Según mi pobre experiencia, las personas que a lo largo de su vida adquirieron mayores responsabilidades y compromisos en el cuidado de otras, son también las que mejor protegen sus relaciones personales. Acostumbran a ser las que organizan, las que miman, las que sorprenden con pequeños detalles, materiales o no. Son las que se interesan por nuestras vidas, las que no dejan pasar mucho tiempo sin saber de nosotros, las que proponen un paseo, un café o unas tapas. O dicho en certera frase de Perogrullo: las personas que más cuidan, cuidan más.

Y, al contrario, son las que menos responsabilidades asumen, de las que podríamos suponer que son más dueñas de su tiempo, las que afirman que este nunca les llega a nada, sin que sepamos exactamente qué graves ocupaciones les afanan. Son las que tienen un arsenal de autojustificaciones para explicar su distanciamiento vital. Son las que desaparecerían durante meses o años si no fuesen nuestros cuidados los que lo impidiesen; son las que mantienen una indiferencia más acusada por la vida de los otros.

Cada vez es más frecuente ver cómo se mitifica esa vida de feroz individualismo. Los medios de comunicación dan voz a los “antinatalistas”, personas que se ven impelidas a justificar lo que no necesitaría ser justificado, exhibiendo retorcidos argumentos éticos: “el planeta está superpoblado”, “¿a qué mundo capitalista mandamos a estos niños?”. Sin embargo estas personas viven un estilo de vida de hedonista urbanita que deja una enorme huella ecológica. O citando a Alba Rico: “Este mundo no está preparado para más niños, dice. ¡Pero está preparado para más coches, más teléfonos móviles, más aparatos de aire acondicionado, más bombillas, más refrescos, más hamburguesas! Es una irresponsabilidad traer niños al planeta, dice. ¡Pero es muy sensato traer un automóvil nuevo!”.

Hace unos días leí un reportaje sobre estos antinatalistas de la sociedad de consumo. Uno de ellos manifestaba que tener hijos era incompatible con “darse los domingos un atracón de series”

Así, esa presunta dimensión ética se rebela como lo que realmente es: un disfraz de un modo de entender el mundo en el que la decisión de cuidar es equivalente a otras decisiones posibles, como si formasen parte todas de una infinita oferta de consumo. Unos tienen hijos, otros hacen turismo de aventura. Unos adoptan perros, otros prefieren estar más libres porque viajan mucho en avión. Para el mundo postmoderno del hiperconsumismo todas las acciones son igualmente legítimas.

Hace unos días leí un reportaje sobre estos antinatalistas de la sociedad de consumo. Uno de ellos manifestaba que tener hijos era incompatible con “darse los domingos un atracón de series”. O lo que es lo mismo, el cuidado de seres humanos en su máximo grado de necesidad se pone en el mismo plano que el consumo compulsivo de los productos audiovisuales de las multinacionales.

Estas personas autónomas, feroces defensores de su individualismo (que ellos llaman independencia) llegan a sentirse incluso constantemente asediadas. ¿Por quién? ¿Por las plataformas televisivas? ¿Por las infinitas formas de ser espectador? ¿Por el turismo low cost? No. Asediadas por personas o animales que necesitan ser cuidados. Asediadas, al parecer, por los cada vez más minúsculos espacios de relación interpersonal altruista que penosamente aún sobreviven y que ellos juzgan con desconfianza o mirada desdeñosa.

En este mundo al revés que estimula la permanente autorrealización narcisista, son precisamente aquellos que luchan sin descanso por ser radicalmente autónomos los que siente su vida amenazada por las molestias que, al parecer, causa el pobre y abandonado mundo de los cuidados.

Esta autorrealización termina por ser una alienante y permanente huida hacia ninguna parte. Un consumo compulsivo de experiencias, de objetos, de cultura, de series, de viajes o conciertos; experiencias todas que necesitan de un aumento constante de su dosis para mantener a duras penas alguno de sus triviales efectos: los viajes deben ser más largos, el cine más minoritario, el ocio más artificiosamente exclusivo.

