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Memoria histórica
La otra memoria histórica antifascista
Lo más parecido a algo relacionado con la memoria histórica que recuerdo de la escuela era una cartulina donde nos hicieron pegar las caras de los “padres de la Constitución” un 6 de diciembre. De la guerra civil no me hablaron nunca. Lo que escuché me lo contó mi abuela: historias aderezadas con canciones de época y relatos donde el hambre hacía permisible cocinar gatos. Hace tiempo que las asociaciones de memoria histórica dicen que es intolerable que los jóvenes en la escuela aprendan más sobre el nazismo que sobre nuestra propia historia. Reclaman que se incorporen definitivamente estos contenidos que estarán recogidos en la nueva ley que el Gobierno prevé aprobar en esta legislatura pero de cuya implementación dudan. Podemos dice que es una exigencia antifascista. ¿Cuál podría ser una enseñanza antifascista de la historia?
La historia siempre es un terreno privilegiado para la batalla ideológica. Los postfascistas la adoran, ya sea para hilvanar un largo historial de agravios en los que fundamentar su victimismo o para ensalzar gestas históricas que les permitan afirmar su superioridad nacional. Ambos son rasgos destacados del nacionalismo recalcitrante. Pero en realidad todos los Estados han tenido que elaborar una historia propia para “inventar” las naciones en las que se sustentan y la escuela ha sido el terreno predilecto donde se da forma al “pueblo”. Cuando los hechos son remotos la intervención sobre el pasado es fácil, por así decir, pero cuando todavía palpitan las cunetas y el sistema político es fruto de un pacto reciente basado en el olvido, la cosa se complica. Entonces, ¿cuáles podrían ser algunos principios para una memoria democrática?
Lo primero tal vez sería dar espacio a una idea del pasado compleja que no se reduzca a una confrontación simplificada entre buenos y malos. A veces la historia de la guerra civil se ha leído de una manera esquematizada en exceso donde habría dos bandos: el de la República legítima y el del golpe de Estado. Pero si la República era legítima nunca fue homogénea. El sistema político incluía, además de a los partidos republicanos, a partidos fascistas, socialistas, independentistas… cuyo horizonte no era el de preservar ese régimen, sino superarlo. La historia de la II República también fue la de la revolución del 34 impulsada por el PSOE y la UGT o la del aplastamiento a sangre del movimiento obrero, como sucedió en Casas Viejas donde se masacró a todo un pueblo que declaró el comunismo libertario. La propia guerra civil contuvo otras “guerras civiles”: las de los comunistas contra los marxistas no estalinistas del POUM y contra la anarquista CNT. No todos los fusilados por los fascistas, ni los enterrados en cunetas, ni los represaliados por Franco fueron “republicanos”, para muchos la República era insuficiente, se consideraban revolucionarios, querían ir más allá.
Ser capaces de movernos en la complejidad de la historia implica no buscar certezas en ella. Y sobre todo, no proyectar un pasado idealizado como el principio ordenador del presente como hacen las extremas derechas.
El franquismo debería ser mucho más fácil de enseñar por la uniformidad de su brutalidad, por su capacidad de instaurar una dictadura cuyo principal objetivo fue reducir cualquier diversidad social en un régimen homogéneo donde la armonía entre las clases sociales y propuestas políticas estaba asegurada a la fuerza. Sin embargo, ni siquiera esto es fácil hoy en día. Muchos profesores prefieren pasar de puntillas por estos temas, o dar una versión light por miedo a ser denunciados por los propios alumnos y sus padres. La autocensura funciona aquí mejor que las directrices políticas y los contenidos recogidos en los libros de texto.
Así que desengañémonos. No va haber una memoria “oficial” —una memoria estatal más o menos consensuada—por lo menos en breve. Primero, porque todavía es un tema que se agita socialmente, es útil políticamente. Pero sobre todo, porque muchas de las sagas empresariales y bancarias que perviven se gestaron sobre las ruinas de Guernica, Belchite y las propias cunetas, que en algún momento se decidió dejar descansar a cambio de una transición “pacífica”. No deberíamos olvidar tampoco la cuenta de muertes y represión del movimiento obrero sobre la que esta se firmó. Cuestionar el pasado aquí es cuestionar la cuenta de resultados de algunos y poner una piqueta más en la monarquía ya muy desgastada por sus propias trapacerías. No será fácil pues que haya una memoria oficial, quizás tampoco hace falta.
Recordar quizás también los relatos de las abuelas y transmitirlos a los más jóvenes en una cadena que pone piel y carne a la historia. Los colectivos que luchan por la memoria lo están haciendo ya de una manera poderosa
Más allá de la batalla por los contenidos en las escuelas, tenemos que seguir haciendo nuestra historia no oficial, hablando a los chavales en casa y en otros espacios sociales. Si la escuela no tiene fácil saltar esta brecha de desmemoria —porque cada gobierno de izquierda o derecha puede cambiar el currículum cuando gobierna según su ideología—, nuestra tarea debe ser compensarla. Recordar quizás también los relatos de las abuelas y transmitirlos a los más jóvenes en una cadena que pone piel y carne a la historia. Los colectivos que luchan por la memoria lo están haciendo ya de una manera poderosa.
Enseñar una visión compleja de la historia implica, además, una apuesta por promover la autonomía de pensamiento en los jóvenes. Más que versiones simplificadoras o extremadamente ideologizadas, el ideal sería proporcionar herramientas para que los chavales puedan reflexionar sobre esos hechos por sí mismos. Cuanta mejor historia se haga —con más matices, con más profundidad—, más preparados y preparadas estarán para enfrentarse con las fake news, los mensajes simplificadores y las visiones instrumentales del pasado que utilizan las extremas derechas. Esta es la mejor memoria histórica antifascista posible.
Por una memoria de las luchas
Por otra parte, dice el historiador Enzo Traverso que con el auge de la memoria histórica de los últimos años se ha privilegiado una narrativa donde se oponen víctimas a verdugos, pero que el siglo XX también fue el siglo de las revoluciones y de grandes luchas —la descolonización e incluso la propia conquista de la democracia—. Tenemos la responsabilidad de dar cuenta también de esa memoria colectiva de las causas emancipadoras del pasado que no están contenidas en las versiones más habituales de la guerra civil y la República. Una memoria que ha sido enterrada y, de alguna manera, deslegitimada. Una memoria que no interesa porque, según Traverso, “adquiere una dimensión inconformista, quizá subversiva en una época neoliberal dominada por el individualismo y la competencia”.
Frente a la despolitización generalizada que es el sueño de las extremas derechas, una visión de la historia a través de sus luchas es una oportunidad para dar instrumentos de pensamiento para la vida política, para revalorizar el hecho de organizarse con otros con el objetivo de mejorar la sociedad. Porque que estos jóvenes se comprometan con lo que les rodea constituye el mejor frente antifascista y de defensa y ampliación de la democracia, y, desde luego, la mejor apuesta de futuro.
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