Opinión
Paisaje bucólico con problemas reales de fondo
El desprecio del mundo rural convive con una visión esencialista y romantizadora que ve en el campo el lugar de la autenticidad y tradición, el sitio donde se conservan los valores importantes y las formas de vida que merecen la pena.

La llegada al poder de Donald Trump en enero de 2017 supuso la aparición de numerosos análisis que intentaban explicar las causas de su victoria electoral. Los medios de comunicación se llenaron de tertulianos y columnistas que estudiaban las encuestas para tratar de explicar qué había sucedido. Independientemente de su tendencia política, todos llegaron a la misma conclusión: el voto del interior rural de Estados Unidos era lo que había aupado a Trump hasta la presidencia.
Así, las elecciones se presentaron como el resultado de la confrontación entre una América progresista, culta y tolerante, que se identificaba con las grandes ciudades, y una América reaccionaria, inculta y racista, que se identificaba con las zonas rurales del interior del país.
Este análisis fue replicado enseguida en los medios españoles, que lo reprodujeron de forma unánime. Tras el desconcierto inicial, aparecía por fin alguien a quien culpar: el paleto racista y conservador, el hillbillie desdentado y semianalfabeto, el redneck que todavía guardaba en el armario el traje del Ku Klux Klan. La prensa se llenó de análisis que presentaban al mundo rural estadounidense como el depositario de los peores valores de la sociedad americana, como un lugar atrasado y reaccionario que se sentía amenazado por los valores progresistas, el mestizaje y la multiculturalidad de las grandes ciudades.
Estos análisis eran demasiado simplistas y enormemente tendenciosos, pero eso no importó demasiado. Encontraron eco porque confirmaban la visión mayoritaria sobre la población rural, porque refirmaban los estereotipos negativos acerca del campo que ya había previamente en la sociedad.
Si se estudian los datos de forma desagregada, se observa que el origen étnico, el nivel educativo, la renta o el sexo eran factores mucho más determinantes para explicar el voto que la procedencia rural o urbana, pero esas variables no solían aparecer en los titulares.
La prensa en España prefería reproducir el estereotipo del enfrentamiento entre el mundo urbano y el rural — “La victoria de Donald Trump en las elecciones del campo contra la ciudad” (El País, 10 de noviembre de 2016)—, o incluso relacionar directamente la figura de Trump con el campo andaluz —“El campo andaluz da las gracias a Trump y a los granjeros de Iowa” (El Confidencial, 19 de noviembre de 2016).
Los estereotipos sobre la población rural estadounidense se encontraban así con nuestros propios prejuicios sobre el campo del Estado español. La basura blanca americana, los millones de Cletus desdentados y analfabetos que deambulaban por los aparcamientos de caravanas, se encontraban con los jornaleros andaluces que se gastaban la paga del PER en el bar, con los agricultores que vivían de los subsidios europeos, con los paletos de la meseta que votaban en masa a la derecha.
Marc Badal, autor de Vidas a la intemperie (Pepitas de Calabaza - Cambalache, 2017), uno de los pocos ensayos que han tratado los prejuicios sobre el mundo rural, analiza cómo estos estereotipos se van actualizando con el tiempo: “En buena medida, dichos tópicos siguen plenamente vigentes: si los campesinos eran sucios, ahora los agricultores y ganaderos no ecológicos son 'contaminadores'. Si los campesinos eran perezosos intelectuales, ahora los agricultores carecen de espíritu emprendedor y por eso sus explotaciones tienen que cerrar la persiana. Además, se cree que los agricultores son, por definición, cobradores de subvenciones, que la gente de pueblo votan siempre al PP y que no enteran de qué pasa en el mundo ni les importa”.
La idealización romántica
El desprecio del mundo rural convive con una visión esencialista y romantizadora que ve en el campo el lugar de la autenticidad y tradición, el sitio donde se conservan los valores importantes y las formas de vida que merecen la pena. Esta idealización del campo atraviesa todas las ideologías, desde el fascismo de extrema derecha que asocia el campo con la pureza de la patria hasta la izquierda radical que ve en la huida al campo una forma de vida anticapitalista y rebelde frente a las exigencias del sistema.
Es cierto que en el campo se siguen conservando prácticas que se han perdido en las ciudades y que el propio abandono por parte del Estado hace que la posibilidad de formas de vida alternativas sea más sencilla. Pero también es cierto que la idealización es desprecio, ya que el objeto de idealización nunca es un igual. Los habitantes del medio rural no tienen derecho a vivir simplemente sus vidas: están obligados a responder a las expectativas de los habitantes de la ciudad.
Como señala Badal, “este tipo de generalizaciones sobre la gente de los pueblos solo puede entenderse por la hegemonía cultural de la ciudad. Asumimos que la ciudad es el lugar de la diversidad, del conflicto, del pluralismo, un lugar abierto. Como la historia y los libros suelen escribirse desde la ciudad, y puesto que la ciudad posee la capacidad para definir y nombrar todo cuanto existe, nos parece natural que se puedan emitir estas generalizaciones sobre la gente del medio rural. Incluso la propia expresión 'medio rural' es un tópico, pues, sin salir del Estado español, existen infinidad de medios rurales”.
La visión romantizadora considera el campo un lugar al servicio de la ciudad, el espacio en el que los urbanitas pueden descansar, desconectar y encontrarse a sí mismos. Para que esto sea posible, los habitantes del medio rural están obligados a responder a las exigencias de “autenticidad” que les plantean los urbanitas, que se sienten decepcionados e incluso abiertamente molestos cuando descubren que los habitantes del pueblo tienen móviles con internet, botas de Goretex y por lo general prefieren comprar el pan en la panadería a levantarse a las cinco para amasarlo ellos.
