Italia
Salvini al alza

El siguiente texto fue publicado en abril de 2019 por la edición española de The New Left Review. Desde entonces, la crisis de Gobierno del verano descabalgó a Matteo Salvini del Gobierno. No obstante, la pujanza del político milanés no se ha visto mermada y las elecciones del domingo que viene en Emilia-Romagna pueden marcar el primer paso hacia su definitiva apoteosis.

Dos salvinis
Matteo Salvini ha triunfado gracias a su conocimiento de las técnicas de comunicación del siglo XXI.
25 ene 2020 06:32

Italia tiene un nuevo hombre fuerte, para muchos un nuevo salvador, Matteo Salvini*. De la noche a la mañana, el que hasta entonces era un oscuro concejal de Milán, militante desde tiempo atrás en la separatista Lega Nord, se ha convertido en el personaje más poderoso del país. En solo cinco años, un partido que era una ruinosa reliquia política, con un apoyo en las urnas entre el 3 y el 4%, se ha convertido, en sus manos, en el eje de la política italiana y quizá también de la europea. Sin embargo, en cierto sentido la historia de esta asombrosa transformación tiene un comienzo muy distante, no en el tiempo sino en el espacio. Se remonta a las guerras y enormes desigualdades económicas que han llevado a millones de africanos y asiáticos a cruzar el Mediterráneo buscando trabajo, libertad y un poco de bienestar en una acomodada Europa cada vez más envejecida, desigual y rencorosa.

Un día aparentemente normal de febrero de 2016, en medio de la emergencia migratoria de ese año, un campo de retención en la frontera entre Grecia y Macedonia nos ofrece una idea de ese panorama. El pequeño pueblo de Idomeni aparece entre suaves colinas con los escarpados Balcanes recortados en la lejanía. Aquí, el alambre doble de espino del gobierno de Skopie atrae menos atenciones que esos mismos rollos desplegados por Orban en Hungría, aunque —motivo de culpabilidad para algunos, mérito para otros— descargan sobre un solo país las consecuencias de un moderno éxodo.

Es casi la hora de la cena y visto desde la distancia, el campamento griego, que alberga a unos diez mil refugiados, está tranquilo, como si se lo estuviera tragando la oscuridad. Pero cuando te vas acercando encuentras un zoco y algunos niños bailando al son de música siria. Un recinto de desesperanza se ha convertido en un pequeño pueblo, con furgonetas que venden bocadillos y taxis que esperan pillar a alguien que quiera dar una vuelta. En las sombras que va trayendo la noche los refugiados encienden hogueras para luchar contra el frío, y el humo de la madera y del plástico que se quema hace que el aire se vuelva espeso. Los inodoros químicos están desbordados; hay colas para las duchas, las ropas cuelgan en las alambradas para secarse.

Hace pocos días estas familias se encontraban en alta mar; sus rojos chalecos salvavidas todavía siguen en uso como pequeños colchones para dormir. Idomeni es un depósito para los rechazados, para los paquistaníes, iraquíes, ghaneses, afganos, sin ninguna oportunidad de continuar su viaje al país de sus sueños: Austria, Alemania, Suiza. No son imágenes de vídeo o avatares en una red social: tienen ojos, brazos, piernas, bocas para alimentarse, dientes para sonreír. Son pacíficos, curiosos, aunque a veces se sientan un poco incómodos con los periodistas: nadie quiere que se le compadezca.

Europa prefiere mirar a otro lado o explotar el imaginario político que puede venir de la desesperación de otros

¿Cómo se puede evitar sentir vergüenza ante las desigualdades que se muestran aquí? El capital se mueve sin trabas; los muros se levantan contra los seres humanos. La vida depende de un documento y un sello, el destino depende de un miserable trozo de papel; las horas pasan haciendo cola para un bocadillo, esperando infructuosamente decisiones que nadie sabe quién tomará o por qué. Tienes que recordarte lo que es obvio para evitar que tu corazón se endurezca: no hay desiertos en nuestros orígenes, ninguno de nosotros elige dónde nacer o la madre que te trae al mundo. Los países balcánicos en la ruta del norte ya han decidido limitar el número de personas que cruzan sus fronteras. Europa prefiere mirar a otro lado o explotar el imaginario político que puede venir de la desesperación de otros: no ayudar sino identificar a un enemigo, poner en escena un concurso de humillaciones. ¿Quién se corona como el más desfavorecido del mundo? Al último y al penúltimo se les enfrenta entre sí mientras los más favorecidos disfrutan de su seguridad. Los yates pasan medio vacíos mientras otros riñen por un sitio en la patera.

En Italia, Salvini ha encabezado una revuelta del penúltimo escalón social sobre el tema de las pateras. Escasamente conscientes ya de quién pueda estar por encima de ellos, ven a los que están por debajo intentando llegar a las playas de Europa como una amenaza, porque tienen miedo de caer más abajo todavía. La única movilidad social posible en un continente agobiado y que envejece parece ser descendente: los hijos de los trabajadores ya no se convierten en médicos, sino en simples desempleados. Con gran maestría, el líder de los penúltimos ha aprendido cómo hablar a sus estómagos. Y a sus corazones.

Los comienzos

La Lega Nord fue fundada en 1991, en vísperas de la implosión de los tres partidos de masas —democristianos, comunistas y socialistas— que habían dominado Italia desde la Segunda Guerra Mundial. Se trató de una fusión de la Lega Lombarda de Umberto Bossi, nacida a mediados de la década de 1980, con otras fuerzas regionalistas del rico norte italiano, que se presentó como ni de derechas ni de izquierdas. Sus primeros éxitos electorales fueron la señal de un cambio en la política italiana. Ya no se trataba de un partido que planteara demandas universales. Su objetivo era particularista: la independencia del norte de Italia, concebido como una nación alrededor del río Po, una imaginaria Padania que nunca existió. Su mensaje era claro, el norte, una sociedad que trabajaba y producía estaba harta de pagar impuestos para que políticos de poca monta los distribuyeran a sus clientes en el sur como prebendas burocráticas o subsidios de desempleo. Una vez que se alcanzara la independencia el dinero dejaría de ir a parar a la “Roma ladrona”.

Las razones del atractivo de la Lega se encontraban en el dramático desequilibrio entre el próspero y moderno norte italiano y su atrasado y dependiente sur. El partido no hacía ninguna promesa de corregir el desequilibrio. Simplemente el norte debía abandonar al sur a su suerte y ocuparse de sus propios intereses.

Con el colapso de la democracia cristiana y de los socialistas en la estela de los escándalos de Tangentopoli, y la división y abandono del comunismo por parte del PCI después de la caída del Muro de Berlín, la Lega dio su paso al frente en 1994 cuando obtuvo el 8,4% del voto nacional —abrumadoramente concentrado en el norte del país y doblando esas cifras en Lombardía— en una alianza a tres bandas con Berlusconi y la anteriormente fascista Alianza Nacional, cuyos bastiones estaban en el sur. Con esta victoria llegó la participación en un gobierno de centro-derecha encabezado por Berlusconi. No duró mucho.

Bossi, un tosco y beligerante inconformista, no aceptó un papel subordinado en la coalición. Incapaz de sacar adelante las demandas de su partido dentro de ella, y cortejado por los antiguos comunistas, pronto la abandonó provocando la caída de Berlusconi. Presentándose en solitario en las elecciones que vinieron a continuación, el partido de Bossi creció hasta el 10,1%. Pero cuando cayó al 4,5% en las elecciones europeas de 1999, la Lega Nord regresó a una coalición encabezada por Berlusconi donde permaneció durante la década siguiente como un estridente pero mayormente ineficaz socio menor en sus sucesivos gobiernos.

