Países Bajos
La revuelta de los agricultores neerlandeses

Casi una quinta parte del electorado, aproximadamente 1,4 millones de personas, acudió a votar al BBB el pasado mes de marzo.
Movimiento Campesino-Ciudadano Países Bajos
Caroline van der Plas, en el centro, es fundadora y líder del Movimiento Campesino-Ciudadano (BBB).
11 abr 2023 05:30

La conmoción entre las clases medias educadas holandesas el pasado 16 de marzo era palpable. El Movimiento Campesino-Ciudadano (BoerBurgerBeweging, BBB), de afiliación derechista-populista, creado en 2019 por una pequeña empresa de comunicación, financiado por el poderoso complejo agroalimentario holandés y dirigido por un antiguo periodista de la industria cárnica, había aumentado masivamente su porcentaje de votos en las elecciones provinciales del país. Ahora es el mayor partido en las doce provincias y se espera que alcance ese mismo estatus en las elecciones al Senado del mes que viene. Esto daría al BBB poder de veto tanto a escala nacional como local, lo que podría paralizar el actual proceso de transición ecológica ya de por sí vacilante. Ante esta perspectiva, un sector furibundo de la opinión pública ha empezado a denunciar a los agricultores como enemigos del progreso medioambiental y a especular con la posibilidad de que tal vez sea necesario restringir el voto de los ancianos, los «poco instruidos» y los habitantes de las zonas rurales para vencer su resistencia.

El casus belli de la revuelta de los agricultores ha sido una sentencia dictada en 2019 por el Tribunal Supremo holandés, a tenor de la cual el gobierno había incumplido sus obligaciones impuestas por la Unión Europea de proteger ciento sesenta y tres zonas naturales frente a las emisiones de las actividades agrícolas cercanas. Esto llevó al gobierno de coalición de centro-derecha, liderado por Mark Rutte, a imponer un límite de velocidad en las autopistas de 100 km/hora en todo el país y a cancelar una amplia gama de proyectos de construcción destinados a aliviar la escasez de oferta en el mercado inmobiliario holandés. Pero pronto se vio que esas medidas eran insuficientes, ya que el transporte y la construcción contribuían en un grado nimio a las emisiones nacionales de nitrógeno. La agricultura, en cambio, era responsable del 46 por 100. Así pues, una solución estructural implicaría la reducción sustancial de la cabaña ganadera. La sugerencia del marginal «Partido de los Animales» de reducir a la mitad la cabaña ganadera holandesa mediante la expropiación de entre 500 y 600 grandes emisores se puso de repente sobre la mesa. Lo impensable se había convertido en pensable.

Países Bajos
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Frente al canto de amor por los combustibles fósiles y la ganadería industrial que enarbola la extrema-derecha y la gobernanza tecnocrática en que el Gobierno de los Países Bajos se enmaraña, otra vía debe devolver la iniciativa a la causa sostenible.


El número de trabajadores holandeses empleados en actividades agrícolas ha disminuido precipitadamente en el último siglo, pasando de alrededor del 40 por 100 durante la Primera Guerra Mundial a sólo el 2 por 100 en la actualidad. Sin embargo, durante el mismo periodo, los Países Bajos se han convertido en el segundo mayor exportador de alimentos del mundo, después de Estados Unidos. Su industria cárnica y su sector lácteo desempeñan un papel fundamental en las cadenas de suministro mundiales, lo que hace que su huella ecológica sea insostenible. De ahí la paulatina toma de conciencia entre la clase política holandesa –acelerada por la sentencia del Tribunal Supremo– de que cumplir los objetivos climáticos significaba reorientar la economía nacional. El grado de entusiasmo por este proyecto variaba entre los partidos gobernantes. Para los democristianos, de orientación rural, era una píldora difícil de tragar; para los social-liberales ecomodernos y meritocráticos de Demócratas 66 era una oportunidad de oro; mientras que para el Partido Popular por la Libertad y la Democracia (VVD) de Rutte era simplemente la opción pragmática. Como señaló un diputado: «Los Países Bajos no pueden ser el país que alimenta al mundo mientras al mismo tiempo se caga encima».