Cuando no responden a estas expectativas, los habitantes del medio rural se convierten en paletos, confirmándose así que el desprecio y la romantización son las dos caras de una misma visión de superioridad.
Una aproximación a las causas
En su empeño por resaltar las diferencias de voto entre el campo y la ciudad, los análisis sobre la victoria electoral de Trump apenas tuvieron en cuenta otras variables ni repararon en las causas que pudiesen explicarlas.
Las encuestas mostraban que la renta y el nivel educativo eran factores mucho más determinantes que la procedencia rural o urbana a la hora de decidir el voto, pero nadie pareció reparar en que esto podía explicar por sí mismo el apoyo a Trump en el mundo rural, mucho más empobrecido que el urbano. Los analistas prefirieron situar las causas de la adhesión en factores identitarios, y señalaron que Trump había sabido conectar con el electorado masculino y blanco de las áreas rurales. Aunque esto es cierto, también lo es que hay otros muchos factores de peso y que al obviarlos se estaba reproduciendo una versión estereotipada del campo.
Como en Estados Unidos, los análisis sobre el mundo rural español suelen presentar diagnósticos muy negativos, pero pocas veces reparan en las causas de estas dinámicas. Por lo general, los programas de televisión, ensayos y documentales centrados en el mundo rural explotan una visión nostálgica del campo, centrada en las prácticas y formas de vida que han desaparecido.
Sin embargo, estas pérdidas rara vez se conectan con sus causas, por lo que la desaparición aparece como un resultado natural del progreso de la sociedad y no como el producto de una serie de decisiones políticas y económicas concretas.
Así, dinámicas como la despoblación del mundo rural no aparecen conectadas con la dificultad para acceder a servicios básicos, la falta de infraestructuras o el abandono por parte del Estado; y fenómenos como la elevada tasa de paro no se conectan con el latifundismo o con un sistema de subvenciones que favorece a los grandes empresarios y terratenientes.
Se habla con nostalgia de la desaparición progresiva del pastoreo, pero no de las enormes trabas administrativas que tienen que superar las pequeñas explotaciones de ganadería extensiva para poder funcionar.
Se repiten hasta el aburrimiento las virtudes del aceite de oliva pero apenas se habla de un sistema de subvenciones que permite que el grueso de los fondos de la PAC se reparta entre los grandes terratenientes.
Como señala Badal, las causas del menor deterioro del medio rural en países de nuestro entorno, como Francia, se explican por “la existencia de políticas agrarias más favorables para la pequeña producción, con otros criterios para el reparto de las ayudas de la PAC; por una legislación higiénico-sanitaria adaptada a la pequeña producción y a las queserías 'en la granja'; por un mercado local que aprecia y consume los productos hechos en la comarca; por la mayor valoración social de los agricultores y ganaderos y por la existencia de organizaciones sectoriales con bastante capacidad de negociación frente al Estado”.
Los diagnósticos pesimistas sobre el mundo rural no solo aparecen desconectados de sus causas inmediatas, sino también de las dinámicas históricas en que se enmarcan. En Vidas a la intemperie, Badal habla del término “etnocidio” para hacer referencia a la desaparición de un modo de vida múltiple y diverso, el de los campesinos, que ha poblado el mundo desde el neolítico hasta los siglos XIX y XX: “No ha habido un plan preconcebido para acabar con el mundo rural pero es absurdo pensar en un progreso natural e inevitable, absolutamente desvinculado de decisiones concretas. Son muchas las decisiones políticas y económicas que han atentado directamente contra la supervivencia de los estratos populares del medio rural, la más conocida podría ser el cercamiento de comunales ya desde el siglo XVI, sobre todo en el XVIII y XIX. Pero en el caso español también está el cierre de escuelas, las políticas forestales, la construcción de pantanos y el impulso de medidas que favorecen las grandes explotaciones en épocas más recientes”.
Para Badal, el mundo campesino ha desaparecido, aunque todavía se conservan elementos de ese mundo en los cuerpos, las miradas, los gestos y las mentes de la gente mayor que nació en él.
Además, actualmente están desapareciendo también los agricultores y ganaderos que se habían adaptado a las exigencias del sistema de producción industrial: “Podría decirse que la agricultura industrial ha sido una fase de transición entre el mundo campesino y una fase que ahora empieza a gestarse y en la que ya no podremos hablar de agricultura, sino algo que podríamos denominar producción industrial de materias primas comestibles”.
Tras la desaparición de las actividades agrarias, lo que queda es un sistema de producción hipertecnificado y en manos de grandes corporaciones,que producen materias primas destinadas a la industria de la alimentación.
La resistencia
La tendencia a la desaparición de las actividades agrarias y las dificultades con que se encuentran muchos habitantes del mundo rural ha hecho del campo un lugar de resistencia: “Los agricultores, y no digamos las agricultoras, son supervivientes. Dedicarse a la agricultura o a la ganadería en el contexto actual es ir contracorriente. Es algo antagónico. Vivir en un pueblo pequeño también. Esto no significa que sea una opción necesariamente transformadora, simplemente es un hecho. Las dificultades cotidianas a las que nos enfrentamos, especialmente en zonas remotas, de montaña, poco pobladas, exigen cierta voluntad o empeño”.
Actualmente, el tejido comunitario de los pueblos está tan roto como el de los barrios de las grandes ciudades, pero esto no tiene por qué ser necesariamente así. Los tejidos pueden rehacerse, las redes pueden tejerse de nuevo.
Tanto en uno como en otro sitio, la construcción de formas de vida que merezcan la pena dependerá de sus habitantes, pero también de las alianzas que seamos capaces de establecer. El campo no merece nuestro desprecio ni necesita nuestra idealización romántica.
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