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Transporte
El ciclismo urbano en la urgencia climática
Uno de los compromisos más polémicos que algunos países han suscrito en la desalentadora COP26 es el de impulsar los coches eléctricos o de cero emisiones. Un callejón sin salida y un verdadero paso en falso puesto que los coches eléctricos no están libres de emisiones, tan solo las esconden en el patio trasero, deslocalizándolas y revertiendo sus efectos sobre otras regiones y comunidades. La quinta parte de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero corresponden al transporte, una participación nada desdeñable que es imprescindible atajar. Y luego no olvidemos la otra cara de la moneda, la dependencia energética: el transporte que supone un 43% del gasto energético en España es un 99% dependiente del petróleo.
Movilidad
Sal de mi atasco y pilla una bicicleta
Este martes arranca la cuarta edición de 30 Días en Bici, una campaña internacional que reta a los vecinos y vecinas de más de 80 ciudades de España y Latinoamérica a usar durante un mes la bicicleta en su vida cotidiana.
Así que cualquier agenda que persiga una metamorfosis ecosocial tendría a medio plazo como objetivo principal no la reconversión del transporte motorizado sino la relocalización de la economía engrosando el sector primario y adelgazando el comercio mundial. Sería un proceso paulatino que llevaría varias décadas y que habría de comenzar con el impulso del transporte público especialmente con el impulso del tren convencional. Y justo en este punto, en la importancia central del despegue del transporte público es donde pretendo argumentar que la bicicleta como vehículo personal de movilidad activa ocupa un lugar secundario en la minoración de las emisiones y un lugar primordial en la transformación cultural y geográfica de las ciudades y de sus ciudadanos. Sobre esto y sobre algunas falacias lógicas en torno al ciclismo vehicular voy a escribir.
El contexto
En España según el MITECO el transporte es responsable de un 29% de las emisiones de gases de efecto invernadero y el 90% de este porcentaje corresponde al transporte por carretera. Pero como todo tiene múltiples prismas, otra forma de mirarlo es poner el foco en el consumo de los hogares. Estos son responsables del 72% de las emisiones mundiales y en estos la huella de carbono de la movilidad doméstica tiene una importantísima contribución. Si nos centramos en nuestro país, la IDAE nos ofrece otros datos; por ejemplo: 40 millones de desplazamientos diarios se hacen para ir al trabajo, cerca del 40% de los trabajadores se desplazan desde otros municipios, el 60% de los desplazamientos se realizan en coche y más del 60% de los coches que se desplazan van con un solo ocupante. Para corroborarlo solo tenemos que visitar los mapas de intensidades de algunas páginas oficiales y comprobaremos que los accesos viarios a las grandes ciudades soportan enormes volúmenes de tráfico de entrada o de salida en hora punta. O podemos fiarnos de nuestra vista y nuestros sentidos, salir a la calle y empezar a caminar un lunes un poco antes de la hora de los colegios para sentir como nos abruma un tránsito insalubre que condiciona absolutamente y de modo muy significativo nuestras vidas y nuestro futuro.
Una sociedad idealmente sostenible y descarbonizada relocalizaría las actividades socioeconómicas, minimizando los recorridos cotidianos, en consonancia con la filosofía intrínseca de las ciudades de 15 minutos. No se trataría tanto de descarbonizar el transporte sino de minimizarlo
Es bastante evidente que esas riadas de tráfico motorizado que afluyen a las ciudades obedecen a un urbanismo disperso conformado por las urbanizaciones, las ciudades dormitorio, los polígonos industriales y los grandes centros comerciales. Un urbanismo disperso fraguado lentamente durante el siglo XX que, al abrigo de la burbuja inmobiliaria, ha crecido con la red de carreteras del Estado y con la estrecha connivencia del vehículo privado. Este modelo esconde diversas realidades, desde las grandes urbanizaciones que escogen las clases medias y altas para alejarse del barullo y de la polución urbanas, a las humildes familias en las periferias de las áreas metropolitanas que necesitan del vehículo para llegar a sus lugares de trabajo. Obviarlo es peligroso e injusto, y nos puede llevar a situaciones límites como la de la crisis de los chalecos amarillos.