Nacido en 1973 en los suburbios de Milán, hijo de un director comercial, Salvini se unió a la Lega Lombarda a la edad de 17 años

Un año después de que cayera el último de ellos en 2011, Bossi —desde tiempo atrás debilitado por una embolia— se vio envuelto en un escándalo de corrupción y fue marginado por su número dos, Roberto Maroni, que asumió la dirección del partido. Cuando llegó la siguiente cita electoral en 2013, la Lega cayó a un mero 4% y parecía condenada a la irrelevancia nacional. Sin embargo, en su bastión original de Lombardía, Maroni obtuvo la presidencia de la región a la cabeza de una coalición con una amplia mayoría, después de haber prometido que dimitiría como secretario general de la Lega si ganaba. Dándose cuenta evidentemente de que el partido no tenía ningún futuro en la política nacional, y que podía disfrutar los frutos del cargo regional, la decisión no fue ningún sacrificio.

El 15 de diciembre de 2013, la Lega Nord celebró elecciones internas para elegir al sucesor de Maroni. El día anterior, el Partido Democrático (PD) —la última mutación del centro-izquierda en Italia— había celebrado las primarias que eligieron a Matteo Renzi como nuevo líder. Los medios de comunicación, durante algún tiempo expectantes ante los encantos de Renzi, centraron su atención en una contienda que era mucho más importante y donde había una verdadera pugna.

Por el contrario, las consultas internas de la Lega eran una formalidad: el futuro del Carroccio —como se denominaba a menudo a la Lega recurriendo al altar de guerra que llevaban las ciudades lombardas durante la Edad Media— fue decidido en un almuerzo por Maroni y dos de sus partidarios, Flavio Tosi, el popular alcalde de Verona, y Matteo Salvini. Allí se acordó que el cargo no especialmente atractivo de secretario general, sería para Salvini, reservándose para Tosi un futuro como posible líder del centro-derecha, una vez que Berlusconi, cada vez más desacreditado se hubiera ido. Enfrentado a un enfermo Bossi, ahora con más de 70 años y convertido en una sombra de sí mismo, Salvini enfiló hacia la victoria con una mayoría del 82%. Para el conjunto de la ciudadanía italiana seguía siendo un perfecto desconocido. 

Barba y pendiente

Sin embargo no lo era para los militantes de Milán. Nacido en 1973 en los suburbios de la ciudad, hijo de un director comercial, Salvini se unió a la Lega Lombarda a la edad de 17 años, cuando todavía estaba en la escuela secundaria. A los 24 ya era concejal. En esos días frecuentaba Leoncavallo, el “centro social” más importante de la ciudad, un enclave de activismo “alternativo” y lugar de reunión de varias corrientes de la izquierda metropolitana, donde bebía cerveza, disfrutaba de los espectáculos y cultivaba su pasión por el cantautor anarquista Fabrizio De André.

Como concejal recién elegido defendió el centro en contra del alcalde del momento, Marco Formentini —también militante de la Lega— que deseaba desalojar el lugar y provocó violentos choques callejeros. En 1997, cuando la Lega organizó las “elecciones padanas” imitando los comicios nacionales para establecer un parlamento paralelo y, como en cualquier asamblea que se respete, los partidos crearon pseudopartidos internos, Salvini se convirtió en el líder de los “Comunistas padanos”, una lista engalanada con la hoz y el martillo y en la que las chapas del Che Guevara, las barbas, los pendientes y las botas para el desierto se convirtieron en normales.

“Estamos asumiendo los temas clásicos de la izquierda, desde la defensa de un Estado fuerte y activo hasta la liberalización de las drogas blandas”, aseguraba a sus lectores el Sole delle Alpi. La Lega hacía uso de esta corriente para abrirse a la izquierda. Como explicaría más tarde Salvini: “La Lega estaba ganando votos en todos los ámbitos, en la derecha y en la izquierda, entre ateos y católicos. Era necesario organizarse en consonancia”. 

Desde el principio las tácticas de Salvini, en parte calculadas, en parte fruto espontáneo de su turbulento instinto político, iban dirigidas a hacer tropezar a los oponentes con repentinos cambios de rumbo, arreglándoselas para dirigirse a todo el mundo y especialmente a sus bajos instintos. Así que, por un lado, daba una nota resueltamente plebeya en una de sus primeras intervenciones en el ayuntamiento diciendo que “confío en que llevar corbata no sea obligatorio. Puedo llevar una camisa formal en vez de una camiseta, pero que no se me pida más”. También acompañaría a sindicalistas de la FIOM para hablar con los trabajadores en huelga en una gran planta industrial a las afueras de la ciudad. Al mismo tiempo, su puesto en el gobierno municipal le ofrecía un trampolín para lanzar proclamas sobre “romaníes musulmanes” y temas de seguridad. A Salvini siempre se le veía al lado de algún padre de familia que había disparado a un ladrón o de maltratados ciudadanos que se habían tomado la justicia por su mano.

Con Formentini, la Lega gobernaba Milán mientras Salvini parecía estar en la oposición, organizando manifestaciones delante de los campamentos romaníes y de la mezquita del Viale Jenner de la ciudad; pidiendo a la mayoría de centro-derecha que mostrara un “puño de hierro”; introduciendo una línea telefónica gratuita para que los ciudadanos informaran de actos delictivos cometidos por inmigrantes.

Sin dejar pasar nunca ocasiones festivas en los mercados locales, Salvini se convirtió pronto en un invitado regular de los canales regionales de televisión. También se mostraba activo en las diversas empresas de comunicación de la Lega, escribiendo para el periódico Padania y convirtiéndose después en director de Radio Padania. Como el antiguo PCI, la Lega era una organización presente en todos los campos, desplegando a sus militantes en un amplio abanico de actividades allí donde sus particulares habilidades fueran necesarias.

Salvini, un periodista y un político que nunca dejó de atacar a “gacetilleros” y “políticos de poca monta”, era una criatura del partido de pies a cabeza, que interpretaba el estado de ánimo de los militantes de base, construía una red de relaciones y de viejos amigos, que se reposicionaba siempre a tiempo y sin perder nunca el favor de sus seguidores. Esa flexibilidad supondría espectaculares cambios de rumbo: Salvini comprendió que el pragmatismo perdona todo. En eso seguía el ejemplo de Bossi cuyo mito cultivaba con una mezcla de genuino sentimiento y una discreta dosis de adulación.

Históricamente, los bastiones de la Lega Nord eran la Lombardía y el Véneto. Milán, sin embargo, el lugar de nacimiento de Salvini, no era uno de sus hábitats naturales. La ciudad de la moda, las finanzas y las conferencias internacionales, Milán, se abre al mundo mientras el localismo padano se cierra frente a él. La Lega siempre encontraría difícil echar raíces allí; la alcaldía de Formentini fue el resultado temporal del terremoto de Tangentopoli y se desvaneció con él. Las famosas multitudes que reunía la Lega para las concentraciones de Bossi y que llenaban los campos deportivos de Val Seriana, cerca de Bérgamo, nunca se materializaron en Milán. Sin embargo, a pesar de ello, Salvini prosperó, salvando uno tras otro los obstáculos electorales.

Después de siete años como concejal, su dinamismo le llevó a Bruselas en 2004 como eurodiputado de la Lega y sus mayores porcentajes de votos los alcanzó en las afueras de Milán, áreas que, relegadas a las sombras por el “progreso” que se había producido desde finales de la década de 1980, se sentían amenazadas por la falta de empleo y el espectro de la inmigración. Pero Salvini estuvo pronto de vuelta en la ciudad, después de ceder a un colega su escaño en el Parlamento europeo, para encabezar el grupo de la Lega en el ayuntamiento de Milán. Regresó a Bruselas en 2009, esta vez manteniendo su escaño para convertirse en el líder formal de la Lega Lombarda en 2012. Eso le convirtió en el candidato lógico para suceder a Maroni como cabeza de la Lega Nord al año siguiente.

