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La escultura era una afrenta, un insulto. Era también una amenaza y un alarde de impunidad. La escultura gritaba desde su pedestal de granito, bien guarnecida frente al Cuartel General del Estado Mayor de la Defensa: “No hay leyes de Memoria democrática, ni Tribunal de la Haya, ni Comité Especial de Descolonización de las Naciones Unidas que nos obliguen a respetar a vuestros muertos”.
La escultura presumía igualmente de no necesitar debates ni acuerdos. Paseó por el Pleno pero no pasó al Pleno. No se expuso a votación. La Fundación del Museo del Ejército, cuyo patronato está presidido por la ministra de Defensa, Margarita Robles, no vio ninguna contrariedad en levantar, con dinero de un crowdfunding, sin apelar a los cauces democráticos, una estatua en homenaje no a la Legión actual, sino a la fundación de un cuerpo de asalto colonial. El alcalde de Madrid tampoco tuvo dudas: ofreció un espacio bien parapetado y fue el primero en ofrecerse a la inauguración, entre vítores a Millán Astray, fundador de esa Legión que luego pondría al servicio de Francisco Franco para dar un golpe de Estado, con la ayuda de los fascismos europeos. Almeida hablaba a cámara y tras él ondeaban banderas de otros tiempos.
Pero la democracia es otra cosa. Y si el Ayuntamiento es democrático, entonces —dedujeron ellas— esto no puede ser una pura y arbitraria imposición de propaganda fascista. No puede ser que el Ayuntamiento de Madrid, el Ministerio de Defensa, tan elegidos en las urnas por votación popular, tan representativos ellos de la voluntad general, tomasen esa decisión sin pedir perdón ni permiso.
Tenía que ser otra cosa. Almeida es un político liberal. ¿Será acaso una oferta a minimizar las burocracias urbanísticas? ¿Será una sugerencia al diálogo social? No podía ser, claro, que estuviesen celebrando los desfiles con cabezas de rifeños ensartadas en las bayonetas legionarias, tan bien replicadas en la obra de Salvador Amaya y Ferrer-Dalmau. No podía ser que, frente a las exigencias demócratas de verdad, justicia y reparación, en Madrid se estuviese celebrando precisamente el latrocinio y las masacres sobre la población nativa del Rif, humillando de nuevo a las víctimas, minimizando las consecuencias que aún hoy se arrastran. El Rif, que sufrió ataques con gases químicos, triplica hoy la tasa de cáncer de las zonas adyacentes.
Memoria histórica
Protesta artística Ensartan la cabeza de Franco en la estatua del Legionario en Madrid para denunciar el colonialismo
La historia no puede cambiarse, pero se puede hacer lo contrario a exaltarla. Eugenio Merino cedió una pieza icónica de su trabajo artístico a las activistas anticoloniales, antirracistas y antifascistas. La cabeza de silicona de Franco, ligeramente caricaturesca, serviría para una instalación temporal, absolutamente inocua con la escultura física pero capaz, sin embargo, de desactivar toda su fuerza simbólica, todo el afán supremacista devolviéndolo a lo que es: un intento aparatoso de exaltación colonialista y franquista, tan idealizado que torna en ridículo.
No hacía falta más que eso. La cabeza de Franco lo reduce a meme. Solo los fascistas se ofenden en las redes; el resto, los demócratas, se ríen. Ya no da miedo, y no puede darlo nunca más.
El Ayuntamiento escogió una fecha concreta, sangrante, para la erección de este artefacto propagandista: la entrada del ejército golpista en Madrid. Desde el activismo escogen otra: la muerte del fundador de la Legión.
Así, efímero y, por tanto, inmaterial, indestructible, nace en Madrid el primer Monumento a los Asesinados por el Colonialismo Español.
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Me ha emocionado su artículo. Ignoraba los detalles escabrosos detrás de esta estatua y siento mucha rabia por su existencia.
Es efímero porque damos por hecho que vendrá alguien a quitar de ahí la cabeza de silicona, ¿no? ¿cuánto ha durado? ¿le están dado seguimiento?