Opinión
El 8M que pasé aislada en una Sanidad madrileña caótica y colapsada

La redactora de El Salto Madrid Sara Plaza ha estado desde el sábado en un hospital de Leganés esperando los resultados de las pruebas de coronavirus que han llegado el 10 de marzo. A pesar del esfuerzo de la plantilla sanitaria, el caos —pero sobre todo, la paranoia— marca las primeras horas de la “contención reforzada”.

Todo empezó con una visita a Urgencias de las habituales. Mi hijo sufre crisis asmáticas de manera habitual, especialmente cuando se constipa. Si son graves no puede respirar. El Ventolín se queda corto y no nos queda más remedio que visitar al médico. Pues eso es exactamente lo que hicimos el sábado por la tarde como algo a lo que estamos ya más o menos habituadas. Nos dirigimos al Hospital Severo Ochoa de nuestra ciudad, Leganés, como otras veces. Pero no era un sábado cualquiera y nos abrió la puerta la ‘paranoiavirus’ y el colapso. Una peli de terror impostado muy contagioso y caótico. Una Sanidad que va improvisando a marchas forzadas ante el colapso de un sistema sanitario ultrarrecortado al que hoy acuden todas, ricas y pobres. Y en el que las profesionales (hasta ahora solo hemos sido atendidas por mujeres) se están dejando la piel.

Cuando nos llamaron por megafonía y pasamos el box de triaje lo primero que dije es que mi hijo tenía tos. Antes de acabar mi discurso ya teníamos puestas dos mascarillas. Dos mascarillas que nos marcaban frente al resto y que nos subrayaban en la sala de espera como posibles focos del mal. Una mascarilla que, a mi hijo, quien abría la boca como un pez debajo del agua, le impedía respirar. Y lloraba. Mucho. Para prevenir una posible propagación de una hipotética posibilidad que flotaba en el subconsciente colectivo como una pesada nube tóxica él estaba luchando por conseguir aire para respirar. ¿Cómo se le explica esto a un niño?

Antes de proseguir, quiero hacer hincapié en que el trato recibido por el personal en la mayoría de las veces ha sido impecable. Tenemos unas profesionales sanitarias de 10 que ahora están dando el callo como nadie. Que capean como pueden entre un protocolo que cambia por horas, que a ratos deja huecos que dejan paso a la improvisación. Órdenes que cuando ya se están procesando vuelven a cambiar. Y que estiran los recursos sanitarios que los 25 años de gobierno del PP han trasquilado.

Cuando nos recibió la doctora decidió que lo mejor era aplicar salbutamol, el medicamento que yo uso en casa. Los aerosoles no se podían suministrar en urgencias, tal y como dictaba el nuevo protocolo. Los vapores que emiten puede ser un foco de contagio. Y así lo intentaron con mi hijo. Usaron la nueva técnica, que consiste en 9 puffs y otros 4 de otro inhalador, hasta en tres ocasiones. El pequeño no mejoraba. Tocaba ingresar, pero… en aislamiento.

Y aquí empezó el nudo de la película. Al principio podríamos estar mi pareja y yo con el peque, turnándonos para cuidarle, con una mascarilla en la cara, eso sí. Yo aproveché para ir a casa y hacer acopio de lo que se me ocurría necesario para lo que en mi cabeza iba a ser una noche. Mi pareja se quedó con el peque. Cuando llegué, la cosa había cambiado: solo podía quedar uno y el otro debería conformarse con hacer visitas. Mi pareja sufre también crisis asmáticas como el peque y, ante las noticias que nos llegaban de los posibles colectivos de riesgo, decidimos que debía quedarme yo. A mi peque le tomaron unas muestras que procesarían por partes: unas en este hospital para analizar posibles gripes y otras las enviarían al Doce de Octubre que por aquel entonces era el único hospital que estaba realizando pruebas de coronavirus. Un único hospital para toda la Comunidad de Madrid que andaba moviendo ficha para reforzar personal a marchas forzadas. En plena crisis de coronavirus en un día en el que Madrid multiplicaba positivos sin descanso.

