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Green European Journal
¿Qué une al activismo climático con la guerra en Gaza?
Profesor asociado del Instituto de Estudios Políticos de París Science Po
En los últimos meses, los ataques de Israel en Gaza han suscitado un encarnizado debate sobre hasta qué punto los movimientos climáticos, que rara vez se inmiscuyen en cuestiones bélicas, deberían involucrarse más en los esfuerzos para ponerle fin al conflicto. Por un lado, hay quienes opinan como Greta Thunberg, que, durante una protesta en Leipzig (Alemania), expresó ante la multitud que “defender a Palestina es una cuestión de humanidad” y que no deberíamos “guardar silencio ante el genocidio en Palestina”. Por otro lado, hay activistas y comentaristas que creen que manifestarse por Gaza supone una distracción de la prioridad principal del movimiento climático, que es frenar el calentamiento global. También temen que el hecho de abordar este tema cree divisiones innecesarias dentro del movimiento y que merme el apoyo público que necesita.
Más recientemente, Andreas Malm, una figura prominente en el movimiento medioambiental, tomó una postura controvertida ante el conflicto, hablando de “gritos de júbilo” como reacción a los ataques del 7 de octubre. Este apoyo tan explícito a los actos cometidos por Hamás dentro del movimiento es claramente radical en comparación con cualquier expresión previa de apoyo a Palestina y ha suscitado un acalorado debate sobre la posición que los activistas climáticos deberían adoptar ante esta cuestión.
¿La ciencia no es política?
Aunque las tensiones en torno a la guerra en Gaza han sido particularmente flagrantes en Alemania (la postura de Thunberg ha dividido a la sección alemana de Fridays For Future), este no es el único lugar donde ha surgido el dilema acerca de la postura pública del movimiento climático ante la guerra. En noviembre de 2023, en otra marcha por el medio ambiente en Ámsterdam en la que Thunberg participaba, un hombre se subió al escenario, agarró el micrófono y declaró: “He venido a una manifestación contra el cambio climático, no a un discurso político”.
Este rechazo hacia las “opiniones políticas” dentro del movimiento medioambiental aviva un antiguo debate sobre si el movimiento es, o debería ser, abiertamente “político”. ¿Debería limitarse a pedir a quienes ostentan el poder que “escuchen a la ciencia”, con la esperanza de que un mensaje tan neutral no ofenda a la izquierda ni a la derecha y, por lo tanto, la polarización no suponga un obstáculo para la lucha por el clima? ¿O debería reconocer que la crisis climática es inherentemente política y subrayar la necesidad de abordar las causas sistémicas del cambio climático? Y, en el caso de que se aprobase dicho análisis político radical, ¿implicaría eso que el movimiento por el medio ambiente debe abordar automáticamente otros excesos producidos por el sistema responsable de causar el cambio climático?
Estas preguntas apuntan a varios hechos fundamentales que hacen del movimiento climático, como de muchos otros movimientos, un espacio de contención interna. Comprender estos hechos ayuda a aclarar la cuestión más general del debate sobre su postura ante Gaza. Es más, evidencia que, aunque estas tensiones puedan ser conflictivas, no sólo no debilitan necesariamente al movimiento, sino que pueden ser incluso productivas.
Disputas internas
Para empezar, no se ha llegado a un acuerdo dentro del movimiento medioambiental sobre por qué es importante combatir el cambio climático. Para algunas personas, como el hombre que intervino en la marcha de Ámsterdam, enfrentarse al cambio climático es enfrentarse a una gravísima amenaza existencial. No guarda relación (al menos explícita) con una agenda política más amplia. Otras personas, sin embargo, comprenden el cambio climático como un detonante más de injusticias globales más amplias, de modo que aislar la acción medioambiental de estas otras cuestiones sería como desfragmentar la lucha por la justicia.
Como resultado, el primer grupo de personas se muestra agnóstico en lo que respecta a los métodos empleados para abordar el cambio climático, mientras que el segundo transmite su preocupación de que muchos de los métodos convencionales para mitigar el cambio climático exacerben las injusticias en realidad. Por ejemplo, los planes de compensación del carbono podrían desplazar a comunidades indígenas, mientras que la transición hacia una economía baja en carbono podría dar lugar a “zonas de sacrificio del capitalismo verde”. En resumen, el hecho que las personas activistas por el clima se preocupen o no por la justicia global depende en primer lugar de sus motivaciones para luchar por el cambio climático.
