Memoria histórica
Mario Santucho: “Entender la derrota de los 70 es entender los desafíos que enfrenta la Argentina de Milei”
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Mario Santucho nació en Buenos Aires en 1975, un año antes de que las Fuerzas Armadas derrocaran al gobierno constitucional liderado por María Estela Martínez de Perón y pusieran en marcha la última dictadura militar en la Argentina (1976-1983), la más sanguinaria. Poco antes de que se produjera el golpe de estado, el hoy editor de la revista Crisis fue enviado a Cuba, donde permaneció durante dieciocho años en condición de exiliado. Unos meses después de su partida, el 19 de julio de 1976, su padre Mario Roberto Santucho, secretario general del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y comandante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el mayor grupo guerrillero marxista de la Argentina, fue asesinado en un enfrentamiento armado con el ejército. Ese día también fue secuestrada su madre, Liliana Delfino, quien desde entonces permanece desaparecida.
Tras regresar al país en 1993, Mario Santucho participó del Colectivo Situaciones, grupo de investigación militante que produjo varios libros al calor de la insurrección popular de diciembre de 2001. Pero él siempre tuvo una obsesión, de la que no podía librarse: ¿cómo los militares genocidas lograron llegar al escondite donde sus padres vivían clandestinos? En 2019 una pista inesperada pareció confirmar la hipótesis de una delación: un militante relacionado con el tercer dirigente en la línea de mando del PRT-ERP —el “Gringo” Menna— habría pactado con el Ejército la entrega del partisano, a cambio de la liberación de su pareja, quien había sido detenida por la dictadura. Según esa línea de reconstrucción, tras el secuestro de Menna los militares hallaron entre sus pertenencias la dirección de un departamento donde se encontraba Santucho y otros cuadros de la dirección guerrillera.
En esta entrevista, Santucho reconstruye las evidencias y significados del asesinato de uno de los más destacados líderes guevaristas de los años setenta en América Latina. Se trata de una “investigación existencial”, según él mismo la denominó en una presentación, que no habla únicamente sobre el pasado sino que nos pone ante el desafío de los combates que vendrán. Publicada en la versión papel de la revista Crisis, la saga que ya lleva cuatro entregas (siempre con título walsheano: “Quién entregó a mi viejo”) nunca apareció en internet ni se colgaron fragmentos en las redes sociales, con la intención de construir una manera de contar la verdad no sujeta a las lógicas corrosivas que imponen las compañías que controlan el espacio digital y abrir espacios de debate público más reposados y reflexivos. Temas sobre los que Santucho debatirá durante su participación en read., celebrado durante los días 17, 18 y 19 de septiembre en Barcelona.
¿Qué rol ha jugado el periodismo en la investigación de toda una vida?
El periodismo es una de las formas que tenemos a mano para intentar producir verdad sobre la coyuntura histórica que nos toca en suerte. Desde la revista Crisis lo hacemos de manera colectiva, y crítica. En el caso de la investigación sobre la caída de mi viejo se trata de reconstruir una verdad histórica, que no conocemos porque los militares se encargaron de ocultarla de modo sistemático. Además de aniquilar una generación de luchadores, se aseguraron de que los hechos permanecieran opacos.
Por eso, la primera tarea del periodismo es reconstruir esa verdad que el poder quiso borrar deliberadamente. En Crisis usamos un sistema de etiquetas para catalogar los artículos, y la primera de ellas por lo general indica el género de escritura. Puede ser una crónica, una entrevista, algo más analítico, una investigación política. En este caso le puse “investigación existencial” porque se trata de indagar sobre algo que remueve al propio ser.
Nuestra generación fue marcada por la revuelta de 2001, pero siempre hemos mantenido una conexión muy fuerte con los ideales revolucionarios de los años setenta. Nos sentimos parte de ese sueño, aunque también construimos un diálogo crítico con la generación de nuestros padres, y nos vimos obligados a reformular muchas de sus propuestas y métodos de lucha. Entender cómo fue aquella derrota, es también entender nuestras propias derrotas y los desafíos que enfrentamos hoy en Argentina, con la llegada al poder de Javier Milei.
