En el primer largometraje de David Lynch, Cabeza borradora, una mujer de ropa y actitud naif cantaba insistentemente: “En el cielo todo va bien”. Esa canción, “In heaven”, hizo una cierta fortuna a través de las versiones de múltiples grupos, de Devo a Pixies pasando por Bauhaus. Sirvió también para poner música al lado más angélico de la filmografía del realizador. Porque los cuentos de Lynch pueden incluir abundantes dosis de perversidad, pero han terminado repetidamente con tonos más luminosos.
Los finales de Corazón salvaje y Twin Peaks: fuego camina conmigo ejemplificaron esta tendencia. Lynch concluía esos viajes al lado más oscuro de los backyards de los Estados Unidos con fantasmagorías benignas, apariciones de belleza y bien absolutos que podían considerarse encarnaciones de inocencias no manchadas por el horror. Eran, quizá, signos de que el artista internacional que resumió su biografía en clave localista (“Nacido en Missoula, Montana. Eagle Scout”) conserva algo del estadounidense medio, atraído por los finales felices, el terror moralista o el dualismo en la representación de bienes y males fácilmente discernibles.
Quizá no es así. Porque el happy end desaforado de Terciopelo azul, con estampas de vida apacible y vuelta al orden embellecidas con el canto etéreo de Julee Cruise, parecía sarcástico. Y porque en la filmografía de Lynch encontramos muchos limbos y muchas zonas grises, aunque raramente se pierda la noción de un bien y un mal distinguibles.
El realizador se ha movido gustosamente entre los polos más o menos opuestos de lo oscuro y lo luminoso, lo bello y lo siniestro. También ha explorado sus yuxtaposiciones a través de luces negras y oscuridades esclarecedoras, de momentos siniestramente bellos o bellamente siniestros.
En los últimos años, se diría que el Lynch maduro ha rediseñado esas catarsis extrañas que dejaban al espectador descolocado: ¿tenía que consolarnos una especie de aparición mariana tras contemplar la horrible noche final de Laura Palmer en Twin Peaks: fuego camina conmigo? Las posteriores Mulholland drive e Inland empire acabaron con destellos de luz entre tonos más oscuros.
Háganse las tinieblas
¿Qué lugar ocupa la nueva temporada de Twin Peaks en todo ello? De nuevo, tenemos espíritus malvados. Y presencias benéficas más grises, como ese Fogonero que tiene más de dios partidario de la intervención mínima que de entregado ángel de la guarda.
No se puede decir que la serie caiga precisamente del lado del optimismo. Entre otras cosas, por la estupidización que sufre Dale Cooper, el héroe más luminoso de la obra lynchiana. Cooper era un verdadero entusiasta que disfrutaba con fruición e ingenuidad casi infantil de cafés, donuts y pasteles de cerezas. No dejaba de loar las bondades de una pequeña localidad algo alejada de la modernidad pero acechada por males atávicos (o no tan atávicos: ¿todo comenzó con la bomba atómica o esta solo generó una fisura entre dos mundos?), incluso cuando comenzaba a conocer sus secretos más terribles. Podría considerarse casi un símbolo del obstinado optimismo americano, una fortificación levantada sobre una realidad violenta.
Las escenas más luminosas de la nueva serie tienen mucho de falso, comenzando por la vida familiar de la que se apropia sin quererlo el precariamente renacido Cooper, un Ulises perdido en una odisea ridícula.
Desaparecida la trama de amor adolecente sublime entre la mejor amiga y el amante de Laura Palmer, encontramos otro amor entre jóvenes... que incluye malos tratos y disparos. Incluso un espacio de confort como la comisaría de Twin Peaks resulta mucho más gris.
Aunque algunos personajes ariscos o directamente criminales se hayan ablandado con la edad, el mundo parece más hostil en esta última temporada de la serie. No estamos en el cielo, ni siquiera en el espejismo paradisíaco con monstruos agazapados que nos presentaba la serie original. Quizá es parte de la lógica narrativa, después del triunfo del mal sobre el bien que se escenificaba en el final de la segunda temporada. O quizá también tiene que ver con la evolución vital de sus autores.
Explorando el final
El hombre que amaba las cosas de chavales (“porque hay tanto misterio cuando eres un chaval...”, declaró) ha firmado una de las series más gerontófilas de la modernidad. Y sí, la televisión no está sometida a la lógica del cine blockbuster, que intenta construir éxitos intergeneracionales usando a los adolescentes como grupo principal de interés.
Pero Lynch redobla la apuesta con su Twin Peaks de 2017: apenas hay añadidos rejuvenecedores de entidad (como una nueva agente del FBI) en un cásting plagado de intérpretes sexagenarios y septuagenarios. Varios de ellos murieron a lo largo del rodaje o antes del estreno de la nueva serie.
El regreso a la comisaría de Twin Peaks resulta mucho más oscuro, entre referencias a la enfermedad del sheriff Truman (en este caso, una excusa para justificar la ausencia voluntaria del actor retirado Michael Ontkean) y, sobre todo, las apariciones de La Mujer del Leño. La vida de la actriz, enferma de cáncer que falleció en pleno rodaje, influye en el personaje. Sus enigmáticas y sufridas llamadas al agente Hawk inoculan en la serie algunas dosis de un dolor auténtico. Queda a un lado ese Lynch distante en la representación de la muerte, que filma tiroteos con un laconismo estupefacto, oscuramente cómico.
La mortalidad humana se filtra en algunas imágenes de la serie. Y su realizador prefirió no protegernos de ello, no levantar barreras de contención. Además, como ya hacían algunas secuencias de Cabeza borradora, la nueva Twin Peaks remite (voluntariamente o no) a un horror cósmico que puede tener vínculos con la espiritualidad. O al revés: a una espiritualidad que puede asociarse con el horror cósmico. Sus escenas pueden ir más allá del juego con el espectador, incapaz de seguir la narración sin dudas ni interrogantes, para convertirse en símbolos de la limitada capacidad humana para entender la vida, el universo y el tiempo.
Eso sí: el agente Cooper no cae en la locura propia de los héroes fracasados de H. P. Lovecraft. Y Lynch nos deja sumergidos en la oscuridad y la confusión, pero lo hace al estilo de Carretera perdida: con una resolución que puede tener ecos fatalistas pero también es juguetona.
El cineasta se despide con un golpe surrealista donde la catarsis no se encuentra en un golpe emocional que cierre el drama, sino en la apertura de una nueva puerta a través de otra pregunta. Con un continuará posible, aunque ya no podrán participar activamente en él muchos de los rostros que conocimos previamente en este sueño oscuro.
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