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Opinión
La guerra, y dos aeropuertos
En los días movilización climática juvenil se hizo popular la expresión “nuestra casa está en llamas” para describir la situación de emergencia climática que sufre el planeta. Hoy que es casi es literalmente cierta la afirmación. Este año ha ardido desde el Mediterráneo oriental hasta California, pasando por Siberia, leemos en el informe del Panel Internacional de Cambio Climático de la ONU (IPCC, en sus siglas inglesas), y más de que la casa está en llamas, uno recuerda la imagen de la guerra de Machado y aquellos “filósofos nutridos de sopa de convento” que en su contemplar de cielo han sido incapaces de darse cuenta de que la guerra ha abierto la puerta de su casa. Castilla miserable, escribía Machado. España, Europa y mundo miserables, tendríamos que decir hoy. La guerra está llamando, ha entrado por la puerta de casa.
El informe del IPCC contiene mucha información que ha sido ya comentada por especialistas; en ese aspecto no podemos aportar nada sustancial. Y sin embargo, lo que apenas se comenta es la sensación de normalidad: no contiene nada que no esperásemos, todo es como suele ser en estos informes. El mundo está en llamas, pero eso parece ser parte del bussiness as usual. Incluso la alarma se ha convertido en normalidad. Pero la alarma que suena en la normalidad hoy oculta una guerra. Poco a poco, la actualidad de la crisis ecológica se ha abierto paso; es eso, sin duda, lo que ha abierto la grieta de los nuevos partidos verdes y de los planes institucionales que se visten de verde, desde la actuación del Ministerio de Transición Ecológica hasta los fondos Next Generation. Hasta un aeropuerto, y aquí llegamos al meollo del asunto.
Incluso la alarma se ha convertido en normalidad. Pero la alarma que suena en la normalidad hoy oculta una guerra. Poco a poco, la actualidad de la crisis ecológica se ha abierto paso
El Prat
En plena postpandemia, con una supuesta agenda de transición ecológica, con la emergencia climática en situación extremadamente alarmante, llega la ampliación de El Prat. De regalo, también la de Barajas. La primera, la más sangrante en términos ecológicos porque se realizaría sobre zona protegida, es anunciada a bombo y platillo, por cuestiones evidentes de los tejemanejes que el gobierno central y la Generalitat realizan como escenario de reconciliación. El segundo pasa más desapercibido, pero la cantidad dedicada y el objetivo son los mismos: 1.700 millones en un caso, 1.600 en el otro, con la idea de convertirlos en dos nodos de tráfico internacional —algo que ya es Barajas— bajo la etiqueta de hub; nota mental: pon un nombre vistoso en una lengua extranjera a todos tus proyectos más desquiciantes.
Sin embargo, es evidente que no hay volumen para tanto aeropuerto. Es más, estos días en redes es fácil encontrar denuncias de las enormes zonas en desuso en Barajas, particularmente en la T4, su última ampliación; no zonas que hayan caído en desuso a partir de la crisis de la covid, sino que llevan en desuso desde su misma construcción. El volumen, por supuesto, no va a volver a corto plazo, pero es que si miramos lo que dicen los datos oficiales no parece que haya fuentes para que vuelvan tampoco a corto plazo. La industria del fracking cayó con la crisis —siempre fue un invento de nula rentabilidad económica— y no parece que pueda volver a levantarse, pero esa industria es la que había mantenido la producción mundial en auge, copando el crecimiento de la producción mundial. Una vez que la producción no convencional ha caído, parece difícil ver cómo se alimentará un mercado de vuelos internacionales, teniendo que cuenta que tiene contra la disponibilidad energética, los coletazos de la pandemia y una crisis económica mundial y prolongada.
Crisis económica, crisis ecológica. Estos son los elementos de fondo. El aeropuerto de El Prat, como el de Barajas, son solo dos episodios de un escenario mundial complejo en lo político y en lo económico
Crisis económica, crisis ecológica. Estos son los elementos de fondo. El aeropuerto de El Prat, como el de Barajas, son solo dos episodios, particularmente sangrantes, claro está, de un escenario mundial complejo en lo político y en lo económico. Por una parte, la sensibilidad social sigue creciendo junto con la amenaza climática y parece más que evidente que los viejos proyectos de gobierno —conservadores y socioliberales— no tienen más opción que reconvertirse en clave verde para volver a ganar mayorías bajo un imaginario de renovación y modernidad, si no quieren que los populismos ultra conservadores les coman la tostada. Por otro lado, las instituciones de Gobierno con las que estos partidos se han fundido desde hace décadas no saben hacer otra cosa que trabajar para el capital, y eso es lo que están haciendo.