En «Quién entregó a mi viejo» mencionas una emboscada. ¿Cómo llegaron los militares hasta el lugar donde él se encontraba?
Muchos compañeros, familiares y yo mismo, nos preguntamos de manera insistente cómo ocurrió ese hecho. A lo largo del tiempo hubo tres hipótesis: que lo había traicionado algún integrante de otra organización revolucionaria; que existía un infiltrado en la cúpula del PRT-ERP; o que una persona que colaboraba con la guerrilla canjeó la vida de un dirigente muy cercano a mi padre por la de su mujer que estaba en manos de la dictadura, y eso llevó de una manera indirecta a los militares hasta el escondite donde estaban mi mamá, mi papá y otros compañeros.
Hoy, a partir de una búsqueda en distintas direcciones, creo estar en condiciones de confirmar esta tercera versión, y andamos cerca de saber quién fue esa persona que causó la caída. Pero hay algo que ha sido fundamental a lo largo de estos años y que no se disipa del todo: la incertidumbre. No sabemos exactamente qué sucedió y eso es lo que nos empuja a buscar. Cuando el poder nos oculta la verdad, nuestra tarea es insistir en la indagación. Al principio escribía para obligarme a perseverar, porque por momentos me distraía en otros asuntos, en las preocupaciones del presente, ¡hay tanto por investigar y conocer!
¿Y qué pasó cuando conociste la identidad de la persona que entregó a tu viejo?
Cuando creí encontrar a la persona responsable, hace poco, publiqué un artículo para obligarme a ir a verlo, porque le estaba dando largas al asunto. Ahí aparece algo muy relevante que ya no tiene que ver sólo con lo personal, porque se constituye como un dilema clave: no tiene sentido considerar a esa persona un traidor, pero tampoco es una víctima. Cómo pensar entonces ese acto límite, justo cuando volvemos a lidiar con una ultraderecha que nos ha declarado enemigos, y en cierto modo volvemos a estar en peligro.
La pregunta es cómo se hace justicia en un caso como el de mi padre. Ni el castigo, ni la piedad funcionan en un momento de confrontación con la ultraderecha
¿Cómo abordaron ese dilema desde un punto de vista ético en la revista?
Decidimos no publicar digitalmente los artículos de esta investigación existencial, es decir que circulen sólo en formato papel, porque se trata de un tema delicado, no apto para su tratamiento en las redes sociales, donde por lo general la conversación se torna muy tóxica. El debate sobre la traición y la victimización en Argentina es significativo y precisa de un espacio cuidado para ser elaborado. La pregunta es cómo se hace justicia en un caso como este. Y no tiene una respuesta fácil a priori. Ni el castigo, ni la piedad funcionan. Estamos en un momento de confrontación con la ultraderecha y entender qué significa esta revelación –y cómo responder a ella– adquiere un dramatismo notable.
La decisión de no publicar la investigación en internet abrió un campo de experimentación insospechado. Primero, los lectores fueron muy respetuosos, la comprendieron. Segundo, contra lo que uno podría pensar, el experimento generó un interés muy grande que derivó en nuevas revelaciones. Se activó una forma de lectura responsable. Se genera una suerte de comunidad alrededor del tema, que cuida lo que se dice pero al mismo tiempo se suma a la búsqueda. Aparecen nuevos interlocutores, nuevas fuentes, nuevos circuitos.
Volviendo a la pieza de investigación que habéis publicado, ¿qué criterios seguís para descartar la primera hipótesis, que fue traicionado por un miembro del PRT?
Es la hipótesis más difusa. La dirección del PRT había decidido a comienzos de julio que mi padre saliera del país de inmediato, porque se buscaba preservar al principal referente a sabiendas de que se estaba en un período de retroceso. Pero él se quedó por un asunto: aguardar a que se concretara una reunión con la organización Montoneros, que debía suceder el 19 de julio de 1976 a la mañana. Allí se iba a discutir la unidad entre ambos movimientos guerrilleros. A último momento el cónclave se canceló de manera unilateral y mi papá fue atrapado antes de viajar. La asociación lineal entre uno y otro hecho aparece obvia, pero desde mi punto de vista no es verosímil históricamente y además los hechos no avalan esa posibilidad. Hace poco uno de los principales dirigentes de la derecha argentina actual me dijo que estaba convencido de que esa había sido la causa, lo cuál indica que es una versión funcional a dicho sector.