Regalos de Renzi

La coyuntura histórica estaba dando alas al ascenso de Salvini. Los sueños de Altiero Spinelli, el progenitor italiano del ideal de la Europa Unida, era evidente que no se habían materializado. Como señalaron muchos respetados intelectuales —entre otros el sociólogo italiano Luciano Gallino que dedicó los últimos años de su vida a explicar todo lo que había salido mal— la cúspide de la UE había pasado a estar cada vez más dominada por un consorcio de banqueros y burócratas que dictaban políticas a gobiernos elegidos sin importar los mandatos democráticos, imponiendo la austeridad neoliberal y los recortes sociales y amenazando con el colapso de la moneda única si se buscaba alguna alternativa. Los elevados niveles de desempleo, la desigualdad espectacular y la creciente inseguridad, se convirtieron en las condiciones de vida de millones de personas a medida que las respuestas autoritarias a la crisis financiera de 2008 se sucedían unas tras otras: el memorándum griego, Europa Plus, el Pacto Fiscal Europeo, todos ellos obedientemente adoptados por los carteles bipartidistas en el gobierno a expensas de sus votantes, un proceso que Gallino llamó “un golpe de Estado a plazos”.

En Italia, el país que peor parado había salido del Tratado de Maastricht, a comienzos de 2014 llegó al poder el gobierno más arrogante de la posguerra, determinado no solo a imponer las ordenanzas neoliberales sobre trabajadores y maestros y a manipular a su favor el sistema electoral, sino dispuesto a desmantelar por primera vez normas decisivas de la Constitución democrática de 1947 para concentrar el poder en sus manos.

Matteo Renzi había obtenido el cargo de primer ministro en febrero de 2014, sin ni siquiera ser miembro del Parlamento, al tomar el control del PD y alcanzar un pacto con Berlusconi. Después de despojar rápidamente al PD de sus tradicionales pretensiones de ser una fuerza de izquierda, y disfrutando del pleno apoyo del presidente de la República Giorgio Napolitano —anteriormente comunista y ahora un pilar del establishment—, de la Cofindustria (la patronal italiana), de los bancos y de las multinacionales, por no hablar de los medios de comunicación, Renzi se creía tan popular que pensaba que podía ganar un referéndum para cambiar la Constitución según sus prescripciones, que convocó finamente en diciembre de 2016. Para su consternación, la práctica totalidad de las fuerzas del espectro político y los votantes se sublevaron contra él. Su plan sufrió una aplastante derrota con alrededor del 80 por 100 de los jóvenes —a los que Renzi pretendía estar representando— votando en contra. Entre los triunfadores de la noche estaba Salvini, que había hecho una vigorosa campaña para enterrar la propuesta y que salió fortalecido con el resultado.

Un movimiento esencialmente localista se convirtió en un partido que pensaba y actuaba a escala nacional

Como líder del partido, Salvini —el “Capitano” como le llaman sus seguidores— aparecía para muchos italianos como una figura joven y fresca, aunque con el vulgar estilo de la Lega Nord. De hecho, esta “nueva” personalidad política era cualquier cosa menos nueva. Cuando Salvini empezó su carrera política en la década de 1990, Forza Italia, el partido de Berlusconi, todavía no había aparecido. Internet apenas existía, los teléfonos móviles eran objetos futuristas y las comunicaciones en papel se mandaban por fax. En 2013, después de veinte años de ascender por sus filas, este veterano político había surgido indemne al frente del que ahora era el partido más viejo de Italia. Pero para la imaginación pública su lugar en las estanterías del supermercado electoral rápidamente llevaría la etiqueta de ¡novedades! Sin embargo, para ello necesitaba algo más que simplemente la novedad de su nombre, igual que para dar el salto hasta el ámbito nacional hacían falta dos cambios importantes en su modus operandi: una nueva estrategia electoral y una nueva tecnología política.

La Lega Nord que había creado Bossi era un movimiento separatista que apuntaba a dos enemigos: Roma, el nido de la corrupción burocrática, y el Sur, la tierra de los holgazanes y parásitos. Para cuando Maroni tomó posesión en 2012, el punto muerto al que había llevado este planteamiento estaba claro. No se había alcanzado ninguna secesión ni parecía remotamente probable, mientras la supervivencia del partido estaba en duda después de renquear en las encuestas entre el 3 y el 4%. Al convertirse en su dirigente, Salvini decidió cambiar de rumbo. En vez de atacar a Roma, atacaría a Bruselas; en vez de a los sureños, apuntaría a los inmigrantes. Así hablaría en nombre de todos los italianos —de toda la nación— contra los opresores y los intrusos del exterior.

Descartando la vieja retórica despectiva antisureña, y borrando de la memoria los tiempos en los que repartía camisetas con la leyenda “Milán trabaja, Roma engulle, Nápoles dispara”, se dispuso a ganarse las simpatías también en el Mezzogiorno. En el pasado, Bossi había intentado en vano realizar semejante salto desde Padania, esperando unir a todas las formaciones autonomistas del resto de Italia, una ambición para la que carecía de cualquier credibilidad. Salvini actuó de manera diferente. Abandonó las viejas y borrosas consignas del autonomismo y el federalismo, para centrarse en los impuestos de un Estado despreocupado y dedicado al saqueo, en las vejaciones de una tiránica Europa y en las depredaciones de unos inmigrantes que venían a gorronear. Un movimiento esencialmente localista se convirtió en un partido que pensaba y actuaba a escala nacional. Al deshacer la oposición entre las dos Italias, la Lega ahora era capaz de reunir a granjeros de la Puglia, pescadores de Sicilia, empresarios venecianos y profesionales lombardos, presentándolos a todos como víctimas de un distante poder sin alma y de una avalancha de foráneos.

El objetivo político fundamental de Salvini —transformar en algo totalmente nuevo un partido fallido y rodeado de escándalos, atascado en un callejón sin salida después de su impotente asociación con Berlusconi— suponía un completo replanteamiento de los principios fundacionales de la Lega. El éxito no estaba asegurado de la noche a la mañana. Su primer movimiento pretendía aprovechar la creciente frustración con la Unión Europea, en un país en el que cada uno de sus presupuestos tenía que ser aprobado por una Comisión que parecía exigir sacrificio tras sacrificio, una situación aceptada tanto por el centro-derecha como por el centro-izquierda prácticamente sin pestañear.

El discurso inaugural de Salvini apuntaba de manera burda y específica a Bruselas: “Deberíamos recuperar la soberanía económica que hemos perdido en la Unión Europea. Nos han agarrado de los huevos”; “Esto no es la Unión Europea, es la Unión Soviética, un gulag que vamos a abandonar con quienquiera que esté listo”. Las elecciones europeas se iban a celebrar en 2014 y Salvini decidió hacer campaña en un asalto frontal a la UE con un llamamiento por la salida de Italia del euro, una idea desterrada a los márgenes del discurso político tanto por la derecha como por la izquierda. La demanda no encontró eco. Lejos de mejorar sus cifras, la Lega perdió la mitad de su anterior puñado de escaños en el parlamento europeo.

