Sistémico Madrid
Ana Botín o la obligación de desconfiar
El grueso de la fortuna que su padre ocultó en paraísos fiscales no está en las 20 empresas que Ana Botín y sus hermanos controlan desde un vigilado callejón en el corazón de la colonia de El Viso.

La banca y la industria financiera nos han enseñado a no creer con verdadera eficacia. Tan inhumana es su naturaleza y tanto el daño causado que tenemos la obligación de desconfiar de personas como Ana Botín (Santander, 1960). Así, con este pensamiento me adentré pasadas las lluvias de abril en la colonia El Viso. A tranquilo y coqueto no le gana ningún barrio de Madrid. No esperaba encontrarme a nadie y así fue. Caminé sola, a media mañana, por floreadas calles dedicadas a ríos hasta Henares 7, un callejón de ida y vuelta colmado de cámaras de seguridad.
El chalé (437 metros, año 1968), enlucido en amarillo nápoles y de puertas y ventanas pequeñas, no destaca nada en un vecindario donde moran también Florentino Pérez y Aznar Jr. Propiedad de los Botín desde hace décadas, da cobijo a las sociedades de cabecera de la presidenta del Banco Santander: Pérgamo Inversiones SL, Cronje SL, Taikon inversiones SL y Bafimar SL. Con ellas controla sus participaciones personales —las que se conocen— en el Banco Santander (0,13%) y Bankinter (0,67%).
La tesis inicial de la desconfianza obligatoria se alimenta de capítulos como el del pasado 23 de marzo en la última Junta General anual del banco celebrada en Santander. Uno de los accionistas se dirigió al consejo de administración desde la platea para denunciar un robo. Meses antes había acudido a una sucursal de Pozuelo de Alarcón a buscar financiación para comprar una casa. El banco tardó más de lo habitual en decidir concederle el crédito, tanto que el inmueble cayó en otras manos. Semanas después, el agraviado averiguó en el Registro de la Propiedad que quien lo había adquirido era un apoderado del Banco Santander en la localidad, David Almazán Sánchez. La respuesta de Ana Botín fue: “La situación ha sido totalmente casual. El proceso fue justo y se hizo correctamente”.
Este año hará cuatro que Emilio Botín falleció de forma repentina. Dos años antes había pagado 211 millones a la Agencia Tributaria sin rechistar tras conocerse que, según la documentación que aparecía en la lista Falciani, llegó a ocultar más de 2.000 millones de euros en cuentas y redes societarias en Suiza, Panamá y las Islas Vírgenes. Su testaferro (y el de su hermano Jaime) era un ejecutivo del banco en Luxemburgo, Paul Louis Saurel.
Los seis hermanos Botín-Sanz de Sautola O’Shea controlan el 1,1% del Banco Santander, valorado en mil millones. Otro 48% del banco está custodiado por nueve entidades financieras de Estados Unidos (38%), Francia (6%) y Alemania (3%) que operan en nombre de terceros. Y al igual que se mantiene oculto el titular último de ese enorme porcentaje del banco, nadie sabe ni investiga dónde y en qué manos está el grueso de la herencia del banquero fallecido.
No la busquen en la casita de El Viso. No en las veinte sociedades propiedad de los hermanos allí radicadas y gestionadas, por cierto, por un antiguo contable de Alianza Popular. Estas solo dejan entrever, por ejemplo, que Francisco Javier Botín (Santander, 1973), el hermano pequeño de Ana Botín y financiero, declara otro 0,6% de Bankinter a través de su sociedad Agropecuaria El Castaño SL (quién sabe si los otros cuatro hermanos heredaron también una parte similar). O que Nueva Azil SL, de su más ociosa hermana Carolina, tiene sociedades vinculadas en Malta donde guarda al menos 161 millones de euros en gran parte procedentes de dos sociedades de las Islas Vírgenes Británicas. Los accionistas del Banco Popular que protestaban a gritos en la junta general de marzo, presidida por Ana Botín, Sol Daurella y Villar Mir, entre otros, estarán de acuerdo en que desconfiar de un Botín es un paso obligado.
Como se ha escrito, Ana Botín ha sido adiestrada para pilotar la empresa más poderosa de España. A diferencia de Pablo Casado, Botín sí fue a estudiar a Harvard, aunque se licenció en la más modesta Bryn Mawr College de Filadelfia, sólo para mujeres. Y a los 20 años entró a trabajar en JP Morgan, el banco de David Rockefeller, con quien coincidió un año. A buen seguro que su padre la imaginó entonces ungida por el irresistible vaho del primer banquero de Manhattan, del que tampoco podía fiarse nadie.
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