Las instituciones de Gobierno con las que los partidos se han fundido desde hace décadas no saben hacer otra cosa que trabajar para el capital, y eso es lo que están haciendo
Así pues, tiene razón Oscar Blanco cuando explica que es una batalla de clases: se trata de una macro inversión que apenas tiene visos de materializarse, pero que por el camino dejará miles de millones en el desarrollo de las infraestructuras que, con toda probabilidad, no llegarán a explotarse. Una mega transferencia del Estado al capital y, teniendo en cuenta que el estado se financia con lo que aporta el trabajo, un regalo que el Estado hace con nuestros impuestos a las grandes empresas. Y aún así, es una batalla climática, como cada batalla que se da entre el productivismo al servicio del capital y la apuesta por el territorio y por las inversiones con valor social. El problema es que el capital está ahogado en una década larga en la que las tasas de beneficio no logran subir, esto es, el motor del capital está gripado y su única forma de subsistir es captar fondos públicos de forma descarnada si es necesario. No es que esto sea nuevo, lo que es nuevo es la centralidad que adquiere, puesto que las operaciones empiezan a ser generalmente estas. Es lo que la Unión Europea ha entendido perfectamente, y el motivo por el que lanza unos presupuestos Next Generation que son la última bala de los estados para relanzar la imposible recuperación del capital.
Se trata de una macro inversión que apenas tiene visos de materializarse, pero que por el camino dejará miles de millones en el desarrollo de las infraestructuras que, con toda probabilidad, no llegarán a explotarse
Pero volvamos al informe del IPCC. Si la crisis es tal como la dibuja este organismo, entonces deberíamos estar parando las máquinas, literalmente, de la economía capitalista. Hay vías, muchas, para hacerlo. En realidad, es el momento de experimentar todo aquello que se ha estudiado durante años y que siempre fue percibido como una especie de plan de fuga, algo que sólo estaba en un cajón por si la cosa se ponía muy fea: planes de resiliencia, producción local, energías exclusivamente renovables, agricultura biológica. Y bien: la cosa se ha puesto terriblemente fea. Es momento de sacar del cajón todas aquellas cosas que sonaban un poco locas dentro de la gramática neoliberal que ha dominado el mundo en las últimas décadas, pero que ahora empiezan a ser razonables. Por ejemplo, nacionalizar fábricas para ponerlas a producir renovables, bloquear el crecimiento de ciudades cada vez más inhabitables para recuperar la población rural, o parar los aeropuertos y dedicar la inversión de estas infraestructuras a construir trenes y otros medios de transporte de corta y media distancia, que articulan el territorio y permiten tránsitos sostenibles y desarrollo local. Pero todo esto, no nos olvidemos, no se podrá realizar sin librar la batalla de clases, porque el viejo Marx sigue teniendo razón en aquello de que solo los intereses de las clases populares son válidos para el conjunto de la sociedad, porque sólo esas clases tienen intereses legítimos, sin privilegios.
Un aeropuerto, o dos en este caso, son un buen lugar para empezar a ganar batallas
El informe del IPCC presenta un horizonte durísimo, brutal, pero contiene también una esperanza: estamos a tiempo de dejar el calentamiento global por debajo de 1,5º, que es lo mismo que decir que nos llevaremos consecuencias catastróficas pero podemos salvar lo peor. Pero no lo haremos sin lucha. La cuestión de la emergencia climática apunta a su momento clave, en el que obligaremos al capital a reconstruir las plantas de coches de combustión para producir energía y detendremos la construcción de aeropuertos o sus intereses prevalecerán sobre la mayoría, y entonces el mundo no tendrá futuro. Un aeropuerto, o dos en este caso, son un buen lugar para empezar a ganar batallas.
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“Los intereses de las clases populares” hay que batallarlos. De momento, el movimiento ecologista, algunos ayuntamientos como el del Prat y Barcelona y varias formaciones políticas verdes de izquierda son los que están dando la pelea en Catalunya. Madrid es otra historia, parece.
Mucho habrá que presionar al PXXE y a la Generalitat para que desistan de este atentado contra el cambio climático, la biodiversidad y el turismo sostenible.