Los mandamientos de Morisi

Lo que transformó una estrategia que podía haber encallado con otro líder fue el cambio de imagen de Salvini en las redes sociales. La Lega había adquirido un portavoz que estaba dispuesto a levantar un campamento en los estudios de televisión, un infatigable maestro de la creación de consignas e invectivas, pero que todavía estaba formado básicamente por las tecnologías de la comunicación de la era anterior a internet. Lo que cambió esto fue la aparición de Luca Morisi, un experto en informática de 45 años nacido en Mantua y antiguo concejal de la Lega aficionado a la filosofía.
Con Morisi se creó un equipo dedicado a la presencia de Salvini en las redes sociales, que rápidamente se volvió más importante que cualquier otra parte de la organización

Morisi dirigía una compañía llamada Sistema Intranet con su socio Andrea Paganella; no tenían empleados pero sí muchos clientes institucionales. Morisi tomó a Salvini en sus manos, cuando ya se había vuelto inseparable de su tablet y acostumbrado a Twitter, pero tenía un despreciable seguimiento en Facebook. Morisi le dijo que estaba en el camino equivocado: Twitter era una opción limitada porque era fundamentalmente “autoreferencial”, y fomentaba mensajes confirmatorios. Le explicó que “la gente está en Facebook”, “ahí es donde tenemos que estar. Con Morisi se creó un equipo dedicado a la presencia de Salvini en las redes sociales, que rápidamente se volvió más importante que cualquier otra parte de la organización. 

Morisi dictó sus “Diez Mandamientos”. Los posts de Salvini debían ser escritos por el propio Salvini o parecer que lo estaban. No debía haber ningún descanso: los posts debían funcionar a toda máquina, todos los días y durante todo el año. Habría comentarios sobre acontecimientos apenas sucedidos. Debían ser simples: la puntuación regular, sentencias cortas, “llamadas a la acción”, repetitivos. Utilizar “nosotros” en vez de “yo” siempre que fuera posible, identificándose con los destinatarios. Las directrices seguían mandando leer los comentarios y responder algunas veces; realizar encuestas de opinión sobre la marcha y no siempre sobre temas serios, entrar en terrenos no políticos.

El resultado fue que su presencia comunicativa funcionaba de modo similar al de un periódico diario gracias a un sistema editorial creado internamente y conocido como “la bestia”. El contenido se publicaba en tiempos establecidos en las páginas afiliadas y se controlaba instantáneamente. Pronto Morisi y sus colegas estaban publicando de ochenta a noventa posts semanales solamente en Facebook, mientras Renzi no gestionaba más de diez.

Uno de los trucos básicos inculcado por el decálogo de Morisi, era atenerse a las mismas palabras de manera que Salvini pareciera más un personaje de la barra de un bar que un político convencional: un post empezaría, Amici —siempre con ‘a’ mayúscula– “a la vista” de esto o aquello, “no cederemos un centímetro”, lanzando una oleada de besos y sonrisas virtuales.

Fundir la vida privada y un espíritu lúdico con la política se convirtió en la receta para una antipolítica eficaz

El tono de estos posts cambiaba alegremente entre la irreverencia, la agresión y la seducción; desde estímulos para ponerse en guardia contra el enemigo del día (“ilegales”, magistrados malintencionados, el Partido Democrático, la UE), a relajantes fotos de alimentos o del mar, pasando por imágenes de Salvini abrazando a algún militante, de un día de pesca, todo ello en una continua superposición de lo público y lo privado.

Para Morisi, esta mezcla sería uno de los secretos sociológicos del éxito de Salvini. Fundir la vida privada y un espíritu lúdico con la política se convirtió en la receta para una antipolítica eficaz, que daba expresión a los impulsos antisistema de los ciudadanos corrientes. La opinión pública fue alimentada con un incesante flujo de imágenes de Salvini tomando Nutella, cocinando tortellini, comiendo una naranja, mirando al mar, escuchando música, relajándose frente a la televisión: cada día se “compartía” un pedazo de su vida personal con millones de italianos.

En medio de todo esto, Salvini estaba prometiendo permanentemente truenos y relámpagos políticos. Las promesas eran tan numerosas y virulentas que con demasiada frecuencia los comentaristas, distraídos por su crudeza y peligrosidad olvidaban controlar qué pasaba con ellas. El objetivo no era tanto alcanzar un determinado resultado concreto —una ley, una reforma, un cambio político, un cambio sustancial en la vida de los ciudadanos— como dar la impresión de querer hacerlo y de luchar enconadamente por conseguirlo. Las posiciones de Salvini eran temas de debate cuyo objetivo era galvanizar un circuito mediático alrededor de su persona siguiendo la regla de oro: “mientras la gente hable de ello”. Su eclecticismo social está calculado para presentar una tranquilizadora cara humana junto a todas sus provocaciones: a pesar de la leyenda y los análisis radicales que me presentan como un monstruo retrógrado, un populista poco fiable, soy básicamente una buena persona. Hablo como lo hago, porque soy como vosotros, así que confiad en mí. El mensaje final: por fin el hombre de la calle ha encontrado un líder que piensa y actúa como él, para bien y para mal.

Salvini sabe cómo reaccionar a las críticas con un animado sentido del humor. Subiendo a las redes una imagen suya en la playa de Viareggio, con un carnavalesco flotador que burlonamente le presenta como un emperador, añade el comentario: “Una pena el tiempo, ¡pero genial el flotador! Sonrisas, muchos niños y muchas fotos, ni un solo piojo de los centros asociales a la vista. Cualquiera que no puede reírse de sí mismo no merece mucho la pena”.

A un comentario de Facebook que le tilda de fascista, Salvini replica: “¿!Fascista!? También racista, populista, xenófobo, ¿verdad? Besos”. Irreverente, mordaz, sarcástico, humano. Luego viene la televisión donde es un incansable actor. A diferencia de otros políticos, puede hacer subir los índices de audiencia. Un maestro de la provocación capaz de atrapar la atención del espectador, las emisoras le necesitan tanto como él necesita sus programas como plataformas de propaganda. El alboroto nunca le desalienta, al contrario, las puyas que se le lanzan mayormente le sirven para devolverlas sobre sus críticos que están muy alejados de los problemas “de la gente” y no saben de qué están hablando.

A su vez, estas actuaciones alimentan otra fórmula mágica de Morisi de la que Salvini rápidamente se convirtió en un adepto: la transversalidad de los medios. Aparecer en la televisión mientras se mandan posts a Facebook; cribar los comentarios a medida que llegan y citarlos en el programa; cuando la emisión ha finalizado, hacer un resumen en vídeo y subirlo a la red.

El impacto de estas tácticas pronto quedó claro. Entre mediados de enero y mediados de febrero de 2015, Salvini había doblado prácticamente el tiempo en antena de Renzi, primer ministro del país y líder de un partido que había obtenido cerca de siete veces más votos que la Lega, una inversión tan espectacular del adecuado orden de atención que uno de los portavoces de Renzi quedó públicamente estupefacto. La proeza fue la señal de una transformación en marcha que situaría a Salvini en un lugar aparte de sus colegas. En 2013, cuando Morisi se encontró con él por primera vez, Salvini tenía 18.000 seguidores en Facebook. A mediados de 2015 tenía millón y medio. Desde entonces, el 95% de los usuarios de Facebook en Italia han visto uno de sus posts. Actualmente tiene el récord europeo de seguidores en Facebook, con tres millones de fans y más de cuatro millones de interacciones.

¿Competencia de la izquierda?

Durante por lo menos los dos primeros años como líder, Salvini fue considerado tanto por el centro-derecha como por el centro-izquierda como poco más que un indisciplinado actor de circo, capaz de lanzarse a la fama él mismo y de crear revuelo en las redes sociales, pero incapaz de transformar sus iniciativas políticas en una mayoría de gobierno. El sentimiento general era que aunque todavía podía figurar como un actor secundario que apoyara los esfuerzos de Berlusconi por recuperar el poder, se le devolvería al cajón cuando llegaran unas elecciones nacionales, confinado en su propio reducto con alrededor del 10% del voto.

