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Coronavirus
Nadie va a salvarnos: crónica de una no repatriación
Una de las viejas tradiciones que habíamos adoptado del mundo que conocíamos era la de esperar a que alguien nos sacara las castañas del fuego: Dios, el Estado, el dinero, la anestesia o una madre comprensiva. Pero quizá sea el momento de desempolvar el poder de cambiar las pequeñas cosas y tener en cuenta los errores cometidos. Sirva mi propio fracaso como ejemplo.
El fin del mundo me pilló realizando una estancia de investigación en Calabria, al sur de Italia. En un cómodo apartamento disfruté de los primeros días de reclusión, tratando de hacer trampas con el teletrabajo y viendo desde mi ventana el curioso confinamiento de mis vecinos. Pero tras descubrir que aquello era algo más que un fin de semana largo, empecé a plantearme la posibilidad de volver a casa y contacté con las autoridades consulares.
En aquel momento, el Gobierno llamaba a la calma a los españoles que estábamos en el extranjero. “Podrán volver 'sin problema' pese a la declaración del estado de alarma”, tranquilizaba Pedro Sánchez a pregunta de los periodistas. A pesar de la insistencia de familiares y amigos, era consciente de no ser una prioridad y esperé paciente la oportunidad. A los pocos días llegó la primera: un ferry organizado por Grimaldi Lines, desde Civitavecchia a Barcelona. Lo descarté. Si en condiciones normales, el trayecto Cosenza-Roma se realiza en ocho horas de transporte público, en un Estado de emergencia la aventura se antojaba cuanto menos arriesgada. Además, hacinarse en un barco durante veinte horas no parecía la opción más responsable. Otros compañeros regresaron y sus testimonios hablan por sí solos.
Con la tesitura de que Exteriores estaba buscando alternativas, pasé los días observando por la ventana, engullido por la vorágine de la socialización y tejiendo pequeñas redes. La incertidumbre me obligó a asumir un principio que me reveló el Cónsul de Nápoles, “hoy es hoy y mañana ya veremos”, dijo en una llamada. El jueves 2 de abril, las autoridades me advirtieron que no había planes de vuelta para los más de 300 españoles que estábamos en el sur de Italia.
“Hoy es hoy y mañana ya veremos”, dijo en una llamada el cónsul de Nápoles. El 2 de abril, las autoridades me advirtieron que no había planes de vuelta para los más de 300 españoles que estábamos en el sur de Italia
En ese momento, empecé a darle vueltas a una idea: si no nos movilizábamos y buscábamos una alternativa, alguna compañía lo haría por nosotros, cobrando su correspondiente tributo. El autobús parecía la opción más eficiente. Sin mucho éxito, intenté explorar un apoyo por parte de mi universidad y redes sociales. Siguiendo el principio variable del Cónsul, la situación volteó al día siguiente. La compañía Privilege Style había organizado diversos vuelos de “repatriación”. Serían cuatro: Nápoles-Madrid, Madrid-Roma y Roma-Madrid, el primer día, y Milán-Madrid, el segundo.
El precio ascendía a 289€, a lo que habría que sumar llegar a Roma y de Madrid a casa, lo que dejaba la cifra en cerca de 500€. Aunque en mi caso podría afrontarlo, parecía un abuso y que la aerolínea lo denominase repatriación era cuestionable. Además, Privilege Style imponía una condición: los vuelos despegarían si contaban con más de 140 pasajeros. Sin embargo, por cuestiones sanitarias, habían tenido el detalle de dejar 12 de los 216 asientos libres. Por consiguiente viajaríamos hacinados, como lo habían hecho nuestros compañeros anteriormente en el ferry.
Así pues, tomé la decisión de enfundarme mi camiseta del Che Guevara, atrincherarme en mi morada cocinando potajes de habichuelas y esperar a que cuajara mi alternativa mientras leía a Marx con ‘La Internacional’ sonando de fondo. Mi firmeza duró apenas cinco minutos, los que mi familia y pareja tardaron en conocer la existencia de los vuelos. Entregado a la opción comercial y descartada una más humilde, pagué mi tributo sin mayor dilación. Dos días antes de partir, recibí un correo con las medidas sanitarias que se iban a tomar. Teniendo en cuenta que los pasajeros viajaríamos sin distancias de seguridad, sorprendía una: “Los miembros de la tripulación mantendrán las distancias establecidas por las Autoridades Sanitarias con los pasajeros y sus equipajes”. También fiaban la obtención de mascarillas y guantes a los clientes, teniendo en cuenta que en la mayoría de farmacias italianas estaban agotadas.