El mercado nos sumerge en la amnesia permanente hacia los cuidados que recibimos y recibiremos, para obligarnos a vivir una alucinación de personas capaces de sostenerse únicamente por sí mismas

El hiperconsumismo fabrica un espejismo que despoja al ser humano de su carácter ontológicamente dependiente. Somos discapacitados en grado máximo en la infancia y volveremos a serlo en nuestra vejez. Igualmente, a lo largo de nuestra vida pasamos por etapas de dependencia más o menos marcadas. Sin embargo, el mercado nos sumerge en la amnesia permanente hacia los cuidados que recibimos y recibiremos, para obligarnos a vivir una alucinación de personas (blancas, adultas, con ingresos estables) capaces de sostenerse únicamente por sí mismas.

En contraposición a las experiencias epidérmicas del mercado, las de los cuidados resultan ser brutalmente orgánicas. Quien pasó por la inolvidable coyuntura de cuidar a un ser vivo enfermo o desvalido sabe que no hay nada comparable, nada que nos enseñe más sobre nosotros mismos y nos potencia hasta alcanzar lo mejor que podemos ser. Nos da la medida de nuestro yo, no solo circunscrito al espacio temporal de la vida adulta, sino de la totalidad de nuestra existencia.

Uno de los aprendizajes que ofrece la paternidad es la comprensión nítida y exacta de los cuidados que una vez nosotros mismos recibimos en un tiempo que ya somos incapaces de recordar. Y únicamente cuando nos convertimos también en cuidadores rescatamos esa parte oculta de la vida. Solo entonces comprendemos que como seres humanos vivos mantenemos una deuda de cuidados permanente.

El neocapitalismo intoxica y asfixia todos los espacios de la vida. Generamos contenidos gratuitamente para Facebook (¡incluso aceptamos sumisamente que nos censure!), trabajamos para Wallapop cuando limpiamos el desván de los trastos, para Blablacar cuando viajamos en coche y para Airbnb cuando alquilamos la habitación de invitados.

Todos los ámbitos de la existencia son economizados y vendidos por las míseras cantidades con las que nos remunera el nuevo sistema de autoexplotación digital. Al menos la explotación del trabajo asalariado producía algún tipo de vínculo humano: hoy se sustituye por algo más precario, mísero y solitario.

El capital nos prefiere solos, dispersos, saltando de relación en relación. Su ideal productivo es la tela de Penélope, que se hace y deshace cada día en un esfuerzo permanente, alienante e infecundo. El capital ansía y promueve la segregación, pues cuando una pareja se separa alguien compra un nuevo microondas.

Frente a esa invasión son únicamente los cuidados los que se alzan como muro de resistencia. Los cuidados combaten la contaminación mercantil como esas bacterias que destruyen los detritus. Tienden a expandirse y colonizar nuevos espacios de un modo casi biológico, emulando la propagación de la vida cuando expande sus raíces fértiles por la tierra yerma. Alguien adopta un gato y no tarda en cuidar dos. Conoce a otras personas que cuidan y colabora en proyectos de cuidados.

Los cuidados son los únicos susceptibles de generar efímeros “otros” posibles al ubicuo mercado. Lugares improductivos donde nada se compra, nada se consume, nada se gasta y que nos resguardan, en esos breves instantes compartidos, de una atmósfera contaminada de mercadurías y relaciones económicas. Los cuidados son los invernaderos donde crece la vida en clima hostil.

Lo revolucionario es echar las redes en los parques y senderos. Salir a pasear con un perro salvado del refugio y, mientras el animal corre feliz y agradecido, mantener una charla agradable con otra persona que hace lo mismo. Lo radical es ser deliberada y conscientemente improductivo, mientras, al tiempo, se trabaja sin descanso por mantener, construir y agrandar los vínculos afectivos, despreciando y relegando los vínculos virtuales.

Los autónomos, los celosos de su baldía libertad, los que se jactan de no depender de nadie y que nadie depende de ellos, terminan siendo la feliz, inconsciente y belicosa vanguardia del ejército de la barbarie capitalista. Se vuelven, en nombre de su independencia, en los más apasionados defensores de un sistema inhumano que tiene como fin último la disgregación y la soledad, pues es más fácil tratar con átomos que con organismos vivos. Y así, el delirio de la autorrealización individual es el engañabobos con que el capitalismo aletarga a sus esclavos.

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