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Ecofeminismo
Voces: Tierra de mujeres
María Sánchez, siempre tan generosa, nos cede este fragmento de su última obra, Tierra de mujeres, un libro que ha publicado acertadamente Seix Barral.
Con una voz sincera y nada simplista, la autora nos presenta en este ensayo la complejidad de ser mujer y vivir en el medio rural, por la doble invisibilización que eso supone. Una lectura ecofeminista que no solo recupera la memoria, sino que nos recupera el presente: el campo vivo y las mujeres están ahí, sosteniéndolo todo.
Otros se fatigaron
y vosotros os aprovecháis de sus fatigas.
San Juan 4,38
Hay una anécdota que cuenta la escritora Jenny Diski en su libro Lo que no sé de los animales que llevo conmigo desde que la leí por primera vez. Ella relata que, de pequeña, se quejaba constantemente de los chalecos de lana que su madre le obligaba a ponerse. Le picaban muchísimo y no los podía soportar. Su madre siempre le respondía igual. Diski tenía que dejarse de lloros y lamentos porque las prendas que llevaba estaban hechas con las mejores lanas que se podían encontrar en Bruselas.
Antes de contarnos esta historia de su infancia, la escritora tira de bibliografía y nos lanza un anzuelo con el concepto domesticidad. Este término, creado por el profesor de historia estadounidense Richard W. Bulliet, hace alusión al «conjunto de rasgos sociales, económicos e intelectuales que caracterizan a todas aquellas comunidades cuyos miembros contemplan como parte normal de sus vidas el contacto cotidiano con animales (a excepción de sus mascotas)».
Diski, recordando su reacción y la posterior contestación de su madre, que emigró con sus padres desde el shtetl a Inglaterra, afirmaba con rotundidad que se había convertido en un sujeto posdoméstico. Su madre era un sujeto sin relación ni contacto habitual con los animales. Un sujeto que había borrado por completo los animales y el medio que habitan sin miramiento alguno.
No es que la madre de Diski no supiera de qué raza autóctona procedía la lana que había comprado o de qué denominación geográfica eran esas ovejas que hicieron posible la lana. En qué lugar se había criado ese rebaño. O cómo era el sistema de producción. O qué factores eran los que daban al producto tanta calidad y valor para que se convirtieran en las mejores lanas de una ciudad.
No es que la madre de Diski no supiera nada. Es que lo obvió por completo. Es algo que no existía en su narrativa. Para ella, las ovejas no existían, como tampoco el pastor o la persona que esquiló a las ovejas y trató su lana. Para la madre de Diski el campo no existía. No hay más posibilidad. Con esa afirmación tan rotunda que le hace a su hija, el medio rural y sus habitantes no tienen posibilidad de existir. Porque no se contemplan. No se tienen en cuenta. No importan.
Esta anécdota sirve para hablar de nuestro medio rural y de las mujeres rurales que viven en él. Y con ellas no me refiero exclusivamente a las que trabajan en el campo siendo ganaderas, agricultoras, pastoras o jornaleras, sino a todas las que viven en los pueblos de nuestro territorio. Si se puede considerar que una gran parte de la sociedad que vive en las ciudades se ha convertido en sujetos posdomésticos, para los que el campo ni entra ni se contempla en su día a día, cómo no van a obviar a sus habitantes.
Vivimos en un país centralista. Madrid manda. Las grandes ciudades son las que toman decisiones. Las que marcan las pautas, los ritmos. A veces parece que la vida y lo importante sólo sucede en estos núcleos. El resto está siempre en un segundo plano, sin importancia, como si necesitara poco. Como si sus habitantes no tuvieran nada que decir.
Y si el medio rural es el gran olvidado, ¿qué pasa con las mujeres que lo habitan? ¿A qué plano pasan? ¿Cómo se las tiene en cuenta si en el lugar en que viven no se las contempla ni se las tiene en cuenta?