Los pasajeros viajaríamos sin distancias de seguridad, y fiaban la obtención de mascarillas y guantes a los clientes, teniendo en cuenta que en la mayoría de farmacias italianas estaban agotadas
El día anterior a la salida, los compañeros que partían de Nápoles recibieron la noticia de que su vuelo había sido cancelado. Privilege Style les tranquilizaba en un alarde de altruismo, revelando que “nuestro objetivo es repatriar a tantas personas nos resulte posible, es por ello que igualmente vamos a facilitar el regreso a España de todos aquellos pasajeros que hayan adquirido su billete”. Finalmente, realojaron a los pasajeros en el vuelo de Roma y pusieron varios autobuses a disposición.
A pesar de la intermediación de las autoridades, la compañía se decantó por solidarizarse con sus propios intereses comerciales. Antes de salir, la situación se volvió caótica: los cerca de 250 pasajeros hacían una inmensa fila para facturar. A juzgar por su aspecto, la mayoría estaba dando por finalizada su beca Erasmus. Aun habiendo sido avisados del deber de entregar un documento firmado y disponer en los mostradores de varias copias, algunos lo ignoraron, conllevando la demora de la salida prevista para las 02:10. En cierto momento, el nerviosismo se apoderó de la expedición y los esfuerzos de los Carabinieri por guardar la distancia de seguridad fueron en vano. Teniendo en cuenta que el personal de la compañía no bajó del avión, el método que escogió el aeropuerto para embarcar fue el clásico “al mogollón”, abarrotando los autobuses que nos conducían hacia el avión.
El aparato escogido para la misión fue un Boeing 767, construido en el año 1995 y que Privilege Style había comprado a la aerolínea polaca LOT en 2013. “Qué mala suerte, con la de aviones que estarán parados en los aeropuertos”, pensé. No olvidaré jamás la panorámica de resignación, impotencia y ansiedad que encontré al entrar al avión. Por suerte, el personal de la compañía respetó las distancias de seguridad y sólo la quebraron para ofrecer frutos secos y zumos a un pasaje que dormitaba.
No olvidaré jamás la panorámica de resignación, impotencia y ansiedad que encontré al entrar al avión
Al pronunciado retraso del aterrizaje, hubo que añadirle otro en la entrega de maletas debido a las horas intempestivas, la desaparición de una veintena de ellas y que no hubiese ningún responsable a quien reclamar. A mi salida del aeropuerto, me encontré con un autobús organizado por otra compañía solidarizada con la causa de llevar españolitos a casa. Al preguntar por las condiciones, preferí ahorrarme la dignidad y optar por Renfe. Más tarde, escribí al Consulado y a Privilege Style. De las autoridades recibí comprensión y la sensación de que hicieron lo que pudieron. La compañía nunca respondió, pero según su web sigue abierta a organizar otras no repatriaciones.
Tras el incidente, diversos medios se hicieron eco con calificativos como odisea y denunciando la falta de medidas de seguridad. De hecho, un grupo de compañeros está estudiando la posibilidad de emprender acciones legales. Sin embargo, a tenor de las advertencias de la compañía, las esperanzas parecen exiguas. Esta pequeña desventura ilustra el salto entre la tranquilidad que ofrecen las administraciones y la cruda realidad, la que convierte al ciudadano en un rehén convencido de que todo funcionará con normalidad. Por desgracia, aun ser esta una insignificante experiencia, observo que se convierte en una tónica durante la crisis.
No puedo evitar fantasear con la idea de que todo hubiera sido distinto en caso de haber organizado ese autobús de vuelta. Hubiéramos tenido más medidas de seguridad, y habríamos actuado bajo un sentido colectivo que nos humaniza
No puedo evitar fantasear con la idea de que todo hubiera sido distinto en caso de haber organizado ese autobús de vuelta. Hubiéramos tardado más, pero habría sido a un coste razonable y con mayores medidas de seguridad. También hubiéramos tenido la experiencia de organizar, actuar con sentido colectivo y sentir algún tipo de cercanía que nos humanizase.
Por fortuna, no sólo de repatriaciones vive el hombre y la oportunidad de tejer pequeñas redes con capacidad de transformación aguarda en un sinfín de situaciones cotidianas. Nadie va a venir a salvarnos y el que lo haga va a exigir el precio que estime oportuno. Es un sistema injusto, pero lleva años funcionando a pleno rendimiento y aunque ahora parezca resquebrajarse, habrá que tener más determinación y seguir luchando para que caiga. El fracaso solo es un motivo más para aspirar a la victoria.
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Leído el artículo, no dejo de pensar que muchos de los expatriados parecen olvidar que estamos ante una pandemia de alcance mundial. Aprovechando el artículo, he indagado para saber la situación legal pero solo parece que haya recomendaciones por parte del Gobierno. Imagino que el autor del artículo, ante la disyuntiva de quedarse en Italia o volver a España, ha elegido volver asumiendo el riesgo que comporta el hacer un trayecto en avión. Dicho lo cual, el resto de las quejas olvidan la situación en la que nos hayamos todos de absoluta excepcionalidad en todos los sentidos. Saludos
Pues si de lo que se trataba era de no contagiarse, la opción con mejor aireación era el ferry, ¿no?