La risa de los otros

A caballo entre lo ridículo y lo trágico, 'Superestar', lo nuevo de Vigalondo y Los Javis, plantea una refrescante alternativa a los límites de la ironía posmoderna.
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Ingrid García-Jonsson como Tamara en 'Superestar' ©Netflix

En su imprescindible Deshacer el ridículo. Tratado sobre la risa (2025), Julián Génisson refiere las tres formas de ignorancia ridícula que contaba Platón en el Filebo: la ignorancia sobre lo que se tiene, sobre el propio cuerpo y sobre la propia alma. La cuestión de qué hace a uno saber lo que el otro no sabe parece tener una respuesta cultural: “Si algo le parece ridículo a todo el mundo, ¿cómo no concluir que lo es?”. Pero de este corolario Génisson extrae algo más interesante: la risa colectiva puede producir estados de opinión colectivos. Estados de opinión que implican, claro, construcciones de saberes supuestos y por tanto renuncias a entender, como sucede con los memes de extrema derecha que equiparan la socialdemocracia, el anarquismo y hasta el liberalismo con un ilusorio comunismo de corte estalinista. ¿Podría un ultra hacer otra cosa que reír si se le pidiera distinguir entre formas políticas de progreso? “Lejos de reírnos del desconocimiento”, concluye Génisson, “muchas veces nos reiremos de la sola idea de que sea posible saber algo”.

Esta forma de entender el ridículo como algo que da vueltas en torno a lo que no se sabe encuentra una fascinante cámara de eco en el fenómeno del tamarismo. Los personajes que en la primera mitad de la década del 2000 integraron la troupe en torno a la indescriptible figura de Tamara, ella incluida, bien podrían caer en alguna de las tres formas platónicas de ridículo, si no en las tres. Pero el fenómeno revela nuevas capas de complejidad cuando los propios espectadores cobran conciencia de lo mucho que ignoraban de ellos. ¿Eran aquellos estrafalarios personajes conscientes de su propio ridículo? ¿No se permitían serlo? ¿Ignorar que ignoraban, o hacer como que ignoraban, equivaldría a una forma más elevada de conciencia? ¿Una capaz de redimirles?

Quienes se creyeron reyes porque tenían bufones a su servicio pasaron a entender que, en realidad, no habían sido más que bufones engañados

Precisamente porque se ha planteado estas preguntas, la serie Superestar (Netflix, 2025) de Nacho Vigalondo, producida por Los Javis y causante del retorno a la opinión pública de este extraño capítulo de nuestra historia televisiva, ha conseguido eludir el enfoque irónico, seguramente el más facilón de los posibles. Quien tuviera dudas sobre esto, conoce poco o mal la faceta más humorística del autor cántabro, despegada de las fórmulas trilladas de la ironía hiriente. La ironía, por cierto, tiene una historia complicada en el último tercio del siglo XX. Esta fluyó históricamente de movimientos contraculturales como el punk a los enfoques académicos y literarios posmodernos, para terminar reabsorbida en forma negativa por la creciente necesidad de conflicto de las lógicas del espectáculo; en el caso español, desde los frikis de Cárdenas hasta Risto Mejide, pasando por el fenómeno que nos ocupa. Esta vía negativa consistía, claro, en revertir la sátira del poderoso en sátira del débil (el diferente, el aspirante), y duró, al menos, hasta que la crisis financiera de 2008 sacó del ensueño a los durmientes. Quienes se creyeron reyes porque tenían bufones a su servicio pasaron a entender que, en realidad, no habían sido más que bufones engañados.