El ascenso y caída del régimen de Renzi y la implacable austeridad impuesta por la UE, le permitieron escapar de ese destino, pero le dejaron con un largo camino por delante, si quería alcanzar los escalones superiores del sistema político, porque en esos años el desafío realmente sorprendente al orden establecido y a su encarnación en “Renzusconi” no venía de la Lega, sino del M5S. El movimiento creado por Beppe Grillo había logrado el mayor número de votos en las elecciones de 2013 —seis veces más que la Lega— y acaparaba el protagonismo en la batalla contra Renzi tanto en el parlamento como en el referéndum constitucional, oponiéndose a su régimen desde una posición populista de izquierda más que de derecha. En una competición entre los dos pretendientes, la Lega quedaba fuera de juego.

Sin embargo, Salvini tenía un as en la manga. Desde la caída el Muro de Berlín y el declive final de los viejos partidos de masas, la política italiana ha tendido a convertirse en un teatro, la cultura del espectáculo ha impregnado la vida pública como no ha sucedido en ningún otro lugar de Europa. La disociación entre ideologías, partidos y ciudadanos conduce en todas partes a una personalización de la política y a un culto a los dirigentes, un terreno en el que la derecha juega habitualmente con ventaja. Italia ha sido un campo de pruebas para esta tendencia. Durante los últimos veinticinco años el país ha confiado repetidamente en dirigentes y organizaciones caracterizadas por una impronta marcadamente personal, posideológica y “populista” en el peor sentido del término.

En la década de 1990 Berlusconi fue el primero de estos personajes. En 2013 había perdido su encanto y Renzi, Grillo y Salvini competían para ocupar el mismo espacio de celebridad cada uno con su propia marca de atractivo popular. Mientras Berlusconi se dirigía a la nación en sus canales de televisión desde una gran mesa de la biblioteca de su villa en Arcore, Renzi ponía en escena actos multimedia en Florencia en los que se pavoneaba entre aburridos escritores y estrellas del pop lacayunos. Versado en actuaciones televisivas, se tomaba la aclamación que provocaba como muestra evidente del apoyo electoral, sin molestarse nunca en ocultar su sentido de superioridad sobre todo el mundo, lo que provocó su perdición. Grillo tenía la viveza punzante de sus días de comediante y podía orquestar grandes encuentros teatrales al aire libre con considerable habilidad, pero era reservado por naturaleza, prefiriendo hacer funcionar el movimiento que había creado por control remoto. Salvini, por otro lado, era un hombre del pueblo con un auténtico don de gentes y no había nada que le gustara más que mezclarse con las masas como uno de ellos.

La que una vez fue la corriente principal de la izquierda, cada vez más confinada en círculos exclusivos, consejos de directores y cenas con el primer ministro a mil euros el cubierto, parecía haber olvidado de qué lado estaba. Salvini, por el contrario, viajaba por toda Italia ensuciándose las manos, buscando los resentimientos de aquellos que habían quedado fuera del mercado y abandonados en los bordes de la sociedad, conectando con una silenciosa (o silenciada) mayoría tratada con arrogante desprecio por las elites.

Para mucha gente menor de 30 años, una generación que había crecido sin la política y ampliamente indiferente ante ella, este era un “capitán” que parecía ser uno de ellos, listo y sin complicaciones, simpático y muy alejado de las viejas panaceas. Era suficiente verle en acción en una discoteca, donde aparecería algunas veces después de una noche con militantes del partido, bebiendo un combinado en un vaso de plástico y rodeado de curiosos admiradores haciendo cola por una foto. Ningún otro político italiano podía manejar semejantes apariciones con tanta naturalidad.

Mientras la fragmentada izquierda se refugiaba en la defensa de símbolos del pasado o en discusiones internas y disputas de facciones, Salvini se reunía con trabajadores a las puertas de las fábricas —las cámaras de televisión en su puesto— regalándoles un momento de atención en los medios de comunicación después de décadas de oscuridad y aislamiento. Mientras la izquierda organizaba pactos electorales en miniatura, votación tras votación para poder alcanzar el umbral necesario de obtención de escaños, repitiendo los mismos ineficaces llamamientos a favor de la “unidad de la izquierda”, Salvini tronaba contra la deslocalización de empresas y pedía medidas proteccionistas contra la competencia desleal de aquellos que pisoteaban los derechos de los trabajadores por todo el mundo y no podían o querían regularse ellos mismos.

El resultado de todo esto no tardó en llegar. En 2016, la Lega ya era el segundo partido en la “Toscana roja”, cosechando elevados índices de apoyo en las periferias urbanas mientras el Partido Demócrata se aferraba a los centros acomodados. En Emilia-Romagna, Umbría, Las Marcas —regiones que una vez fueron zonas privilegiadas para el Partido Comunista y sus sucesores— el atractivo de Salvini estaba ganando terreno rápidamente.

En el gobierno

En las elecciones generales de 4 de marzo de 2018, Salvini recibió el primer fruto sustancial de su trabajo. Haciendo campaña dentro de la alianza de centro-derecha con Berlusconi y con Fratelli d’Italia, un residuo del neofascismo de posguerra, la Lega —para entonces ya se había desprendido de la especificación “Nord”— multiplicó por cuatro su apoyo alcanzando el 17,3 por 100 de los votos. Con ese resultado el principal objetivo estratégico de Salvini estaba en el bolsillo. Aunque la piedra angular de su base seguía estando en el norte, la Lega ahora también estaba presente en el sur: había conseguido el apoyo de una amplia sección transversal del país.

En un cambio histórico, había superado además a su rival, Forza Italia, que se quedaba en el 14% del total de los sufragios. En conjunto, la coalición de centro-derecha obtuvo el 37% de los votos, convirtiéndose en el mayor bloque del Parlamento, obteniendo más del doble de escaños que el centro-izquierda, ya que en la estela de la debacle de Renzi, el PD había perdido la cuarta parte de sus votos. Sin embargo, el gran vencedor con diferencia fue el M5S que, dirigido por Luigi Di Maio, un político de 30 años procedente de Nápoles, sobresalía por encima de cualquier otro partido con el 32,7% de los votos.

La aritmética del resultado exigía alguna clase de matrimonio de conveniencia, ya que ninguna de las tres fuerzas conseguía una mayoría parlamentaria. Políticamente, el resultado menos incongruente parecía ser un acuerdo entre el M5S y el centro-izquierda, pero el PD todavía no se había limpiado por completo de la herencia de Renzi y culpaba a este partido de su caída, excluyendo cualquier acercamiento. Por su parte, la Lega no tenía nada que hacer con el PD, mientras que el M5S no se acercaría jamás a Berlusconi. Ello dejaba como única opción un acuerdo entre el M5S y la Lega. Hicieron falta tres meses de faroleo y regateo para que se llegara a un acuerdo. Finalmente, los dos partidos anunciaron un “contrato de gobierno”, que esbozaba en términos generales las áreas propuestas para la acción ejecutiva.

Esto permitió al M5S —un movimiento cuya justificación era su completa autonomía y distanciamiento de la “vieja política”— asegurar a su electorado que el acuerdo no significaba una alianza del tipo habitual, sino que era un simple contrato y punto. En junio se formó gobierno. Salvini y Di Maio se convirtieron en vicepresidentes, cada uno de ellos controlando uno de los ministerios claves con un primer ministro escogido por el M5S, Giuseppe Conte, un jurista y profesor de derecho desconocido hasta entonces para la ciudadanía. La llegada al poder de esta coalición “amarillo-verde” fue recibida con una apoplejía general en los medios del establishment para los que el populismo de cualquier clase es un anatema y no digamos la combinación de dos ramas diferentes del mismo.