Antes de avanzar en esta reflexión debo insistir en que una sociedad idealmente sostenible y descarbonizada relocalizaría las actividades socioeconómicas, minimizando los recorridos cotidianos, en consonancia con la filosofía intrínseca de las ciudades de 15 minutos. No se trataría tanto de descarbonizar el transporte sino de minimizarlo. Pero reordenar el territorio de esta manera, aunque necesario, es un proceso lento y complejo que va más allá del urbanismo y la movilidad y que supone un cambio no solo cultural sino también una verdadera reconversión de nuestras economías, redimensionando nuestras ciudades, convirtiéndolas en núcleos más pequeños y compactos ―más vivibles y sostenibles con los recursos de la región― lo que a su vez supondría una redistribución demográfica, el éxodo urbano y la vuelta de las ciudades a los pueblos.
Sin embargo, a corto plazo debemos responder a la urgencia climática y es posible y mucho más rápido quitar los coches de las carreteras y ciudades, fortaleciendo el tren de cercanías y media distancia y dotando a los grandes polígonos y a las poblaciones dormitorio de buenas y adecuadas redes de transporte público. Otras medidas como regulaciones laborales que permitan horarios flexibles de entrada y de salida, incentivos a las empresas que ofrezcan rutas a sus trabajadores, subvenciones al transporte público asociadas al nivel de ingresos o, por ejemplo, fomentar los autobuses escolares podrían estimular un cambio de modelo y revertir el papel central del automóvil y de las carreteras como vertebradores del territorio.
Pero ¿cómo contribuye la bicicleta en el ingente esfuerzo de contener las emisiones de carbono? ¿Qué papel tiene entonces la bicicleta como vehículo en este contexto de emergencia climática? ¿Y cómo podemos impulsarla?
¿Una bici más un coche menos?
Es importante destacar que la promoción de la bicicleta vehicular en sí misma no supone una transformación del modelo ni, per se, el fomento de la movilidad sostenible. Es un profundo error de base generalizar que una bicicleta es un coche menos, puesto que un amplio porcentaje de los desplazamientos que se realizan en coche desde y hacia las ciudades son interurbanos. Además, muchas de nuestras ciudades hace décadas que ya no lo son a escala humana. El tiempo medio dedicado a los trayectos diarios y los kilómetros recorridos que se hacen con un coche exceden con mucho a la versatilidad de una bicicleta, idónea para trayectos de 15 km a lo sumo. De nada sirve que se impulse el uso de la bici urbana si a la vez se amplían los accesos a la ciudad para el tránsito motorizado o se eliminan frecuencias de trenes. De hecho, el urbanismo de una ciudad enfocado al coche impide, dificulta y desincentiva la movilidad humana. Las infraestructuras pensadas para los coches son verdaderas barreras que fragmentan y aíslan barrios enteros ya que ―como escribía Iván Illich― el transporte más rápido para algunos inevitablemente empeora la situación de los demás. La dependencia del automóvil es profundamente estructural y se retroalimenta a sí misma; Cuantos más coches, más espacio se necesita para albergarlos y cuanto más espacio, más grandes las ciudades y más dependientes nos volvemos de conducir. Por ello, la sola promoción de la bici urbana no se postula como alternativa viable, ni tiene vocación de influir en ese río de coches que diariamente entran y salen de nuestras ciudades, sino se enmarca en un conjunto de múltiples políticas que abarquen la transformación del espacio urbano, el fomento del transporte público ―y la intermodalidad entre ambos― y que a la vez disuadan de utilizar el coche penalizando y a la par ofreciendo alternativas.