La respuesta es que las mujeres del medio rural son doblemente discriminadas. Doblemente obviadas. Doblemente olvidadas. Primero por su género, pero también por el lugar en el que residen y trabajan.
Hemos interiorizado ese desconocimiento hacia nuestros márgenes, hacia las manos que lo cuidan y hacia todos esos alimentos que producen. Nos han injertado ese vacío entre el medio rural y las ciudades. Lo vemos como algo normal. No preguntamos, no cuestionamos, no contamos. No queremos saber.
Es cierto que, en los últimos tiempos, el consumidor ha empezado a pensárselo dos veces antes de decidir qué echa en su carrito de la compra. Nos hipnotiza lo eco y lo bio, si bien la mayoría de las veces no damos la vuelta al alimento para leer su etiqueta.
¿Nos preguntamos acaso de dónde procede ese alimento?
¿Se ha producido en nuestro país?
Si no es así, ¿nos cuestionamos cuántos kilómetros ha viajado hasta esa estantería del supermercado? ¿Y los sistemas de producción?
¿Sabemos diferenciar si un alimento viene de un sistema industrial? ¿Si esa carne o esa leche o ese queso provienen de ganadería extensiva o de ganadería intensiva?
¿De qué animales proviene nuestra comida? ¿Razas autóctonas? ¿Razas en peligro de extinción?
¿Y la tierra?
¿Monocultivo? ¿Policultivo?
¿Agricultura industrial o familiar?
¿Qué semillas se han usado? ¿Qué sistemas?
¿Y la mano que cuida?
¿Nos preguntamos por la persona que hace posible nuestra comida? ¿Por su historia?
¿Por sus condiciones laborales?
¿Nos paramos a pensar todo lo que supone tener ese alimento al alcance de la mano?
Esto es lo que sucede con nuestra comida. Vivimos en ciudades en las que prácticamente no se produce nada de lo que consumimos en ellas. Necesitamos que otros trabajen, cultiven, críen, que, a fin de cuentas, produzcan para que nosotros podamos alimentarnos.
Es cierto.
Cogemos la comida de las baldas y la tiramos sin más al carrito de la compra. Como si lo que acaban de soltar nuestras manos se hubiera formado allí mismo, en el supermercado, como si viniera de la nada, sin un recorrido ni una historia detrás.
Vivimos a costa de nuestros márgenes. Son invisibles. No tienen voz para las ciudades. No existen por sí solos como tales. Creemos y damos por hecho que lo grande y lo nuevo sucede en la urbe.
Perdonadme si insisto:
El medio rural y las mujeres que lo habitan son las grandes desconocidas del territorio. Y no es porque no tengan voz ni nada que contar. La tienen, como todas. Lo que pasa es que no ocupan las grandes plataformas ni los altavoces que, casualmente, siempre se encuentran en los mismos sitios, en las grandes ciudades.
No hay un solo tipo de mujer rural. El medio rural es diverso y no tiene una única cara y voz. El medio rural es multitud. Tenemos muchas historias que rescatar y sacar de la sombra.
Cada día lo tengo más claro. Juntas, mejor.
En un mundo en el que cada día manda más lo individual y la inmediatez, volver la vista a nuestros márgenes es un ejercicio necesario y fundamental. Es curioso que, en nuestras ciudades, cada día surgen y crecen más colectivos que buscan como fin la comunidad. Que se caracterizan por la sororidad, la creación de vínculos con las personas que forman el grupo, que buscan, a fin de cuentas, un intercambio de saberes o de ayudas. A fin de cuentas, un tipo de cuidados. También en las ciudades crece cada vez más la inquietud por querer hacerlas sostenibles y verdes. Nos preocupa la contaminación, el cambio climático, lo que comemos. Nos da miedo y nos duele la soledad. No queremos ciudades frías, queremos comunidades.
¿Por qué olvidamos la raíz?
¿Por qué olvidamos de dónde venimos?