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La segunda hipótesis fue desarrollada por el área de contrainteligencia del propio PRT en ese momento, ¿cierto?
Así es: la responsable de la contrainteligencia de la organización, Pola Augier, cuyo compañero también fue secuestrado ese día, junto a su hijo de dos años, realizó una investigación inmediatamente después de los hechos. Utilizando métodos deductivos llegó a la conclusión de que uno de los cuadros de la dirección partidaria era sospechoso. Entonces lo citó y le mostró las evidencias que poseía sobre su comportamiento. Según Pola, la reacción nerviosa del inculpado terminó de convencerla de su culpabilidad. Ese individuo habría sido “doblado” por los militares y le pasaba información sensible al enemigo. La dirección partidaria rechazó esta hipótesis, pero ella murió hace pocos años convencida de su veracidad. Lo discutí en profundidad antes de su fallecimiento. Yo no podría descartar esta versión, pero considero que no es la más probable.
¿Por qué desconfías?
Desconfío de esa certeza subjetiva tan blindada, que se basa en datos que parecen sólidos pero no son concluyentes y terminan validándose por un gesto o un comportamiento del acusado; porque yo mismo estuve hace no mucho absolutamente convencido de que había dado con la versión definitiva, y luego me di cuenta que era inconsistente. Es increíble como el razonamiento se abraza a una certidumbre, como si fuera la verdad.
¿Y la tercera hipótesis, que fue fruto de un intercambio de nombres?
Esta surge de un conjunto de indicios distintos que van conformando algo bastante verosímil. El primer elemento clave consiste en el tipo de operativo que tuvo lugar ese día: apenas cuatro militares, quizás cinco, llegaron al edificio donde se encontraban mis padres y el resto de la dirección de la organización revolucionaria. Se trata de un dato objetivo. Eso significa que el enemigo no sabía que mi padre estaba allí, porque sino hubieran arribado decenas o cientos de efectivos. Con este solo indicio, la segunda hipótesis trastabilla. Luego, hay varios documentos de muy distintas procedencias que coinciden en una versión: el tercer dirigente del PRT, el Gringo Menna, quien vivía en el departamento donde encuentran a mis padres, fue capturado aquel 19 de julio de 1976 a la mañana. En su ropa encuentran un contrato de alquiler de un equipo nebulizador, su hijo sufría de asma, con la dirección de su domicilio. Los militares llegan al departamento sin saber que estaban mis padres y otros compañeros allí.
La clave es que Menna resulta secuestrado porque un amigo suyo, colaborador del movimiento revolucionario, establece un canje con el ejército con el objetivo de liberar a su novia que estaba en manos de los militares. El último indicio que personalmente me resulta muy contundente es el cable desclasificado en 2019 por la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (la CIA), donde insisten con esta versión y aportan el apellido de la persona que habría consumado el canje.
Precisamos ir más allá del juicio, que condena o absuelve, para reconstruir la ética combatiente. Cualquiera puede ser débil, derrumbarse. Pero nosotros luchamos por una comunidad emancipada
En la investigación, le pedís al señalado que dé testimonio, por el valor político e histórico que eso tendría. ¿Puedes explicar esa decisión editorial?
Sí, es una pregunta interesante porque quizás haya sido una idea un tanto ilusa, no del todo meditada. Dos elementos de peso me llevaron a ese tipo de interpelación. En primer lugar, llega un momento en toda investigación que tiene como punto de partida la meticulosa ocultación del poder, en que ya no es posible obtener más evidencia documental o testimonial. Hay un sujeto que posee las pruebas, que son los militares que actuaron en el operativo, o sus jefes, pero su pacto de silencio hasta hoy ha sido infranqueable en este hecho. Entonces, está en las manos de esta persona, siempre en el caso de que efectivamente haya sido él, asumir una verdad o ser parte del engaño. Por eso la pregunta directa: ¿fuiste vos? En un punto, claro, es una interrogación ingenua, movida por la esperanza de llegar a destino.