A corto plazo debemos responder a la urgencia climática y es posible y mucho más rápido quitar los coches de las carreteras y ciudades, fortaleciendo el tren de cercanías y media distancia y dotando a los grandes polígonos y a las poblaciones dormitorio de buenas y adecuadas redes de transporte público
La bicicleta urbana tiene otro papel mucho más relevante y que va más allá de la contabilidad de las emisiones. Posee un potencial sumamente transformador de las ciudades, de su paisaje y de sus ciudadanos. El ciclismo urbano descongestiona el transporte público, contribuye a mejorar el aire de su ciudad, es silencioso y además mejora la salud mental y física de sus practicantes. Los ciclistas urbanos proyectan en sus trayectos la ciudad del futuro descarbonizada, donde la base de la movilidad se realiza con energía humana. El ciclismo urbano es una práctica revolucionaria que nos divorcia corporal y psicológicamente de los combustibles fósiles.
Está más que demostrado que la bicicleta es el vehículo descarbonizado por excelencia. Y sin embargo, a pesar de sus ventajas, si repasamos la historia de las últimas décadas el esfuerzo por promocionarla ha cosechado desiguales éxitos. Y es que, bajo mi punto de vista, el ciclismo vehicular se ha fundamentado en algunas premisas defectuosas, obviando como se construyen las decisiones y no dimensionando correctamente la profunda dependencia estructural a los vehículos motorizados.
Sobre los grados de moverse
Jane Jacobs, en su clarividente libro, “Muerte y vida de las grandes ciudades”, advertía que un exceso de vehículos sacrifica las necesidades de los peatones y que da igual si estos vehículos son caballos, bicicletas o automóviles. Esto se debe a que podríamos ordenar a los usuarios del espacio público por su vulnerabilidad. Un peatón con la única fuerza de sus piernas, sus pulmones abiertos y su cuerpo como escudo ha de sentirse siempre amedrantado por cualquier vehículo de ruedas más rápido, más fuerte o más pesado.
Los ciclistas urbanos proyectan en sus trayectos la ciudad del futuro descarbonizada, donde la base de la movilidad se realiza con energía humana. El ciclismo urbano es una práctica revolucionaría que nos divorcia corporal y psicológicamente de los combustibles fósiles
Y exactamente lo mismo sucede con el ciclista rodeado de tráfico. Es una falacia ―muy repetida pero no por ello más real― que la bicicleta es un vehículo más. Un ciclista no puede competir con un automóvil, que tiene una capacidad muy poderosa de acelerar y de alcanzar velocidades sobrehumanas en escaso margen de tiempo. Tampoco tiene su volumen, ni tiene el mismo peso ni ocupa el mismo espacio. Un ciclista apenas hace ruido y su presencia en la vía pública es tan minimalista que con demasiada facilidad se pone en el punto muerto de los retrovisores. Un ciclista y un conductor no están en igualdad de condiciones y las normas de circulación pensadas para unos no valen para los otros.
Hay grados de moverse y algunos están en clara desventaja. Por lo tanto, del mismo modo que los peatones se sienten amenazados por las bicicletas que transitan por las aceras, el tráfico apabullante de una avenida con varios carriles y velocidades de 50 km/hora amedrenta y coarta a muchos ciclistas. Así que el mismo razonamiento que aconseja segregar a ciclistas y peatones se aplica al ciclismo vehicular y al tráfico motorizado.
¿Pacificar el tráfico?
Muy a menudo se habla de pacificar el tráfico, como si hubiera alguna posibilidad de transmutar una cosa en otra que está ontológicamente alejada. Solo hay que reflexionar sobre la palabra pacificar ―que en su primera acepción significa “establecer la paz o la calma donde no la había”― para comprender que el tráfico no se puede pacificar. Y no se puede pacificar porque es un monstruo que monopoliza el espacio urbano, que emponzoña el aire con hollín y dióxido nitroso, que coloniza nuestros oídos con un rumor atronador que incluso desgañita a los gorriones y, además, porque determina una velocidad vital en el metabolismo urbano que excede con mucho a la de las personas.