¿Por qué no mirar a nuestros pueblos?
Hace unos meses leí que había nacido en Madrid una iniciativa llamada «La escalera». Invita a conocer a los vecinos del edificio donde vives usando pegatinas en los buzones. Sentí como una especie de ternura y gracia. Empecé a reír. No paraba de imaginar las pegatinas, los vecinos leyéndolas, comenzando a saludarse entre ellos tras haber metido un trocito de papel en el buzón. «Ahora sí puedo llamar a la vecina del segundo para ver cómo está. Ahora alguien podrá recoger mis cartas, regar las plantas, estar pendiente de casa cuando me voy fuera o de vacaciones.»
En mi cabeza, seguía imaginando situaciones cotidianas resultado de una pegatina en un buzón. Y seguía riéndome, claro.
Porque pensaba en mis abuelas y en todas las mujeres de los pueblos. En sus casas. Con las puertas abiertas, con los zaguanes siempre encendidos. Unas pendientes de las otras, cuidándose entre ellas. Cruzando sus calles con las ollitas calientes, con cestos llenos de huevos y verduras, con el pan bajo el brazo. Compartiendo. Sin necesidad de buzones ni pegatinas. Sin necesidad de que alguien piense como original e innovador algo que es tan primario y que llevamos tan dentro: el afecto y los cuidados hacia los que nos rodean. El apego y la atención. La comunidad y sus vínculos.
Siempre he pensado que lo radical y lo realmente innovador sucede en nuestros márgenes. En nuestro medio rural. En nuestros pueblos. Lazos nuevos, tejidos que se crean, proyectos rompedores, ideas maravillosas, asociaciones, colectivos... y las que están detrás de todas estas iniciativas, en la mayoría de los casos, son mujeres.
Mujeres unidas reivindicándose y haciendo notar su voz. Ocupando los lugares que les correspondían, llegando poco a poco y, al fin, a los medios. Haciéndose con el espacio que les tocaba y que siempre les había sido arrebatado.
María Sánchez, Tierra de mujeres, Seix Barral,2019, pp. 65-72
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Claro, Mária,yo también lo siento claro: O juntas o el caos.Mira que yo protesto hasta de los animalitos en extensivo, si luego nos los comemos.. pero eso ha sido parte de una evolución particular de una y reciente.. ( últimos cinco años) y estoy consciente y al día de la función de ovejas y cabras autóctonas en el mantenimiento de nuestros ecosistemas, en la recuperación y la protección de razas autóctonas que nos limpian los campos, que ellas se saben desparasitar comiendo plantas del entorno, al día de los problemas que los test de tuerculosis y los falsos positivos...y el sacrificio de todo elrebaño, y el culpar a los salvajes....cuando la tuberculosis es un problema de inmunidad, de desequilibrio, al día de las cosas bellas que me demuestran mis compañeros de agricultura natural ( y yo aún sintener campo propio) el amor que le ponéis, las mujeres juntas, cada una con su sensibilidad... con ese multiverso que es reproducción de la complejidad bella de la naturaleza, de la capacidad de amor, de nutrir, de embellecer, de que estamos sin ellos- casi- sosteniendo los paisajes y dibujando un futuro y si no nos da tiempo? y si... las mujeres no pensamos en los isis...hacemos, aquí y ahora, sentimos con la naturaleza que nos anima, y poesía como la tuya nos nutre a las demás. Gracias. ( a mí también me picaban algunos jerseys que hacía mi madre...) ahora muchos años más tarde no me siento tan agusto como poniéndome mi jerseys rojinegro de ganchillo puro delana merina que lleva intacto 5 años, me encanta cuando tengo la oportunidad de varear un colchón de lana, de arroparme con ella cuando me tomo un té...de hacer mis kefires con la leche de vuestras cabras, ...sois las más valientes y os admiro y apoyo... Arrejuntémonos más,aún más.