El discurso de Vigalondo trae consigo una refrescante superación de aquella forma de ironía. En su ensayo “E Unibus Pluram: Televisión y narrativa americana” (1993), David Foster Wallace aventura que la televisión “fue hecha para la ironía”, en la medida en que en ella se expresa la tensión entre lo que se dice y lo que se ve, e indica que no es coincidencia que Saturday Night Live empezara a emitirse justo después del desvelamiento del escándalo del Watergate, cuando las imágenes grabadas de Nixon mintiendo sobre su implicación en los hechos contrastaban con la evidencia. Por otro lado, el autor de La broma infinita denuncia que hay algo en la ironía que parece servir al poder, ya que se presenta como un intento de resolver el problema celebrándolo. Esta estrategia, oportuna en tiempos en los que lo ilegítimo debía esconderse, es especialmente inane en el momento actual, cuando la parodia del fascismo se ha vuelto imposible porque este ha hecho de la farsa el leit motiv de sus manifestaciones. Pero, hacia el final del ensayo, Wallace propone un tipo de “rebelde” futuro más (in)adaptado a la era post-televisiva. En la traducción de Javier Calvo Perales: “Mirones natos que, de alguna forma, se atrevan a retirarse de la mirada irónica, que realmente tengan el descaro infantil de promover y ejecutar principios carentes de dobles sentidos. Que traten de los viejos problemas y emociones pasados de moda […] con reverencia y convicción. Que se abstengan de la autoconsciencia y el tedio sofisticado”.

Vigalondo no juzga, no somete o caricaturiza, más bien dialoga, acompaña; como si a Éric Rohmer le hubiera dado por dirigir cine de género

Este hilo, que comparten movimientos de sobra acreditados como el post-humor y la nueva sinceridad, ha animado la filmografía de Vigalondo desde sus inicios. Si bien la ironía está presente en su obra ya en su primer cortometraje, 7:35 de la mañana (2003), aquella ha estado más del lado del dispositivo formal que del dramático. Las recurrencias temporales, los juegos de espejos, los eventos interespecies, los algoritmos escalares y los repliegues oníricos en Los cronocrímenes, Open Windows, Extraterrestre, Colossal y Daniela Forever son más bien causas de formato para efectos narrativos nada irónicos. En resumen, el movimiento habitual de Vigalondo consiste en escalar al mínimo unas condiciones de posibilidad (una situación capaz de producir por sí sola un mundo posible) y comprobar las reacciones, irrenunciablemente humanas, de sus personajes en aquel gamespace. Su acercamiento no juzga, no somete o caricaturiza, más bien dialoga, acompaña; como si a Éric Rohmer le hubiera dado por dirigir cine de género.

Para apreciar tanto esta dimensión humanista como la relación del cineasta con los sujetos “ironizados” del frikismo, cabe traer al presente un par de anécdotas del pasado más o menos remoto: la primera, del año 2006, cuando un joven y enfervorizado Vigalondo acompañó al cantante local gijonense Goyo Ramos en un encuentro no programado, bailando el improbable estribillo de autoría del segundo, “Un, dos, tres, poner televisión”; la segunda, del año 2011, cuando incorporó a la edición en DVD de su película Extraterrestre el cortometraje Santiago Martínez cazador de ovnis y alienígenas (Manuel Ortega Lasaga, 2009) y la entrevista realizada por el propio Vigalondo “Un domingo con Santiago Martínez”, extras referidos a un apasionado de los documentos ufológicos que solía (aún suele) terminar sus vídeos con un conmovido “Para soñar…”. En ambos casos, el cineasta declaró en foros y redes su admiración sincera por el entusiasmo de los interfectos. No había ni un ápice de ironía en su testimonio y sí un abrazo sin fisuras a la pureza camp perfecta, casi infantil, de quien no es consciente de la anomalía que supone, o renuncia voluntariamente a serlo.

¿Qué realismo sería adecuado a estos personajes ambiguos, al mismo tiempo marginales y mainstream, víctimas y beneficiarios del sistema, prácticamente ininterpretables?

No extraña, pues, que su elección estética en Superestar venga alineada con esta convicción, que lo ubica en una tercera vía inesperada para el gran público. El recurso narrativo del realismo mágico, el tono lynchiano y los ecos de Alan Moore, más cercanos al camp que al kitsch, son en esta propuesta bastiones de creación de mundos posibles que Wallace no pudo anticipar en su semblanza de los rebeldes del futuro. Pero ¿qué otro realismo sería, si no, adecuado a estos personajes ambiguos, al mismo tiempo marginales y mainstream, víctimas y beneficiarios del sistema, prácticamente ininterpretables?