De hecho, las semejanzas entre los dos partidos eran más conductuales que políticas: una incansable estridencia, retórica antisistema, continua referencia a los enemigos internos y externos (la casta gobernante, la élite, los peces gordos de la intelectualidad), invocaciones al “pueblo”, una organización interna de carácter vertical, una agresiva presencia online que tiende a simplificar cualquier tema convirtiéndolo en consignas o bromas de mal gusto. Sustancialmente, su coincidencia más significativa era la hostilidad hacia Bruselas y el cuestionamiento de la moneda única, considerada responsable de la imposición de la austeridad y del estancamiento económico italiano bajo el yugo del Pacto Fiscal Europeo. Pero los programas que cada uno de ellos quería seguir para romper esas cadenas subrayaban las diferencias políticas existentes entre sí.

Para la Lega era esencial un impuesto plano [flat tax], la receta clásica de la derecha radical que apela a las pequeñas empresas, a los tenderos y comerciantes que forman su tradicional base social en el norte. Para el M5S, se trataba de garantizar un ingreso básico para ayudar a los desempleados, a quienes se encuentran en situación de precariedad y a los pobres, sobre todo en el sur del país. Las consecuencias distributivas de estas demanda, sin embargo, eran directamente opuestas y trazaban una línea entre las dos fuerzas en inequívocos términos de derecha/izquierda.

La posibilidad de un acuerdo gubernamental entre semejantes adversarios, trasladado a la composición del ejecutivo y a la distribución de responsabilidades en el Parlamento, no tenía precedente en Italia. El nuevo primer ministro era un completo novato en la vida política. Para alrededor del 90% de los ministros esta era su primera experiencia en un gabinete de gobierno, el mayor porcentaje registrado en un gobierno italiano, cuya composición también sufrió una renovación generacional: la media de edad de los miembros del gobierno, así como del parlamento era la más baja de la historia.

Tradicionalmente, los primeros cien días de un gobierno italiano consisten en la presentación de las propuestas políticas claves y en la introducción de reformas de carácter simbólico. Los primeros días de esta coalición fueron muy diferentes. Pocos temas programáticos se desarrollaron en un proyecto legislativo. Después de un periodo en el que los dos partidos —a la vez similares y radicalmente diferentes— se estudiaron mutuamente con desconfianza, las primeras acciones del gobierno fueron tímidas y torpes, soslayando el Parlamento. La génesis de las pocas propuestas políticas discutidas en el consejo de ministros fue lenta y opaca. Los decretos legales anunciados en conferencias de prensa llegaban al Parlamento una semana después o más, alterados de maneras incontrolables. Una vez presentados ante diputados y senadores, monopolizaban la agenda reduciendo a un mínimo el papel de los diputados individuales. La dificultad de manejar la colaboración política entre el M5S y la Lega paralizó el Parlamento, reduciendo todavía más sus competencias.

Tanto Salvini como Di Maio se comportan como si estuvieran en oposición. Culpados por las deficiencias del gobierno, su respuesta habitual es que las complicaciones son el resultado de la mala gestión de sus predecesores, o que poderosos intereses —financieros y burocráticos— están bloqueando e interfiriendo en la acción del ejecutivo. No obstante, el deseo público de cambio es tal que los índices de aprobación de la coalición amarillo-verde siguen siendo altos, dejando al PD y a Forza Italia arrinconados una y otra vez, no siendo ninguno de ellos capaz de ofrecer contrapropuestas creíbles. Además, el contraste de valores entre los partidos en el gobierno en cierto modo cubre el espectro que va desde la “derecha” a la “izquierda”, desde la cuestión de la inmigración a los derechos civiles, desde las grandes obras públicas a las relaciones internacionales: como fuerzas que se compensan pueden catalizar las inclinaciones de dos audiencias opuestas, fundiéndolas en una alianza. De este modo el gobierno continúa dictando la agenda del debate público planteando cada día una cuestión nueva para captar la atención y obligar a las otras fuerzas políticas a andar a la zaga de su protagonismo narrativo.

Repartiéndose despachos

Otro asunto es la trayectoria interna de los dos socios dentro de la coalición. Cuando se formó el gobierno, el M5S optó por Ministerios con mayor peso socioeconómico, la Lega por aquellos con mayor perfil simbólico e identitario. Salvini obtuvo el ministerio del Interior, mientras Di Maio asumió el de Desarrollo Económico, Trabajo y Asuntos Sociales. A primera vista parecía como si el M5S, con un porcentaje de votos mucho mayor que la Lega, hubiera recibido proporcionalmente las posiciones más importantes —incluían infraestructuras, sanidad y cultura— dotadas de un mayor impacto potencial sobre el electorado.

Pero no era así. La formación del gobierno estuvo sometida desde el principio a la vigilancia del “Estado profundo” italiano —la presidencia, el Banco de Italia y la Bolsa, sin olvidar al presidente italiano del Banco Central Europeo en Frankfurt— que se aseguraron de que los Ministerios que contaban en cuanto a decisiones económicas, esencialmente Finanzas y Asuntos Europeos, se mantuvieran fuera de las manos de ambos partidos. En 2011 Berlusconi había sido derrocado por los poderes de esta camarilla, con Napolitano coordinando la operación. Mattarella, el antiguo democristiano que le sucedió, es menos abiertamente manipulador. Pero Napolitano estableció nuevas cotas para la interferencia presidencial en dominios que la Constitución había buscado proteger de semejante intromisión, y cuando la coalición propuso candidatos ministeriales a los que Mattarella consideraba insuficientemente leales a la UE, no dudó en vetarlos. Explicaba que los inversores no estarían contentos si se les nombraba; los votantes no tenían importancia. Así que la influencia del M5S sobre el presupuesto italiano, con un Pacto Fiscal Europeo diseñado para imponer los dictados de Bruselas, quedó neutralizada desde el comienzo.

Previsiblemente, una vez que la principal propuesta de la campaña electoral de cada uno de los dos partidos —un ingreso mínimo garantizado y la derogación de los retrasos a la jubilación— amenazó con convertirse en ley, la Comisión Europea y sus enlaces en el “Estado profundo” intervinieron en el tema. Después de un pulso de meses de duración, estas iniciativas quedaron diluidas. Hasta la fecha Di Maio no tiene por su parte un gran acuerdo que mostrar en el gobierno. La perspectiva de una recesión europea en marcha para 2019 —los cálculos oficiales prevén un crecimiento cero para Italia— dejaría al M5S sin ningún espacio en el que maniobrar.
Salvini, por el otro lado, ha maximizado su presencia.

Como ministro del Interior ahora lleva casi siempre la chaqueta de la policía o de los carabineros, como cualquier buen sheriff. A su segundo en el mando le ha entregado el Ministerio de la Familia, otra excelente plataforma para pronunciamientos gratuitos de elevado impacto mediático. Mientras tanto se ha reservado la más importante de todas las responsabilidades morales de un gobierno decente: una cruzada contra la inmigración clandestina. La contundente negativa a conceder los derechos de atraque en los puertos italianos a las embarcaciones de las ONG que habían estado salvando vidas en el Mediterráneo ha devenido rápidamente en su norma política, una política de “cuanto más duro mejor” que se ha convertido en la gallina de los huevos de oro, como reflejan las encuestas de opinión.

