que sólo sirve para el ascenso de grupos e ideologías intolerantes. Una simple mirada a la historia nos debe hacer recordar y poner en alerta de lo que eso ha significado para la humanidad.
Por eso, la tolerancia es una obligación de convivencia en sociedad de todas y todos. Debemos de practicarla los individuos, los grupos y los Estados. Teniendo un papel fundamental los medios de información y comunicación incluidas las redes sociales, así como quienes ejercen funciones públicas en todos los niveles y funciones. On line y off line.
Si tenemos en cuenta que la intolerancia nace a menudo de la ignorancia, del miedo a lo desconocido y de un sentido exagerado del valor de lo propio, más si eso se vincula con lo político, ideológico o territorial, resulta útil preguntamos hoy ¿ante qué y ante quién somos intolerantes en nuestro día a día?
Y si no perdemos de vista que la intolerancia en la sociedad es la suma de las intolerancias individuales, parece importante que examinemos nuestro papel en el círculo vicioso que lleva a la desconfianza y la violencia en la sociedad, y preguntarnos cosas tan básicas como ¿qué prejuicios tengo? ¿Por qué tengo esos prejuicios?
Sí, porque todas y todos tenemos prejuicios, filias y fobias, por más que creamos que solo él o la del frente los tienen. Tal vez esto, puede ser un buen comienzo para sembrar más tolerancia y desactivar el creciente odio que deshumaniza, discrimina y mata.