Desde la primavera de 2022, los agricultores han colgado miles de banderas nacionales invertidas: un símbolo de su descontento

Las propuestas desencadenaron una inesperada oleada de protestas campesinas –agricultores bloqueando carreteras con sus tractores, ocupando plazas y otros espacios públicos, irrumpiendo en edificios gubernamentales y presentándose en los domicilios de los políticos–, así como la formación del BBB. Tras una breve pausa durante el confinamiento, este movimiento alcanzó nuevas cotas de intensidad. Desde la primavera de 2022, a lo largo de las carreteras y autopistas que conducen a las zonas olvidadas de Holanda, los agricultores han colgado miles de banderas nacionales invertidas: un símbolo de su descontento.

Casi una quinta parte del electorado, aproximadamente 1,4 millones de personas, acudió a votar al BBB el pasado mes de marzo, un número significativamente mayor que los 180.000 agricultores que componen su electorado principal. Esto sugiere que hay algo más en juego que el simple deseo de que se implementen las medidas necesarias pero no en el propio entorno. Los pensionistas, las personas con formación profesional y los trabajadores precarios están sobrerrepresentados entre los simpatizantes del BBB y sus mayores ganancias electorales se produjeron en zonas periféricas, no urbanas, que se han visto muy afectadas por la caída de la inversión pública. Estos grupos se han agrupado en torno a una clase de agricultores que se presentan como víctimas, pero que de hecho se encuentran entre los ciudadanos más privilegiados del país: uno de cada cinco es millonario. Está claro que este bloque heterogéneo sólo pudo formarse como resultado de un profundo desencanto con la política holandesa predominante, que durante mucho tiempo se ha visto empañada por la arrogancia y la incompetencia de su estrato dirigente.

Varios factores históricos han contribuido a sentar las bases del movimiento campesino. En primer lugar, los Países Bajos experimentaron una transformación neoliberal extremadamente rápida desde principios de la década de 1980, que se tradujo en la venta a precio de saldo de los servicios públicos, en la mercantilización de las escuelas infantiles, la sanidad y la educación superior, en un fuerte descenso de la vivienda social, en la aparición de bancos y fondos de pensiones globalizados y en la creación de uno de los mercados laborales más flexibles de la Unión Europea en el que un tercio de los empleados sufre contratos precarios. Después, la crisis financiera de 2008 provocó uno de los rescates bancarios más caros en términos per cápita, seguido de seis años de austeridad que sirvieron para redistribuir la riqueza de los pobres a los ricos. Los cuatro confinamientos impuestos entre 2020 y 2022 tuvieron el mismo efecto: los trabajadores perdieron sus empleos, vieron caer sus ingresos y murieron en mayor número. La subida de los precios al consumo, provocada por la guerra de Ucrania, empujó posteriormente a muchos hogares holandeses a la pobreza energética.

Desde que llegó al poder en 2010, el Partido Popular por la Libertad y la Democracia de Rutte ha reimaginado los Países Bajos como una nueva Singapur a orillas del Rin

Todo esto se intercalaba con constantes fracasos burocráticos en toda una serie de políticas públicas: jardines de infancia, educación primaria, vivienda, administración tributaria, transporte y extracción de gas. Al mismo tiempo, se concedían subvenciones regresivas a los ecologistas de clase media para reembolsar los costes de sus bombas de calor, de sus paneles solares y de sus Teslas. Añádase un goteo constante de insultos prepotentes sobre las clases bajas por parte de los supuestos expertos que dominan el debate público y se acaba obteniendo una mezcla combustible de múltiples resentimientos. La situación se encendió finalmente en 2019 con la sentencia del Tribunal Supremo, momento en el que las identidades regional-culturales latentes proporcionaron la materia prima simbólica para la narrativa antagonista de los agricultores: urbano frente a rural, élites frente a masas, veganos frente a carnívoros. Con la ayuda de algunos empresarios políticos astutos, este mensaje empezó a resonar mucho más allá de las zonas rurales.

El novelista francés Michel Houellebecq escribió una vez que los Países Bajos no son un país, sino una sociedad anónima. Esto refleja perfectamente la visión del Partido Popular por la Libertad y la Democracia (Volkspartij voor Vrijheid en Democratie, VVD) de Rutte. Desde que llegó al poder en 2010, ha reimaginado los Países Bajos como una nueva Singapur a orillas del Rin, estableciendo una forma de neoliberalismo mercantilista orientado a atraer la mayor cantidad posible de capital extranjero, tanto financiero como humano. En su intento de atraer inversión extranjera directa, los Países Bajos se han convertido en uno de los mayores paraísos fiscales del mundo. Su régimen de seguridad social se ha rediseñado para servir a los expatriados con alto nivel educativo, convirtiendo Ámsterdam en un puesto anglófono donde hay que hablar inglés para visitar una tienda o un restaurante, mientras que los refugiados y los solicitantes de asilo están encerrados cerca de algunos de los pueblos más pobres del interior holandés. La inversión pública ha fluido predominantemente hacia las áreas metropolitanas del oeste del país, mientras sobrepasaba ampliamente las periferias situadas a lo largo de la frontera alemana.