Los años de propaganda del M5S contra la “invasión” marítima han pasado factura, limitándoles para seguir a la Lega en el terreno que le es más favorable, con ocasionales e ineficaces manifestaciones contra gestos especialmente crudos de xenofobia. El eslogan de Salvini “los italianos primero”, característico de sus instintos políticos, encaja tan bien con las ansiedades populares que los corazones se han endurecido frente a las angustiosas visiones de refugiados a la deriva en alta mar.

Cuando Salvini fue informado por la oficina del fiscal de Palermo de que estaba inculpado por el abandono de los migrantes rescatados por el guardacostas Diciotti, registró el momento abriendo la notificación oficial en Facebook Live, donde fue vista por 1,1 millones de personas, desencadenando 111.000 respuestas en forma de emoticonos expresando placer, ira, sorpresa, tristeza, 82.000 comentarios y se compartió 25.000 veces. En Twitter el hashtag de sus partidarios #complicediSalvini suscitó 192 tweets y 833 retweets a la hora. Con algunos disidentes, el M5S votó para absolverle en el Senado.

Hace falta tiempo para que se aprueben las medidas sociales o económicas, y para que se noten sus efectos. Mientras que el tipo de reformas que el M5S intentó introducir se han encontrado con las barricadas de la UE, las punitivas acciones de la Lega contra migrantes desesperados son materia para el drama, están hechas para la televisión. Son noticias instantáneas, no cuestan nada y la UE no se opone a ellas: Macron no es más acogedor que Salvini. La continua captación de titulares se refleja en las encuestas, los índices de aprobación de la Lega crecen claramente, los del M5S caen. Al efecto de estas ventajas se añade el contraste entre los líderes y las estructuras de los dos partidos.

La Lega, a la que una vez Maroni describió como “el último partido leninista de Italia”, está cerca de su cuarta década de existencia, lo que le ha proporcionado un curtido cuerpo de cuadros y militantes. El M5S, que niega ser un partido, es poco más que un relativamente tenue archipiélago online: las consultas que realiza la dirección entre sus miembros rara vez superan los treinta mil participantes. Su líder Di Maio es ingenioso y afable, pero un peso ligero, un ágil aprendiz. Salvini, un duro con veinticinco años de experiencia política, es un profesional con mucha más confianza y carisma. Pocos meses después de que la coalición amarillo-verde tomara posesión del gobierno, ya había pocas dudas sobre qué color era más fuerte. El partido con la mitad de votos que su rival en las urnas de 2018 estaba imponiendo su hegemonía como si hubiera obtenido el doble.

Las elecciones regionales celebradas este año hasta ahora han traducido esta inversión en fríos hechos políticos. Las tres se celebraron en el sur del país, donde el M5S había barrido en 2018. En Abruzzo, el voto al M5S cayó desde el 39,8 al 19,7%, mientras que el de la Lega saltó del 13,8 al 27,5%; en Cerdeña, el M5S se derrumbó desde el 42,4 hasta el 9,7%, mientras la Lega aumentaba desde el 10,8 al 11,4%; en Basilicata, el M5S bajó desde el 44,3 hasta el 20,3%, mientras la Lega creció desde el 6,3 al 19,2%. En los tres casos el M5S se presentaba en solitario, mientras que la Lega formaba parte de la coalición de centro derecha con Berlusconi, Fratelli d’Italia y un surtido de otros grupos que obtuvo el control en las tres regiones.

Salvini ahora hace su pan en dos hornos, uniéndose a la vieja Forza Italia y a la extrema derecha en los gobiernos locales, mientras mantiene en pie su alianza con el M5S en Roma. Para él es una situación perfecta, similar al modelo de la década de 1980, cuando el Partido Socialista se alió con la Democracia Cristiana en el gobierno nacional, pero con el Partido Comunista en las elecciones regionales.

Actualmente, la Lega es el eje central de la política italiana. Salvini reparte las cartas y dicta las reglas del juego eligiendo a sus amigos y enemigos, obligando a los medios de comunicación a seguir servilmente su discurso, sus promesas y sus provocaciones, mientras propagaba un “sentido común” que después de años de obsesiva repetición en la televisión, los periódicos e internet realmente parece haberse implantado. La leghizzazione de la política italiana ha adquirido carta de naturaleza. Así, ahora se considera normal —y esto se aplica también a partes del centro-izquierda— acusar a algunas ONG de ser “taxis marítimos” confabulados con traficantes de personas; repetir que lo que los ciudadanos necesitan por encima de todo es sentirse seguros; considerar a la inmigración como un fenómeno exclusivamente desestabilizante, que debe ser limitado. Argumentos que eran una especialidad exclusiva de la Lega y de círculos neonacionalistas son ahora tragados y regurgitados como irrefutables.

¿Europa?

Las elecciones europeas de 2019 probablemente vean como la Lega obtiene el 30% del voto [obtuvo el 34%], eclipsando al M5S que tendrá suerte si mantiene la segunda posición por encima del PD con un porcentaje alrededor del 20% donde ambos están ahora igualados [El PD obtuvo el 22% y el Movimiento Cinco Estrellas, el 17%]. Salvini tendría entonces su oportunidad: continuar con el gobierno actual con aliados a los que controla tan bien o encontrar un pretexto para llevar de nuevo al país a las urnas —con un sistema electoral falseado por Renzi para aferrarse él o Berlusconi al poder, que se volvió contra ellos sin volverse más justo— con el objetivo de obtener una mayoría parlamentaria en alianza con el resto del centro derecha. Eso convertiría al “Capitano” en el primer ministro italiano de manera formal y de hecho. Reconociendo que una cosa es ser considerado el jefe y otra tener la investidura oficial, esa siempre ha sido la ambición de Salvini y ahora está cerca de alcanzarla.

¿Qué explica el hecho de que, entre los dirigentes de la derecha euroescéptica de los principales países de la UE, Salvini sea el único con una verdadera esperanza de convertirse en el gobernante de su país? ¿Por qué sobresale entre el resto? En Francia, pese a todos sus intentos por distanciarse de su padre, Marine Le Pen está demasiado estrechamente identificada con su legado y el reciente cambio de nombre del partido a Agrupación Nacional subraya su necesidad de intentar desintoxicarlo. En Alemania, el recuerdo del nazismo establece un estrecho margen para el ascenso de Alternative für Deutschland. En España, la dictadura franquista duró demasiado tiempo dificultando cualquier oportunidad de una descendencia directa hasta la muy reciente, y todavía bastante marginal, aparición de Vox. En Gran Bretaña, las defensas del sistema mayoritario hacen que Farage nunca pueda llegar al Parlamento.

Partidos políticos
El evitable ascenso de Vox en 2019

El año ha estado decisivamente marcado por la emergencia del partido de Santiago Abascal. Hasta cinco elecciones han puesto a prueba la crisis de representación que vive España.

Salvini no encuentra ninguno de los problemas que afrontan sus colegas. En Italia, el neofascismo quedó domesticado tiempo atrás dentro del sistema político como una tradición más o menos legítima entre otras y su propia supervivencia sirve para asegurar que la Lega es diferente. Ideológicamente, aunque Salvini pertenezca a la derecha radical, nunca ha repudiado sus semiorígenes en la izquierda. “Cuando se me toma por fascista —dice ahora— tengo que reírme. Roberto Maroni me identificó como un posible comunista en la Lega porque se me consideraba cercano a ellos en algunos temas, incluso por mi aspecto”.

Todavía en 2015 era un fan de Syriza y todavía espolvorea sus manifestaciones públicas con unos temas y una sensibilidad que en su momento eran clásicamente de la izquierda, como la necesidad de un banco de inversiones público o la anulación del recorte neoliberal de las pensiones. Le Pen recibió su partido como un regalo paternal, los de Weild y Abascal solo vienen de 2013-2014. Durante más de veinte años, Salvini ha luchado por ascender por una complicada escalera política, algo que los demás nunca tuvieron que hacer; en términos de pura energía y magnetismo animal, en esta galería de personajes él es una clase en sí mismo.