Se ha propuesto que la gran sorpresa de Superestar es la ternura y la empatía con los personajes, y hay algo de cierto, pero no parece lo más esencial del asunto. Su estreno coincide con el de Chespirito. Sin querer queriendo en HBO Max, biopic de Roberto Gómez Bolaños (creador y protagonista de las históricas series El Chapulín Colorado y El chavo del 8) que, abundante en ternura, empatía y hasta en sentimentalismo, viene a ser sin embargo el inverso espiritual del título de Vigalondo. Si la serie mexicana trata sobre payasos que disimularon ante las cámaras durante décadas sus dramas personales, la española trata sobre payasos que simularon sus dramas, precisamente, ante las cámaras. La primera, pensada para un público nostálgico, se plantea como un acercamiento precrítico: los hechos observables se imponen a la conciencia, y con ellos la mística de las epifanías creativas (“conque de ahí viene la frase”); la segunda, dirigida a un público millennial menos inclinado a creerse las historias de superación personal, adopta por el contrario una estrategia crítica: es la voz la que se impone a los hechos, y así, bajo la égida de lo especulativo, los enfoques, puntos de vista y calificaciones de los personajes cambian a cada capítulo, según quién lo protagonice. Los saltos temporales en Chespirito ofrecen un drama lineal de progreso ascendente, local pero universal, y en Superestarel friso abstracto de una condición no solo nacional, sino también sistémica. La distancia entre ambas series evidencia un giro de época, del público boomer al millennial, de lo pre-irónico a lo post-irónico, que parece dejar la ironía en tierra de nadie.

Ni paternalista ni cínica, la propuesta de Vigalondo encaja más bien con una superación de los límites de la ingenua modernidad y de la parálisis posmoderna

Dice Agamben que es contemporáneo quien está en su tiempo sin estar exactamente en él; quien es capaz no solo de ver la oscuridad de su siglo, sino también de adivinar las luces, inasibles y siempre más veloces, que podrían deshacerla; y de encontrar esas luces futuras, precisamente, en la lectura de la realidad que permite el conocimiento del pasado. Algo hay de estos elementos en el pronóstico de Wallace. Ni paternalista ni cínica, la propuesta de Vigalondo encaja más bien con una superación de los límites de la ingenua modernidad y de la parálisis posmoderna. El metamodernismo, o corriente deconstructiva de la cultura a partir del campo, más fértil, de los afectos, parece sentarle mejor. Alterada la óptica de la complicidad entre circo e imperialismo que vio nacer a la televisión española del siglo XXI, los presentadores, mediadores humanos de la trituradora mediática, son en Superestar representados a aquel lado de la pantalla, ajenos a la vida, desleídos en su materialidad y reconvertidos en los verdaderos histriones (atuendos de color hiriente, tendencia al caos y al despelote); a este lado se despliega, en cambio, la dignidad y la tragedia de vivir, por obligación o por voluntad propia, como un simulacro, en algo así como un análisis no irónico del interludio fúnebre (este sí, irónicamente analítico) que acompañaba a la eliminación de cada uno de los matones “de relleno” en Austin Powers: Misterioso agente internacional (Mike Myers, 1997).

En el ecuador del capítulo “Tony Genil y las ‘losers’ de Bohemia”, los personajes masculinos, viejos y rencorosos despojos de un mundo decadente, se ven reflejados en los espejos del callejón del Gato como jóvenes cool europeos con toda una vida por delante. No se trata solo de la clásica broma de quien encarna en sí la deformidad de los espejos deformados: ese reflejo divide y reúne la convivencia de dos mundos inconciliables, pero también de dos imágenes de la cultura que encierran el mundo; precisamente, la impotente modernidad y la publicitaria posmodernidad. Frente a ello, Superestar adopta más bien la óptica cervantina: ni Amadís de Gaula ni la sociología ociosa que, acosada por el tedio, erige insólitos aparatos para trolear al chalado. ¿Será que el punto de vista de Cervantes en El Quijote es lo más contemporáneo de nuestro siglo XXI?

Sobre este blog
Kaep K. Weshêt es doctor en comunicación y profesor e investigador de cibercultura y nuevos medios.

Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.

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