Pasé la noche del sábado pegada a mi hijo con una mascarilla mientras él iba mejorando de manera notable gracias a los aerosoles que aquí en esta habitación de aislamiento en la que estamos sí se pueden usar. Por la puerta entraba y salía personal vestido de ‘astrako’ con máscaras gigantes, antaño usadas para limpiar chapapote, que al final me tocó llevar a mí también tras otro cambio de protocolo. Mientras hacían su tarea nos pedían disculpas con la mirada que se acertaba a ver al fondo de unas gafas de laboratorio. Y algunas también de viva voz. La situación era incómoda también para ellas, que no podían sentir ni la temperatura del paciente. Pero había que evitar contagios, esa era la máxima.

A eso de las tres menos cuarto nos han comunicado, por fin, el resultado negativo. Hasta entonces hemos estado esperando una comunicación oficial que ha debido venir a lomos de una burra 

El domingo era 8M y yo no pude ir a la manifestación. Por primera vez en muchos años cambié activismo en las calles por cuidados dentro de una habitación de aislamiento. Este año no había huelga en Madrid, pero yo no hubiera podido hacerla. Mi pareja entró a visitarnos, tal y como habíamos acordado la noche anterior, pero el personal se dirigió corriendo a la habitación para informar de que no podía ser. O él o yo. No había más. Nos recriminaron también por qué no llevábamos una bata que se supone que era obligatoria. Nadie nos había dicho que tuviéramos que llevar una bata verde para estar junto a nuestro hijo. El surrealismo alcanzaba cotas cada vez más altas mientras intentábamos concienciarnos a marchas forzadas de que la cosa era por el bien de la humanidad.

Mientras, más de 60 horas ni rastro de los resultados de coronavirus. El lunes por la mañana yo me empecé a impacientar. Desde el sábado por la noche nadie nos daba noticias porque “el Doce de Octubre debe dirigirse a nosotros, nosotros no podemos llamarles”. Me llegaban noticias de un Doce de Octubre colapsado que ya tenía los resultados. Pero el caos nos alejaba de ellos.

Tampoco habían pasado a hacer la cama ni a limpiar la habitación. Sabemos que era por el extraño y mutante protocolo, no por dejadez. Enfermaríamos entre bolas de polvo y restos de batas verdes antes que de coronavirus. Me quejé. Me quejé mucho. Perdí los nervios. Insistí en que vinieran a limpiar. Me decían que ya venían. Nadie aparecía menos mi padre al que sentí a la distancia haciendo fuerza y con posición firme, exigiendo en la recepción un mínimo de limpieza. De repente, y tras su petición apareció un hombre en nuestro cuarto que rocío el suelo con una lejía de alto voltaje. Mis ojos empezaban a escocer y mi pequeño empezó a toser sin parar. Ya estaba bueno y ahora empeoraría por esta extraña “fumigación”. Me cansé y abrí la puerta para que entrara algo de aire del pasillo. Ya nada podía ir a peor.

Hoy es martes y aquí seguimos, aislados. A eso de las tres menos cuarto nos han comunicado, por fin, el resultado negativo. Hasta entonces hemos estado esperando una comunicación oficial que ha debido venir a lomos de una burra o de un unicornio con alas. Mientras mis grupos de Whats App arden ante la incredulidad. Me llegan noticias de gente pasando la cuarentena en pasillos de hospitales. De personas que han dado positivo aisladas en hospitales a quienes no retiran ni la comida de la habitación. Al mismo tiempo me llega un urgente que dice que ya hay 782 contagios y 21 muertes por coronavirus en Madrid. Y que uno de los contagiados se llama Ortega Smith.

Mientras, en la imaginación de mi pequeño estamos de vacaciones en un resort. Le he contado que no podemos salir y que si saliéramos no hay donuts porque los supermercados están desabastecidos. Me dice que así mejor porque esperamos a que los repongan. Me llegan fotos de largas colas en establecimientos, de estanterías vacías. Y yo ya no sé si la mejor solución es quedarse aquí dentro. Fuera hace frío y paranoia colectiva. Aquí dentro estamos bloqueados de histerias. Y nadie nos mira mal por toser. O, si lo hacen, no se intuye tras el traje espacial.

Sanidad
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