Sin embargo, por encima de todo, Salvini es singularmente afortunado al actuar en un contexto nacional definido por una irrelevancia virtualmente completa de la izquierda, tanto reformista como radical. En Francia, España, Gran Bretaña e incluso Alemania, existen fuerzas populares a la izquierda que resisten la doxa dominante y son capaces de atraer votos para una ruptura con ella. En Italia ya no hay nada de eso. Las condiciones socioeconómicas internas y geográficas también han favorecido el ascenso de Salvini.

Ningún Estado importante de la UE ha sufrido más con la camisa de fuerza del euro que Italia, cuyo ingreso per cápita apenas ha aumentado desde que entró en vigor la unión monetaria y cuyos índices de crecimiento siguen siendo miserables. El país se queda rezagado respecto a los países industrializados en relación a la movilidad social: de una generación a la siguiente, los hijos heredan (quizá) no solo los bienes de sus padres, sino también sus niveles educativos y de ingresos, así como los tipos de ocupación; si no lo hacen caen por debajo de ellos. Como en muchos otros países, el ascensor social está roto, pero en Italia los efectos son especialmente notables. También, siendo una península con la costa más extensa de todos los países de la UE y como nación de emigrantes no acostumbrada a encontrarse en el extremo receptor de movimientos de población a los que históricamente ha contribuido mucho, Italia se ha encontrado en la confluencia de esos movimientos y ello en un periodo de retraimiento económico en el que la tarta se corta cada vez más desigualmente y cada vez más personas buscan trabajo y seguridad social. A medida que estas tensiones se van agudizando, Salvini es el perfecto conductor para transformar un potencial conflicto de clase en una lucha de los pobres contra los pobres.

También Bossi despotricó contra Bruselas en su momento, sin embargo la Lega votó a favor de los Tratados de Maastricht y Lisboa

Este es un modelo que favorece el conformismo electoral italiano de una casta conservadora. El clima de distanciamiento generalizado de la política como compromiso activo —la participación electoral ha disminuido desde un estable 90-95% durante la Primera República a un 50-60% en la actualidad— ha recompensado una y otra vez al aparente hombre del momento, en un tiovivo que ávidamente demanda y utiliza nuevos líderes que puntualmente se demuestran incapaces de satisfacer las necesidades que les llevaron al poder. Salvini es el último de ellos, el vehículo de una ira y de un descontento que ha hecho tropezar a los juglares de la modernidad y el progreso que creen o hacen que otros crean que vivimos en el mejor de todos los mundos posibles. Otra cuestión es cómo se podría comportar Salvini en el Palazzo Chigi, si se convirtiera en primer ministro. ¿Podría convertirse en otro Berlusconi que al final cambió bastante poco pese a toda su gesticulación?

La actitud de Salvini hacia la UE podría ser una prueba definitiva. Berlusconi se hizo notar más por sus meteduras de pata que por su mal comportamiento en el Consejo Europeo; incluso cuando quedó claro en 2011 que Bruselas estaba determinada a echarle no quiso montar un escándalo por ello. En los asuntos externos e internos, Salvini es más despiadado que Berlusconi y más ideológico. En las elecciones europeas de 2019, propugna la aparición de un bloque de populismo de derecha —la “internacional soberanista” concebida por Steve Bannon— capaz de desafiar el control del eurocartel de socialdemócratas y cristianodemócratas en el Parlamento de Estrasburgo, y se ha mostrado activo a la hora de articular las alianzas necesarias para ello.

Habría que decir que este es un proyecto donde la Lega y el M5S se separan. Salvini ha sido desde hace mucho tiempo un admirador de Putin a la manera de Trump. Pero Estados Unidos importa más que Rusia, y la afinidad de su persona con el titular de la Casa Blanca es mucho mayor que con el del Kremlin. En las condiciones actuales esto significa el alineamiento con Trump y su llamamiento al orden de China. Por el contrario, y para desagrado de Salvini, Di Maio ha dado la bienvenida a Xi en Italia, que traía de regalo su Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda.

La diferencia es igualmente notable en su proyección dentro de Europa, donde Di Maio ha sido mucho más radical en su aproximación expresando un cálido apoyo a los gilets jaunes, a los que Salvini ha denunciado como saboteadores. Las almas gemelas de Salvini en Francia, Hungría, Polonia y otros lugares son agresivos, no insurgentes. En la UE hasta ahora ha hecho poco más que sacudir las rejas de la “jaula” de Bruselas sin tratar de romperlas. El actual presupuesto italiano se ajusta con “consejo” de la Comisión. Si las elecciones europeas acabaran en una demostración suficientemente fuerte de partidos nacionalistas como la Lega que les permitiera cambiar el equilibrio en el corazón de Europa, Salvini podría resultar menos manejable. Pero las presiones objetivas de los mercados financieros sobre el gobierno italiano, y sobre cualquier otro que sienta la tentación de rebelarse contra el Pacto Fiscal Europeo, seguirán inamovibles.

El realismo es parte de Salvini igual que lo es la falta de piedad. Asumir la responsabilidad de un conflicto institucional con Europa, en vez del meramente verbal, es menos probable que una pragmática adaptación al statu quo. La base social de la Lega puede mostrarse hostil hacia los grandes bancos, las regulaciones extranjeras y las multinacionales sin control, pero su sensibilidad es incansablemente capitalista. También Bossi despotricó contra Bruselas en su momento, sin embargo la Lega votó a favor de los Tratados de Maastricht y Lisboa. Para Salvini, la moneda única fue un útil espantapájaros en su ascenso. Una vez que está en las alturas puede dejarlo de lado. La porosidad de las fronteras no. Ellas siguen siendo su verdadero pasaporte hacia el poder, un terreno donde la Unión no pone ninguna dificultad.

Lo que ahora debería ser evidente es la capacidad de Salvini para reunir auténticos impulsos de resistencia y buena fe con generalizados resentimientos egoístas, amasándolos pacientemente en el lenguaje de la calle y burlarse de la prueba de los hechos. Los miedos y las malas noticias todavía son combustible en el motor de un populismo enojado y encerrado en sí mismo. En ausencia de un realismo utópico —de ideologías positivas capaces de expresar sueños y darles una forma práctica— parece que solo hay una elección entre dos caminos. O bien un lento suicidio, apagarse en una apática espera por un tipo de progreso que significa regresión, de unas “reformas” que empobrecen a aquellos que no tienen nada. O —como en parte ya ha sucedido— optar por una rendición inmediata abriendo la puerta a la llamada del populista de la puerta de al lado que trae su poción mágica: una copa de cicuta en la mano. Para Italia simplemente un trago más que pasar.

notas
*Este ha sido editado ligeramente para omitir las partes más extemporáneas del mismo. No obstante, aquí se adjunta la versión original del mismo en PDF.
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Sobre este blog
La New Left Review es una revista bimensual de pensamiento crítico publicada en Londres desde 1960, que analiza y estudia, entre otros muchos temas, la política y la economía globales, la evolución de las formaciones sociales nacionales y los movimientos sociales globales; la teoría social, económica y política contemporáneas; la historia y la filosofía; la producción y la teoría cinematográficas y literarias; las prácticas artísticas y la teoría estética. La edición español, coordinada por Carlos Prieto del Campo, fue lanzada en el año 2000 y, tras distintas etapas, se publica actualmente con el apoyo del Instituto 25M y la editorial Traficantes de Sueños.
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