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Laboral
El Tribunal Supremo asesta un nuevo golpe a la contratación temporal
Seguramente, a pocos escapa que la temporalidad es un mal endémico del entorno laboral español, donde la tasa de contratación sometida a plazo o condición de resolución se sitúa muy por encima de lo que lo hace en países de nuestro entorno. Para apreciar la magnitud del fenómeno, tan solo es necesario recordar que, según Eurostat, en el último trimestre del pasado año en España había más de 3.5 millones de personas con contrato temporal. Bastantes menos que los más de 4 millones que empezaron el año con un contrato de este tipo, en sintonía con lo sucedido en el conjunto de la Unión Europea, donde más del 80% de los empleos perdidos durante la pandemia correspondían a contratos temporales.
Esta singular preeminencia de la contratación temporal es fruto y resultado de muchos y variados factores. Existe una cultura empresarial especialmente proclive a acudir a los contratos de duración determinada tan arraigada que llega a empapar la forma de proceder de las propias administraciones públicas, donde la tasa de temporalidad es incluso más elevada que en el sector privado. Y esta tendencia socioempresarial, por llamarlo de algún modo, encuentra terreno abonado y fértil para los desmanes en una legislación excesivamente laxa y sin verdadero efecto disuasorio respecto a la temporalidad fraudulenta o abusiva. Es en este sentido que resulta remarcable el valor de la nueva doctrina del Tribunal Supremo, al expresar una vocación de contención de la temporalidad de la que, desgraciadamente, adolece en buena medida la normativa laboral vigente.
La forma común del contrato es de duración indefinida
Por más que la afirmación del ladillo pueda sonar a ironía para muchas personas, especialmente las más jóvenes, cuya vida laboral es una larga sucesión de contratos temporales, tanto la legislación española como la comunitaria definen por defecto el contrato de trabajo como celebrado por tiempo indefinido. Obviamente, eso no significa que sea inextinguible. Ni tan siquiera que no pueda ser resuelto con facilidad. Simplemente señala que en el momento de celebrarse el contrato no existe la certeza de cuándo será resuelto, bien sea por alcanzarse el momento de una hipotética expiración temporal o por concluir el servicio o la obra a prestar.
Por tanto, la contratación temporal siempre debiera tener carácter excepcional. Y eso no es un juicio de valor ni una opinión. Es sencillamente lo que marca con rotundidad la ley y lo que permite decir, con certeza, que la inmensa mayoría de los millones de contratos celebrados en España cada año están constituidos en fraude de ley y ocultan relaciones laborales de carácter indefinido.
Esta sencilla consideración es el hilo conductor sobre el que el Tribunal Supremo ha construido su análisis de la cuestión y ha fundamentado su importante cambio doctrinal puesto que, desde principios de la década de los noventa y hasta ahora, admitía que la duración del contrato por obra o servicio podía establecerse en función de la duración de una contrata.
¿Y ello por qué? Pues, seguramente, debido a la proliferación y la creciente presencia de las empresas multiservicio en todos los campos productivos. Una tendencia en plena expansión que ha hecho de la subcontratación un modelo en boga, impulsado por la preeminencia que la última reforma laboral de 2012 otorgó a los convenios de empresa por delante de los convenios sectoriales. Para muchas empresas, la externalización de servicios o incluso la de la propia actividad principal ha supuesto la posibilidad de recurrir a trabajadores contratados por terceros y cubiertos por convenios habitualmente regresivos que establecen menores salarios y peores condiciones que las que hubieran sido de aplicación en caso de contratarlos directamente. Precisamente para eso se priorizaron los convenios de empresa, que nadie lo olvide.
Acceder a las garantías de la legislación europea
Además de las evidentes consecuencias en términos de pauperización de las relaciones laborales, esta dinámica supone que son cientos de miles los trabajadores empleados por estas empresas multiservicios cuya práctica labora está permanentemente ligada a contratas y, por tanto, condenados a una eterna temporalidad sin posibilidad de solución. Es decir, si a una persona la contrata, por ejemplo, Acciona Facility Services, la división del grupo empresarial Acciona dedicada a ofrecer servicios logísticos, su trabajo siempre se desarrollará en el marco de una contrata dado que su empresa no tiene otra razón de ser que ejecutar las tareas que le son encomendadas a través de contratas y subcontratas. Por tanto, encadenaría una y otra vez contratos temporales de duración coincidente con el del la contrata, a pesar de que la legislación impide la excesiva concatenación de contratos temporales y fija límites en el tiempo a la duración máxima de una relación eventual o por obra y servicio.
El Tribunal Supremo, a través de la sentencia de la que ha sido ponente la magistrada María Lourdes Arastey Sahún, razona con buen criterio que esta realidad tan cotidiana en el mercado laboral español resulta incompatible con la normativa comunitaria que señala la temporalidad como excepción reglada y el trabajo por tiempo indefinido como norma habitual. Así, la resolución recoge que “en [las] empresas, en las que el grueso de la actividad económica reposa exclusivamente sobre personas contratadas de forma temporal, desaparece el marco ordinario de condiciones de trabajo que sería, hipotéticamente, el que habría de partir de la regla de las relaciones laborales indefinidas”.
Duro golpe, pero todavía insuficiente
El Tribunal Supremo sentencia que no cabe establecer un mecanismo de automatización generalizada de la temporalidad en aquellas empresas dedicadas a prestar servicios a terceros. Y no cabe duda que el alcance de esta resolución es importante y supone un punto de inflexión en la regularización de la subcontratación. Pero por sí misma, la sentencia es insuficiente para acotar la temporalidad. A la práctica, la mayoría de las extinciones que deriven de la finalización de una contrata tan solo pasarán de ser indemnizadas a razón de 12 días de salario por año trabajado a serlo con 20 si la finalización o el despido es procedente y 33 si se considera improcedente. Positivo, por supuesto, pero escasamente disuasorio para las empresas.
Tal y como hemos venido defendiendo en numerosas ocasiones, si se quiere desactivar los efectos perniciosos de la subcontratación y la intervención de las empresas multiservicio es necesario actuar a través de reformas legislativas ambiciosas que realmente protejan a trabajadores y trabajadoras. Y ello pasa por establecer la prohibición de la subcontratación de la propia actividad o, al menos, fijar la obligatoriedad de que en este supuesto de externalización de la propia actividad siga resultando de aplicación el convenio que rija en la empresa principal.
Así mismo, es necesario y urgente reforzar los mecanismos de subrogación y sucesión para evitar que con cada renovación de una contrata se produzca una verdadera competición entre las empresas candidatas a ejecutarla por realizar la oferta que conlleve menor coste puesto que esta reducción de costes se traslada indefectiblemente al salario de las plantillas. De este modo, con cada renovación se producen supuestos de sustitución de personas con indemnizaciones mínimas por empleados con menor sueldo de la nueva contrata mientras se mantienen inalteradas las necesidades. Una verdadera y dramática espiral de precariedad que se ha convertido en el signo de nuestros tiempos.
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