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Obituario
Un gran editor: Eric Hazan (1936-2024)
Hay una manera infinitamente reductora de conmemorar a Eric Hazan consistente en saludarlo simplemente como un editor valiente y defensor de la extrema izquierda, como un sostenedor inflexible de los derechos de los palestinos y como un hombre que, a contracorriente de su época, creía en la revolución hasta el punto de dedicar un libro a las primeras medidas que deberían tomarse nada más que esta se produjese.
Sin duda Eric fue todo eso, pero hay que recordar de él antes de nada lo esencial: en una época en la que la palabra edición evoca imperios de hombres de negocios que hacen dinero de todo, incluidas las ideas más nauseabundas, él fue ante todo un gran editor. No se trata simplemente de una cuestión de competencia. Se trata primordialmente de una cuestión de personalidad. Y Eric era una personalidad excepcional: mente curiosa que se interesaba por todo, era científico de formación y había sido neurocirujano en una vida anterior, pero era también un gran conocedor de las artes y un apasionado amante de la literatura; era, por otro lado, un habitante de las ciudades, sensible a la historia viva que porta consigo cada una de las piedras de sus calles; era un hombre abierto y acogedor, de sonrisa radiante y de apretón de manos persuasivo, ávido tanto de comunicar sus pasiones, como de compartir lo que descubría y de convencer a los demás, lejos de toda predicación, de lo que él consideraba exigencias de la simple justicia.
Desde mis primeros contactos con él, justo cuando la editorial La Fabrique empezaba su andadura, supe que no se trataba de un editor cualquiera. Eric había asistido a algunas sesiones de mi seminario sobre estética y quería comprender mejor lo que yo hacía y hacia dónde conducía. Le envié una breve entrevista que había hecho para una revista de escasa circulación publicada por amigos. Unos días más tarde me dijo que la entrevista era un libro y que iba a publicarlo. Lo hizo con tanta eficacia que esta pequeña obra, apenas visible en los expositores de las librerías, conoció un impacto mundial. Entonces aprendí este hecho sorprendente: un gran editor es alguien capaz de saber que has escrito un libro y de decírtelo, cuando ni siquiera tú mismo lo sabes.
El mundo por el que luchaba militaba en pro de una experiencia más amplia y más rica de las cosas, un mundo que no separaba el trabajo del saber y las emociones del arte de la pasión por la justicia
Así comenzó para mí una larguísima colaboración jalonada de títulos, cuya lista demostraría por sí sola que Eric Hazan era mucho más que un editor de arrebatados revolucionarios. ¿Qué habría tenido él que ver, si ese fuera el caso, con libros que exploraban territorios tan aparentemente alejados de toda eficacia política inmediata como la polémica sobre el paisaje en la Inglaterra del siglo XVIII, la disolución de los hilos tradicionales del relato novelístico en Flaubert, Conrad o Virginia Woolf, el entrecruzamiento del tiempo en las películas de Dziga Vertov, John Ford o Pedro Costa, o la concepción del espectador que implica tal o cual instalación del arte contemporáneo? ¿Qué necesidad habría tenido, por otro lado, de publicar una edición completa de más de mil páginas del Baudelaire de Walter Benjamin o de volver a sumergirse en primera persona en el París de Balzac?
No se trata tan solo de que Eric mostrara interés por todo y de que su cultura humanista fuera mucho más amplia y profunda que la de tantos chupatintas que esbozan una sonrisa ante compromisos militantes como el suyo. El mundo por el que luchaba militaba en pro de una experiencia más amplia y más rica de las cosas, un mundo que no separaba el trabajo del saber y las emociones del arte de la pasión por la justicia. Este hombre indignado contra toda opresión amaba, más que a los vociferantes, a quienes buscan, inventan y crean.
Para Eric cambiar el mundo no era un programa de futuro, sino una tarea cotidiana consistente para mejor ajustar la mirada y encontrar las palabras adecuadas. Y él sabía que la rebelión es en sí misma un modo de conocimiento. En los autores o autoras más extremistas, cuyos textos publicaba, ya fueran sobre feminismo, sobre decolonialismo o sobre cómo volar un oleoducto, veía no sólo un grito de cólera contra el reino de la injusticia imperante, sino también un trabajo de investigación, una experiencia singular del mundo en que vivimos, una nueva forma de disipar la oscuridad que se cierne sobre él. Por eso también se preocupó de que los títulos más provocadores aparecieran en los escaparates de las librerías con el colorido que los convierte en objetos preciosos.
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¿Es por todo ello por lo que decidió llamar a su empresa La Fabrique? A los conocedores de la historia obrera el nombre recuerda al Echo de la fabrique, que fue el periódico de los canuts, los trabajadores de la seda lioneses, sublevados a partir de 1830. Y sin duda Eric consideraba importante que se prolongara el recuerdo de las grandes jornadas obreras de 1848 y de la Comuna. Pero la palabra «fabrique» asociaba a esta tradición de lucha toda una concepción del trabajo de editor: un alejamiento radical de la lógica del beneficio combinado con un impecable rigor de la gestión; un amor por la artesanía, que no descuidaba aspecto alguno de la producción de un libro; pero también una idea del taller fraternal donde unos y otras aportaban el producto de sus respectivos trabajos que al entrelazarse se transformaban en otra cosa: una riqueza compartida de experiencias, de conocimientos y de miradas, el sentimiento de una capacidad compartida para construir un mundo diferente de este que nuestros amos y sus lacayos intelectuales nos presentan como la única realidad ineludible.
Ofrecer otras cartografías de lo que es visible, de lo que ocurre y de lo que cuenta en nuestro mundo, esa ha sido la inquietud que ha permitido a Eric reunir a tantos autores y autoras imbuidos de intereses, de ideas y de sensibilidades tan diferentes, que él ha respetado por igual sin pretender nunca unificarlos en una línea común. Porque este gran editor era ante todo un hombre libre, que únicamente podía respirar en la atmósfera de la libertad.
¿Fue el enrarecimiento de esta atmósfera lo que, además de su enfermedad, ensombreció sus últimos días? Nunca las causas por las que luchó han sido tan obscenamente ridiculizadas en la teoría, ni tan alegremente pisoteadas en la práctica, como lo son hoy. Durante mucho tiempo vio en la propia ignominia de los poderes que nos gobiernan un motivo para esperar la revolución en ciernes. Este mundo, pensaba Eric, es tan decrépito que el menor golpe propinado aquí o allá está destinado a provocar su colapso. Esta es la lógica, quizá demasiado limitada, de los buenos artesanos y de los hijos de la Ilustración, que creen que la podredumbre provoca el desmoronamiento de los edificios. Desafortunadamente esta podredumbre es, en realidad, el pegamento que mantiene unido al mundo, hecho que exige un dilatado y paciente trabajo de limpieza de tal cualidad aglomerante a quienes tienen que crear previamente un aire más respirable y más propicio para la preparación de otros mañanas. Se trata, en todo caso, de una tarea para acometer la cual la inquebrantable resistencia de Eric Hazan a toda bajeza servirá de ejemplo durante mucho tiempo.