La dinámica del desarrollo desigual ha sido legitimada por una narrativa que ensalza las virtudes de la ciudad y su «clase creativa». Geógrafos como Richard Florida y Edward Glazer popularizaron la noción de que los políticos posideológicos debían dejar de apoyar a los perdedores y empezar a elegir a los ganadores, dirigiendo ingentes cantidades de fondos públicos a los centros urbanos, que se creía que tenían la clave del éxito económico nacional. Y así fue: mientras hospitales, escuelas, parques de bomberos y líneas de autobús desaparecían poco a poco de las periferias rurales y urbanas, el centro se engalanaba con relucientes líneas de metro. Se abrieron grandes diferencias en la esperanza de vida entre estas regiones, así como una enorme divergencia en la confianza de la gente en los políticos.

Rutte, el primer ministro que ha supervisado todo este proceso, está a punto de convertirse en el jefe de Estado que más tiempo ha permanecido en el cargo desde la fundación del Reino de los Países Bajos en 1815. Es experto en el juego de la política, pero carece de la visión ideológica necesaria para capear tiempos de crisis. (Rutte ha dicho célebremente que los votantes que quieran visión deben ir a un optometrista). Demografía, presupuestos equilibrados, el euro, Covid-19, guerra, cambio climático: estos son los imponderables que Rutte y los suyos, respaldados por su batería de expertos, han utilizado para disciplinar a los votantes holandeses hasta la sumisión. Las emisiones de nitrógeno forman parte de este patrón más amplio. El plan de reducir a la mitad el número de cabezas de ganado no se elaboró tras un largo proceso de debate democrático, sino que fue una decisión precipitada tomada por políticos parapetados tras un poder judicial que no rinde cuentas a nadie. Esta vez, sin embargo, el gobierno se vio sorprendido por la reacción que provocó.

Un Estado que ha impuesto a sus ciudadanos la privatización no puede esperar que confiemos en él cuando se trata de política climática

Así pues, tal vez sea necesario revisar la observación del poeta alemán Heinrich Heine de que «en Holanda, todo ocurre con cincuenta años de retraso». En este caso, al parecer, la revuelta contra la tecnocracia ha llegado pronto. Es probable que la coyuntura holandesa prefigure el destino de otros países ricos del Norte global a medida que los gobiernos centristas, ansiosos por afirmar sus credenciales ecológicas, comienzan a implementar reformas políticas dotadas de importantes consecuencias redistributivas e impuestas sin contemplaciones.

Lo que Andreas Malm denomina el «régimen energético» del capitalismo global ha acaparado hasta ahora la mayor parte de nuestra atención política; pero a medida que las consecuencias medioambientales de su «régimen calórico» se vuelvan inobjetables, la ganadería entrará en el punto de mira de gobiernos y activistas climáticos. Datos recientes de Eurostat muestran que las densidades ganaderas son especialmente elevadas en Dinamarca, Flandes, Piamonte, Galicia, Bretaña, Irlanda meridional y Cataluña. Muy pronto estas regiones tendrán que introducir medidas similares a las que se están debatiendo actualmente en los Países Bajos. Y si el ejemplo holandés sirve de algo, la tecnocracia difícilmente nos será de utilidad. Un Estado que ha impuesto a sus ciudadanos la privatización, la flexibilización, la austeridad, la desinversión y las subvenciones medioambientales regresivas no puede esperar que confiemos en él cuando se trata de política climática. Por el contrario, el Estado tendrá que corregir los efectos de estas políticas ruinosas y, al mismo tiempo, conseguir gradualmente el apoyo ciudadano para la transición ecológica mediante un proceso de compromiso serio, que no rehúya el desacuerdo democrático, ni la dura tarea que este trae aparejado.

Sidecar
Contenido original publicado en Sidecar y traducido con permiso por El Salto. Véase Harriet Friedmann, «Los futuros de la agroganadería», NLR 138.
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