No hay nada que pueda ser pacífico si su sola existencia te agrede: las emisiones de los tubos de escape de los motores diésel están catalogadas con la calificación de alta probabilidad cancerígena por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer y está más que probada la incidencia de las partículas nocivas de la boina negra sobre nuestras ciudades en múltiples enfermedades respiratorias, cardiovasculares, diabetes, etc. Ni la polución ni el tráfico son pacíficos, no se puede pacificar aquello que nos envenena.
Básicamente ese miedo a circular entre el tráfico es lo que impide que el ciclismo urbano despegue y las avenidas se llenen de bicicletas con la suficiente presencia para entorpecer la circulación y no ser peligrosamente sorteadas
Y llegados a este punto, quiero rescatar un interesante y revelador estudio del proyecto LIFE RESPIRA, que entre otros objetivos cuantificó la concentración de contaminantes inhalados por los ciclistas en condiciones reales de tráfico y también lo que se llama el efecto distancia, obteniendo unos datos lo suficientemente alarmantes como para que los ciclistas que gustan de circular por la calzada se lo replanteen. Porque circular por la calzada supone un aumento de entre el 37% y el 54% de los NOx con respecto a circular por el carril bici o la acera. El ozono solo varía un 5% pero sin embargo el aire de la acera tiene un 90% menos de material particulado PM10 y un 52% menos de PM2, 5. A la vez constataron que algunas especies vegetales son esenciales como pantallas verdes y protegen de la contaminación ambiental. A la luz de estos datos no es difícil afirmar que los carriles bici, y más si están amurallados por una línea de vegetación, amortiguan gran parte de la contaminación ambiental a la que el ciclista está directamente expuesto cuando circula por la calzada.
Y es que no se necesitan héroes que pacifiquen el tráfico a costa de su integridad física y su salud pulmonar. En realidad, lo que necesitamos es una movilidad regida por los cuidados, la moderación y la prudencia. Otro estupendo trabajo llamado Sobre espejos y espejismos en el auge de la bicicleta en la revista Transporte y Territorio hace una interesante lectura de género sobre el ciclismo urbano. Cuanto más normalizado está el uso de la bici más mujeres la usan, y no es por la capacidad física de las mismas sino porque su sensibilidad y percepción del riesgo es mucho mayor. De hecho, como la Organización Mundial de la Salud nos recuerda, hay una clara correlación entre la conducta de seguridad vial, la propensión a tener accidentes y el sexo. Los varones jóvenes tienen más probabilidades que las mujeres de verse involucrados en accidentes de tránsito mortales.
Y yo me pregunto si necesitamos una sociedad que se arriesgue más o necesitamos ciudadanos cuya guía vital esté inspirada en los principios de la prudencia y el cuidado. ¿Queremos una movilidad activa que se inserte en el tráfico a no menos de 20% km/hora intentando no entorpecer el ritmo mastodóntico de los coches? ¿O queremos una movilidad ecofeminista e inclusiva que permita a grandes y a pequeños, jóvenes y a mayores, circular en bicicleta por su ciudad? ¿Cuál de los dos modelos es realmente un catalizador de cambio?
La disputa del espacio
Llevamos ya varias décadas repitiendo como un mantra que las bicis en la calzada le roban el espacio al coche. No hay ninguna duda, es así cuando por ejemplo fletamos un bicibús que lleva a los niños al cole del barrio o cuando se organiza una Masa Crítica, pero en nuestras ciudades donde como mucho ―y es mucho― un 10% de los ciudadanos son ciclistas, diariamente, las bicis por si solas, aisladas, no roban ni un ápice del espacio al tránsito motorizado. Y básicamente ese miedo a circular entre el tráfico es lo que impide que el ciclismo urbano despegue y las avenidas se llenen de bicicletas con la suficiente presencia para entorpecer la circulación y no ser peligrosamente sorteadas. Es la pescadilla que se muerde la cola, un círculo vicioso, para que el tráfico no intimide tenemos que llenar las calles de ciclistas, pero los ciclistas no se animan porque el tráfico intimida.
