Opinión
Movilización gris 2. ¿Qué es hoy un estallido revolucionario?

La perplejidad frente a la «movilización gris», casi siempre atractiva y detestable a partes iguales, corresponde con la enorme incertidumbre de los tiempos, al igual que con la percepción, cada vez más generalizada, de unas sociedades a las que se les está barriendo el suelo bajo sus pies.
Aturem el Parlament Robert Bonet
Emmanuel Rodríguez

@emmanuelrog, es miembro del Instituto DM.

23 nov 2022 05:50

¿Cómo pensar una movilización que no anuncia nada, ni aparentemente expresa nada? La movilización gris no contiene promesa alguna de futuro: ni mundo nuevo, ni «hombre nuevo», ni siquiera la «democracia real» que cantó el 15M. Está hecha de pura niebla, densa y opaca.

Del relato previo, «Una movilización espantosa», hay quien objetará con razones sólidas y convincentes. Algunos dirán que los puntos calientes de la descripción del estallido (agricultura, transporte, autónomos, pequeños empresarios, periferias urbanas) no son los señalados, que la composición social de tales puntos no responde a los descritos, o que seguramente los contenidos de la protesta serán más razonables y más aprovechables para las «izquierdas». Se trata de anotaciones interesantes al diagnóstico social del presente.

No obstante, puede que nada de esto sea fundamental. Lo que aparece en el registro de las recientes crisis sociales de Occidente —y aquí es preciso tomarlo no como el centro del mundo, sino como el gran laboratorio político de la crisis del capitalismo más rico y establecido— son estallidos complejos, prácticamente opacos en términos analíticos y básicamente incomprensibles para las izquierdas.

En este archivo de las protestas intrincadas, habría que remontarse a los disturbios de las periferias urbanas de los años noventa del siglo pasado en EEUU (Los Ángeles 1992) y de los año dos mil en Francia (las banlieues de 2005). Allí vimos la ira de sujetos condenados por siglos de colonialismo y esclavitud, pero en formas que algunos podrían considerar nihilistas, ya sin referencia alguna a los marcos de inclusión social y nacional que en otros tiempos representaron el movimiento por los derechos civiles en EE UU o la izquierda obrera en Europa. En estas dos décadas se reconocen también sucesivas oleadas de disturbios, que en ocasiones han venido acompañadas del crecimiento de las derechas populistas, casi siempre presentes en estos fenómenos ya como abanderados de los mismos o como principal vector de criminalización. Sin embargo es a partir de 2008, cuando asistimos a toda una suerte de fenómenos de protesta antielitista que quizás tengan sus capítulos más importantes en el Brexit, los forconi italianos de 2012-2013 y las revueltas contra los confinamientos por la Covid-19, pero que sin duda alcanzaron su forma más interesante con los Chalecos Amarillos en Francia. A pesar de sus obvias diferencias (que a muchos llevarán a considerar esta lista del todo arbitraria), se trata, en todos los casos, de movilizaciones enfrentadas a las figuras reales e imaginarias del gobierno social, y que al mismo tiempo resultan ambivalentes y correosas para las izquierdas, incluso para aquellas menos institucionalizadas y abiertas a la emergencia.

Frente a una movilización gris no disponemos de categorías válidas de análisis, y por ende tampoco de alianza inmediata con los componentes de la protesta

En otra dirección, se deben apuntar también las movilizaciones más asumibles (más progresivas o progresistas), como las que representaron el 15M, el movimiento de las plazas en Grecia y, ya en el extrarradio de Europa, la Primavera Árabe. Sin embargo, estos importantes movimientos tienden a combinarse y a solaparse con estas otras formas de protesta menos luminosas y menos digeribles. En estas últimas, son los saqueos y/o los disturbios aparentemente anómicos los que parecen caracterizar sus «repertorios de acción», y también los que asimilan progresivamente a la vieja Europa a formas de protesta más propias de otras regiones.

La perplejidad frente a la «movilización gris», casi siempre atractiva y detestable a partes iguales, corresponde con la enorme incertidumbre de los tiempos, al igual que con la percepción, cada vez más generalizada, de unas sociedades a las que se les está barriendo el suelo bajo sus pies. En un cierto punto, estas movilizaciones se deberían comprender como las primeras de la historia reciente cuya premisa no es el «progreso». Esto es, las primeras en las que claramente no hay esperanza en el futuro: una prosperidad a repartir, una apelación a un Estado con crecientes capacidades de integración social y una confianza sobre el éxito de la protesta. En este sentido, son las primeras grandes movilizaciones que responden a la situación caótica de la llamada crisis civilizatoria. El interés que despiertan, a la vez que la inevitable inquietud que producen, reside precisamente aquí: anuncian la forma del disturbio en la época del colapso.

La característica esencial de la movilización gris reside en su componente nihilista, que corresponde, de parte a parte, con la crisis capitalista en tanto crisis epocal

El problema de los «estallidos grises» está en que vuelven presente lo ininteligible. Dejan al desnudo los esquematismos y los apriorismos ideológicos de viejas formas lectura social (primariamente las de las izquierda), al tiempo que tampoco ofrecen códigos nuevos de lectura, al menos códigos que aún sepamos descifrar. Si consideramos el momento de lucha como oportunidad de aprendizaje político y social, la primera conclusión de esta modalidad de movilización es que nos muestra intelectualmente inermes. Frente a una movilización gris no disponemos de categorías válidas de análisis, y por ende tampoco de alianza inmediata con los componentes de la protesta.