El hecho de que las personas activistas por el clima se preocupen o no por la justicia global depende en primer lugar de sus motivos para luchar por el cambio climático
No sólo existe una falta de consenso en el seno del activismo climático sobre por qué es importante luchar contra el cambio climático, sino también sobre cuál es exactamente la esencia del problema. Si el cambio climático se considera un problema aislado, lo más lógico sería abordarlo de forma independiente. Después de todo, incluir otros problemas podría perjudicar la lucha, desviando la atención y desestabilizando la unidad del movimiento, así como el apoyo de la población.
Ahora bien, si el cambio climático se comprende como un síntoma de los problemas sistémicos subyacentes, tratarlo de forma aislada resulta ineficaz por dos motivos. El primero es que se centra en el síntoma, no en la causa, y el segundo es que tratar un solo síntoma no tiene ningún sentido cuando la enfermedad está provocando tantísimos otros males. Tal y como Naomi Klein, entre otras voces, ha expuesto, si no se adopta un enfoque sistémico otros síntomas asociados (por ejemplo, otras formas de deterioro ecológico u otras injusticias) continuarán provocando unos niveles injustificados de sufrimiento humano y daño ecológico.
Un tercer punto de discordia alude a la vía mediante la cual se alcanzan objetivos medioambientales. Hay quienes afirman que, aunque el cambio climático sea un problema sistémico, no hay tiempo para un cambio radical (a nivel) del sistema. Las emisiones habrían de reducirse a la mitad para el año 2030 y es difícil concebir que tanto la economía como la cultura de consumo que producen tan altas emisiones se hayan reformado para entonces. Por lo tanto, el camino a seguir más realista podría ser la promoción de cambios reformadores dentro del marco del sistema actual. Este reformismo se asocia a tácticas moderadas típicas de la democracia representativa, según la cual la transformación social se logra a base de presión pública ejercida sobre figuras políticas electas. Si conseguir un apoyo amplio y diverso a las políticas ambientales es un aspecto primordial, entonces podría justificarse la exclusión de cuestiones polémicas como la guerra en Palestina.
Pero, de nuevo, impulsar una narrativa medioambiental políticamente “neutral” basada en la ciencia para que no ofenda a progresistas ni a conservadores podría resultar contraproducente. Algunas personas postulan que un discurso político más directo que combine el cambio climático y la justicia social, (tal y) como la narrativa de la “transición justa”, tiene más posibilidades de recabar un gran apoyo social ya que alude a los intereses de los trabajadores y proporciona una salvaguarda para aquellas profesiones amenazadas por la transición.
Pero hay otra perspectiva que sugiere que ganar el apoyo público ni siquiera es la vía más eficaz para lograr el cambio social deseado. Los investigadores Kevin A. Young y Laura Thomas-Walters sostienen que gran parte del impacto que tuvo el movimiento por los derechos civiles en EE UU. se debió a una serie de disturbios coordinados de forma estratégica para ejercer presión a actores influyentes para que abogaran por los cambios políticos. Es decir, estos actores no cedieron a las demandas del movimiento porque lo apoyasen, sino porque querían poner fin a los disturbios. A pesar de las grandes diferencias entre el movimiento por los derechos civiles y el movimiento climático, su argumento plantea que el apoyo público no tiene que ser necesariamente una prioridad cuando la disrupción puede convertirse en un arma poderosa. Esta conclusión podría no ser aplicable para determinar cuál debería ser la respuesta del movimiento climático ante cuestiones como la guerra en Gaza, pero sin duda desafía la creencia de que la estrategia más eficaz es reunir el mayor apoyo social posible a cualquier precio.
Dejando las consideraciones estratégicas a un lado, son las consideraciones ideológicas las que determinan en última instancia quiénes son los aliados importantes para el movimiento climático. Dado que los movimientos giran en torno a las identidades colectivas, la pregunta sería: ¿Con quién comparte intereses este movimiento: con quienes luchan por la paz y la justicia, o con cualquier persona que se dedique a combatir el cambio climático, independientemente de la justicia social? La respuesta determinará la dirección y la naturaleza del movimiento climático conforme vaya evolucionando. Podría incluso poner en entredicho la noción de que sólo hay un movimiento climático.