Sin embargo, hay una manera realmente efectiva de robarle espacio en la calzada a los automóviles. Un trabajo indispensable firmado por Vicente Hernández-Herrador y Ricardo Marqués sobre la incidencia del “carril-bici” en el espacio urbano de la ciudad de Sevilla publicado en la revista Habitat y Sociedad concluye que la construcción de la red básica de vías ciclistas en esta ciudad se tradujo en una pérdida de espacio en la calzada (8,8 Ha, aproximadamente el 53% de la superficie total dedicada a vías ciclistas), seguida por una notable urbanización de superficie sin pavimentar (4,4 Ha, 38% de la superficie dedicada a vías ciclistas) y una pérdida de 1,5 Ha de superficie peatonal, aproximadamente un 9% de la superficie de vías ciclistas generadas. Cuantificado este dato y sabiendo que la bicicleta ha tenido un verdadero impulso en Sevilla, no es difícil argumentar que sí, que hay una manera real ―física― de disputar el espacio de la calzada a los coches y promocionar la bicicleta. Y que esta manera no es esperando que los ciclistas superen sus miedos y la ocupen sino construyendo vías ciclistas en detrimento de los carriles de circulación para los coches y de las plazas de aparcamiento.
Casos de éxito sí, pero según el prisma con que se miren.
Si analizamos aquellas ciudades en las que el ciclismo urbano florece, casi siempre nos daremos cuenta de que son ciudades ―como Valencia― en las que se ha combinado la construcción de infraestructuras ciclistas en las grandes avenidas con las calles 30 en vías de un solo carril. Sazonado, eso sí, con una buena ordenanza municipal que legitima al ciclista en la calzada. La fórmula es imbatible y tiene un brutal efecto llamada, ciudadanos de toda condición desempolvan sus viejas bicicletas ochenteras y salen a la calle. Es con toda probabilidad un salto de conciencia, puesto que aquel que se mueve en bici por la ciudad, empieza a interpelarse por el espacio público que ocupa el coche o, por ejemplo, se pregunta de qué manera, cuándo y cómo puede combinar el transporte público con su bici o se cuestiona la accesibilidad de andenes y trenes. Es como si el ciclismo urbano fabricara ciudadanos más comprometidos y críticos con su ciudad y los usos del espacio.
No es suficiente fomentar la bici en la ciudad si a la par se despliegan proyectos extractivistas que tienen como resultado más tráfico rodado, más asfalto, más gases GEI y más partículas contaminantes
Sin embargo, desde la óptica de la emergencia climática no es suficiente, no es suficiente fomentar la bici en la ciudad si a la par se despliegan proyectos extractivistas que tienen como resultado más tráfico rodado, más asfalto, más gases GEI y más partículas contaminantes y si, además, se menoscaban las redes de transporte público interurbanas como el tren de cercanías. Las políticas encaminadas a contener las emisiones de CO2 deben tener una visión de conjunto y tener como horizonte temprano la relocalización de la economía, el refuerzo de los circuitos cortos, la agroecología local, la reconversión de sectores enteros de la industria y en general el decrecimiento. Articulando nuestras sociedades en torno al transporte público y no en torno al coche privado. Necesitamos sociedades solares, verdaderamente insertas en la biosfera, que hayan superado la dependencia de los combustibles fósiles, que sean lentas, al margen de la prisa, conectadas a los ritmos naturales de la luz del día y al ritmo interno de las propias estaciones. Y todo ello ha de hacerse invirtiendo muchas horas en explicarlo, en hacer pedagogía y, sobre todo, en desarrollar políticas de amortiguación social para que los de siempre, los más vulnerables, no salgan perjudicados.