Por eso tiende a fallarnos casi todo. Frente a este tipo de estallidos de poco valen los viejos patrones del marxismo, con su presupuesto de la polarización social entre burgueses y proletarios, la centralidad de la producción en la acumulación, o la remisión al Estado como lugar del «poder político». La característica esencial de la movilización gris reside en su componente nihilista, que corresponde, de parte a parte, con la crisis capitalista en tanto crisis epocal, en la que lo «productivo» ha perdido toda centralidad en pro de las formas financieras o propiamente políticas de extracción de renta. Tampoco resulta de especial utilidad el democratismo o el «ciudadanismo», que tantos réditos morales otorgó al 15M. En estos estallidos tiende a perderse —por desconfianza, por saturación de la llamada «crisis de representación»— toda forma de universalismo integrador o de pretensión universalista de ciudadanía. Más allá del nihilismo o de la afasia ambiental, en este tipo de protestas dominan o bien los elementos nostálgicos y las demandas particulares de protección al Estado: «a los de aquí», «a los legítimos», etc; o bien el mero ejercicio de una violencia expresiva de colectivos marginados que simplemente muestran su derecho a la existencia.

La misma idea de sujeto de la protesta aparece también desdibujada. No estamos —desde hace ya medio siglo— en los tiempos de la «política de clase», donde el movimiento obrero ejercía de articulador y de integrador de demandas sociales dispersas, entonces anudadas en torno al trabajo y esa ficción, si bien siempre con causas y efectos materiales, que era la clase obrera. En la movilización gris, los sujetos no están «hechos», tampoco son claramente representables en su parcialidad o en su posición de conciencia al modo en que lo hacen los movimientos sociales. Lo que aparece en la movilización tiene una forma masiva, pero inorgánica. Se presenta como un puré de malestares y de narrativas distintas. Se trata menos de luchas de integración, que de desintegración. La heterogeneidad y disparidad de los participantes, que está siempre detrás de un estallido político, no encuentra en estos fenómenos las mediaciones suficientes para aparecer de una forma clara y coherente, al menos no por el momento.

En la misma línea se pueden juzgar (y en parte desechar) todas las herramientas de la política consciente. La idea de «preparación» y de una acumulación de fuerzas que ha constituido la matriz de la práctica «revolucionaria» estalla frente a una movilización inaheprensible e imprevista, que no se deja encajar en ningún patrón relativo a una lógica de fases. Tampoco el estallido gris se presta a una política de organizaciones, que toman la «dirección» del proceso, unifican sus demandas y clarifican la protesta en una dirección. La pretensión de «representar» la protesta parece condenada casi de inmediato. Todo lo más, este tipo de estallido se articula como una trenza de encuentros efímeros, parciales, en los que activistas o militantes de distintas tradiciones pueden operar a nivel local, pero básicamente como uno más.

El estallido es gris, además, porque se produce en territorios sociales poco practicados por la política oficial, lo que incluye a la izquierda pero también a la mayoría de los movimientos sociales. La movilización explota en los márgenes de la sociedad: entre los colectivos «marginales» o aquellos en proceso de marginación; entre los proletarios y los proletarizados. Según el protagonismo de uno u otro (excluidos o desclasados), las formas de expresión y los estilos pueden ser distintos, hasta el punto de resultar del todo arbitrario unificar fenómenos como los chalecos amarillos y los banlieusards, por considerar solo el caso francés. Y sin embargo, ambos procesos coinciden, en tanto se trata de poblaciones tendencialmente excedentarias, inempleables en un capitalismo en crisis, dependientes de los servicios públicos y especialmente vulnerables frente a las crisis de carestía que están por venir. (Es interesante en el caso francés, que si bien los chalecos amarillos no provocaron un nuevo estallido de las banlieues, las expresiones de solidaridad se manifestaron en forma de canciones de rap, manifiestos, conciertos, etc.)

La movilización es gris también porque carece de «conciencia», porque los marcos políticos de la izquierda (comunista, ecologista, feminista) no entran como parámetros subjetivos de la protesta. De hecho no es la «conciencia» como mediación y explicación de la situación, sino la percepción inmediata de ser material de deshecho histórico, la que empuja la explosión. Al apuntar a la izquierda como parte del problema, los estallidos grises señalan una verdad incómoda, en tanto son demasiados los elementos ideológicos y narrativos de esta tradición los que han sido incorporados a las formas de gobernanza liberal-neoliberal, al menos en los países ricos.

En más de un aspecto la movilización gris es hoy la forma del «estallido revolucionario» en un mundo en involución

La perplejidad e incomprensión de la izquierda es así doble. A la contra de su pretensión de ser la expresión política de los pobres o de «los sin parte», la izquierda no está en los lugares sociales de la exclusión y de la proletarización. Desde hace ya demasiado tiempo es y forma parte del país oficial, de su cultura, sus instituciones, sus resortes de gobierno, sus «clases medias». De otra parte, se ve completamente desorientada ante movilizaciones que la acusan de elitismo o simplemente se muestran del todo indiferentes a su vocación de representación. La movilización gris no responde a la crisis de representación, sino que la toma como su presupuesto.

En última instancia, la movilización gris no trae ni una posibilidad revolucionaria, ni tampoco representa una forma específica de involución política. Su aspecto más inquietante es el de una violenta tormenta que se produce sobre la superficie, y que puede estallar y escampar sin modificar siquiera un ápice los ordenamientos instituciones. Su composición periférica, sus contradicciones internas y especialmente su carácter antielitista debieran, sin embargo, animarnos a considerarla como el gran eje de intervención de una política de la crisis o del colapso. En más de un aspecto la movilización gris es hoy la forma del «estallido revolucionario» en un mundo en involución. La movilización gris contiene la posibilidad de las alianzas sociales requeridas para una política capaz de hacer frente a la crisis. Desecharla o despreciarla en tanto susceptible de las simpatías de las extremas derechas o producto de unos bárbaros a los que habría que civilizar, es sin duda un error cuya factura nunca se dejará de pagar.

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