Pero hay un segundo motivo, para mí más interesante: es la apuesta por elaborar juntos ese eventual acto inconfesable. Necesitamos construir una forma de valorar lo sucedido que no se rija por los parámetros hasta ahora ensayados: que son los de la traición, según la subjetividad setentista o revolucionaria; o los de la victimización, planteados a partir de los ochenta por la conciencia democrática, o posdictatorial.
¿Te refieres a salir del enfoque punitivo que reproducen los jueces?
Precisamos ir más allá del juicio, que condena o absuelve, para intentar reconstruir la ética combatiente. Cualquiera de nosotros puede ser débil, puede derrumbarse. Pero a diferencia de nuestros enemigos, que no pueden asumir sus actos y conductas, nosotros luchamos por una comunidad emancipada, capaz de procesar las contradicciones con dignidad.
A este respecto, ¿qué lecciones extrajiste del encuentro con la persona que entregó a tu viejo?
Si tuviera que valorarlo con términos spinozistas, debo decir que no fue un encuentro que me haya afectado de alegría. La persona en cuestión negó su responsabilidad, de un modo que no me resulta convincente. Estamos entonces en el mismo punto: no podemos confirmar ni descartar la hipótesis. Pero en otro plano fue una cita crucial.
En Argentina existe hoy un debate sobre qué tipo de vínculos militantes necesitamos crear para enfrentar al tipo de poder que hoy oprime con violencia. En los años setenta, existía una visión heroica, cada militante sabía que arriesgaba su vida y mantenía un vínculo militar con sus compañeros. En ese marco, un canje con el enemigo como el que habría sucedido en este caso era considerada una traición absoluta, y con razón.
¿Cómo lo interpretas tú?
Yo no creo que debamos reproducir hoy esa lógica bélica, pero no por una cuestión moral sino por un tema de eficacia. Por eso tampoco me parece justo cuando se cuestiona aquella subjetividad de nuestros padres de una manera tan ligera, tan pedante, tan progresista: como si desde el presente tuviéramos algún tipo de autoridad para juzgar a nuestros antepasados. Se ha llegado a criticar incluso aquella mentalidad colectiva que fue a fondo con su propósito, que tuvo la audacia de desafiar realmente al poder y de jugarse para intentar concretar sus sueños, como si esa desmesura fuera la causa directa de la derrota, o incluso del terror. Esa pedagogía de la rendición ha sido más letal que la represión misma. Nos mutila cualquier imaginación radical. Y su corolario obvio es la tendencia a victimizar automáticamente a todos los que fueron capturados por los militares. Eso también me resulta problemático.
No hay ninguna dignidad en la condición de víctima. Es una identidad atribuida por el poder, de la que debemos salir. Donde hay una víctima es porque hubo, o puede haber, un militante
La falta de compromiso elimina la autonomía; sin autonomía, eres víctima.
Exacto. La víctima ha sido el sujeto político por excelencia de la democracia y hoy estamos presenciando los límites de esta concepción. No hay ninguna dignidad de por sí en la condición de víctima. Se trata de una identidad atribuida por el poder, de la que precisamos salir. Donde hay una víctima es porque hubo, o puede haber, un militante. Politizar la condición de víctima, es romper o desbordar esa identidad. Para preguntarse por la posibilidad de construir modos de ser que surjan de nuestra propia voluntad, que sean deseables, que no nos sean impuestos por el sistema.
¿La prefiguración del nuevo ser?
Eso es. Recuerdo una entrevista con Silvio Rodríguez, el trovador cubano, en la que me decía que para ellos, en la década del sesenta, ser guerrillero era el peldaño más alto que había alcanzado la humanidad. Ese tipo de humanismo me parece muy interesante. El Che Guevara aparecía como una figura contemporánea del Hombre Nuevo. En otro momento, o para otras personas, puede ser un científico, o mismo un artista como el propio Silvio, o como sucedió durante la pandemia en Argentina con las mujeres que sostenían las ollas populares en los barrios pobres. Pero me refiero a esa tensión emancipadora, que te permite romper con lo establecido. A cierta heroicidad que resulta imprescindible para ir más allá de lo dado, para cortar las cadenas.