Medio ambiente y conflicto
Normalmente, el activismo señala al sistema capitalista, colonialista o extractivo como la causa subyacente del cambio climático. Para muchas personas, las conexiones entre la guerra y el cambio medioambiental son muy numerosas en lo que respecta a Gaza. Hay quienes apuntan que el trato que Israel ha reservado históricamente al pueblo palestino ha acentuado los riesgos climáticos a los que se enfrenta la población en aspectos tales como el acceso al agua. También han acusado a Israel de “ecopostureo” colonial por legitimizar la expropriación del pueblo palestino en nombre de la justicia climática. Mientras tanto, el grupo 350.org ha hilado una narrativa que conecta ambas cuestiones sin caer en declaraciones causa-efecto, argumentando que “no puede haber justicia climática sin paz, y cuando pedimos la paz, nos referimos explícitamente a la paz por ambas partes”.
La inclusión del antimilitarismo en la lucha contra el cambio climático, expresada en forma de apoyo a Palestina, no puede desestimarse como una mera distracción de lo que es “realmente” importante en la lucha climática.
El gran debate sobre el papel que el cambio climático tiene a la hora de agravar los conflictos en Oriente Medio viene de largo. Lo mismo ocurre con el papel del militarismo como pilar fundamental de los sistemas extractivos de opresión. Estos aceleran el cambio climático a la vez que garantizan la continuidad del sistema ante cualquier tipo de oposición. Desde sus orígenes en los años 70, el movimiento medioambiental moderno ha adoptado el pacifismo como uno de sus dogmas centrales y existen fuertes lazos históricos entre el movimiento por la paz y la facción antinuclear del movimiento ecologista. La integración del antimilitarismo en la lucha contra el cambio climático, expresada en forma de apoyo a Palestina, no es nada sorprendente desde el punto de vista histórico y no puede desestimarse como una mera distracción de lo que es “realmente” importante en la lucha climática. De hecho, se ajusta a las narrativas medioambientales más críticas con el sistema.
Entidades dinámicas
¿Cómo debería el movimiento climático gestionar los conflictos internos sobre la relevancia de asuntos como Gaza? Lo primero que habría que admitir es que la acción climática no puede limitarse simplemente a reducir las emisiones de CO2, sino que implica la existencia de ganadores y perdedores y suscita opiniones muy variadas sobre cuál sería una respuesta adecuada. Es, por lo tanto, una cuestión inherentemente política, tal y como han ejemplificado las protestas de agricultores a lo largo de toda Europa y, previamente, el movimiento de los chalecos amarillos.
Plantearse lo que el movimiento debería hacer respecto a Palestina o cualquier otra situación análoga requiere preguntarse qué es el movimiento climático. ¿Tiene sentido considerarlo una entidad predeterminada que pretende enfrentarse al cambio climático, sin más? Quienes defienden la exclusión de causas sin relación aparente quieren delimitar un movimiento que, a sus ojos, sólo debería preocuparse del cambio climático. Pero los movimientos son entidades dinámicas cuya ideología evoluciona conforme navegan los complejos panoramas políticos. No hay una esencia predefinida que determine a lo que las personas recién llegadas al movimiento se están suscribiendo. Las posturas se ponen en tela de juicio a medida que la comunidad crece, surgen problemas o se forman coaliciones.
Por consiguiente, es crucial evitar caer en la demonización de quienes plantean nuevas preocupaciones, acusándoles de socavar la “verdadera” causa del movimiento, ya que no existe tal cosa. Y aunque plantear nuevas problemáticas puede dar pie a conflictos (y aunque el análisis político radical podría incomodar a algunos sectores) los activistas pueden tener por seguro que dicho conflicto puede ser generativo. Es más, promover un mensaje político único que no ofenda a nadie probablemente no sea el camino más convincente hacia una transformación social.
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Hace años, asistí a unas conferencias contra las armas ligeras. Estaban organizadas por Intermon, Médicos sin Fronteras, Amnistía Internacional y también por Greenpeace.
Puede parecer extraño que Greenpeace participase de manera activa en una campaña antibelicista, pero es que, sin duda, los conflictos armados generan graves problemas ambientales, desplazamientos masivos de población y destrucción de habitats.
Solo puede entenderse la lucha climática desde un planteamiento holístico, no sirve intentar preservar recursos si no favorecemos la estabilización del ambiente.
La lucha ecológica solo puede entenderse antimilitarista, una lucha ecopolítica, incluso aunque sea con motivos egoístas.