Tenemos el ejemplo del “perro matapaco” en Chile, que es un héroe no humano, algo muy hermoso. El riesgo es concebir lo heroico como algo trascendente, objeto de adoración, que destruye la multiplicidad de la vida. Pero no se puede pensar en una ruptura emancipadora sin cierta noción de sacrificio, de arrojo, que no tiene por qué ser sacrificial.
En el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) hubo un texto un poco mítico, «Moral y proletarización», que presenta una concepción de la disciplina muy estricta, llevando el principio de que «lo personal es político» al extremo. Sería importante que expliques brevemente esas ideas. El movimiento revolucionario no solo fue intenso, sino que logró una resistencia política significativa a la dictadura militar, una integración en los barrios y una capacidad de llegar a mucha gente.
Yo creo que los años setenta en Argentina representaron el momento de mayor intensidad en la lucha política y social que pretendía fundar una sociedad postcapitalista. Obviamente no fue solo aquí, sino que ese movimiento se insertó en una ola de alcance mundial donde confluyen múltiples tendencias. Muchas personas, especialmente los jóvenes, pensaban que el socialismo no sólo era posible sino que era inminente, e inevitable. En América Latina la experiencia cubana y a partir de ella la del Che marcó a toda una generación. Guevara dijo una frase que para mí resume mucho de esa impronta que llamamos revolucionaria: “revolucionario es quien hace la revolución, no el que dice que la quiere hacer”. Eso fue una cesura al interior de la izquierda, entre sectores ideológicamente o culturalmente marxistas pero que eran conservadores, como el Partido Comunista o algunas corrientes del trotskismo, y quienes se comprometían con una experiencia de ruptura. El PRT-ERP fue una organización marxista y revolucionaria. Y al mismo tiempo hubo revolucionarios que no fueron marxistas, como ciertos sectores del peronismo, también del cristianismo, o del anarquismo.
Guevara dijo una frase que para mí resume mucho de esa impronta que llamamos revolucionaria: “revolucionario es quien hace la revolución, no el que dice que la quiere hacer”
Pero lo que quizás daba el tono común a toda aquella generación militante era la capacidad, o la decisión, de llevar a la práctica lo que predicaban. Decían lo que pensaban y hacían lo que decían, siempre de forma colectiva. Todavía hoy, cuando reconstruimos de lo que fueron capaces, impacta. Eso implicaba una disciplina importante: eran cuadros teóricos, que leían a los clásicos, estudiaban mucho y construían sus propias hipótesis estratégicas; pero además se formaban militarmente, conseguían armas y combatieron al ejército; también se autofinanciaban, asaltando bancos y secuestrando a empresarios; y si querían construir poder en las fábricas pues se “proletarizaban”, o sea se iban a vivir como un obrero o una obrera más, aunque hubieran nacido en un hogar de clase media o alta.
En cierto momento, sobre todo cuando se impuso la clandestinidad, comenzaron a establecerse hogares en los que convivían personas de diferentes clases sociales, de distintas provincias, verdaderas comunidades militantes donde se forjaba una nueva sociabilidad. El folleto que mencionás se escribió en ese contexto, su autor es Luis Ortolani, a la sazón padre de mi hermano, es decir el primer compañero de mi mamá. Y si se lee como parte de esa experiencia es un documento muy interesante. Descontextualizado, claro, parece una locura.
¿Cuál es la tarea que tenemos por delante?
En fin, el desafío es no idealizar aquella experiencia, pero mucho menos olvidarla. Recuperar lo importante, que es la vocación y la desmesura de cambiar el mundo, sabiendo que eso solo se logra si se tiene la capacidad de inventar las herramientas, los lenguajes y las organizaciones que puedan derrotar al poder contemporáneo, que es hoy muy distinto al de aquella época.
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