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Memoria histórica
El multitudinario entierro que los anarquistas rindieron en Madrid a Pi y Margall
El médico libertario Pedro Vallina lo comparó en una crónica con el entierro en París en 1905 de la revolucionaria de La Comune Luisa Michel
Con motivo de una exposición celebrada en 2001 para conmemorar el centenario de su muerte, el tataranieto de Francisco Pi y Margall, Miguel Barberán Pi, comisario de la misma y vicepresidente de la Fundación Pi y Margall, lamentaba el desconocimiento que existe en nuestro país acerca de una de las más sobresalientes figuras políticas e intelectuales de la Historia de España. En opinión de su descendiente, esto es así porque desde la dictadura hasta nuestros días no ha habido interés suficiente en dar a conocer la relevancia histórica de su personalidad, aun siendo una figura esencial para el desarrollo de las ideas y los movimientos políticos de la España del siglo XIX: "Desempolvar el patrimonio intelectual pimargalliano y, sobre todo, darlo a conocer parece una ardua tarea, dado el escasísimo interés, por no decir nulo, del Estado en rendir un recuerdo y hacer justicia a tan insigne personaje, a excepción de la Generalitat de Cataluña". Para ratificar las palabras de su tataranieto, aquella muestra no dispuso de apoyo estatal alguno.
Teniendo en cuenta que la consolidación de un Estado democrático en nuestro país no puede concebirse sin la labor llevada a cabo por los políticos republicanos del siglo XIX, entre los que fue unánime el respeto y admiración a Pi y Margall -aun difiriendo de su ideario-, resulta lamentable comprobar que en las últimas cuatro décadas el líder del republicanismo federal sigue habitando en el olvido y la indiferencia, como una prueba más de la mala memoria democrática que nos afecta.
De Pi, que fue filósofo, crítico de arte, jurisconsulto, historiador, político y estadista, se dijo que vivió pobre y murió pobre, habiendo podido ser, en palabras de Raymond Carr, el hombre más poderoso de España de haber querido proclamar el 24 de abril de 1873 la República Federal. Si no lo hizo, según el historiador, fue porque sostenía la opinión de que, dada la seguridad de la imposición legal de la Federación por las Cortes Constituyentes, la revolución federal, además de innecesaria, hubiera sido un delito. Los federalistas, según Carr, que no ponían en duda las convicciones de Pi, le creían culpable de un inmenso error político". El propio don Francisco dudaba de lo acertado de su acción "si se atenía a la conveniencia política, pero no cuando consulto mi conciencia".
Pi y Margall nació en Barcelona en 1824, formó parte del Partido Demócrata en su juventud y llegó por primera vez a diputado en las Cortes Constituyentes luego de la revolución de 1868 (La Gloriosa) que acabó con el reinado de Isabel II. Proclamada la primera República en 1873, fue el más efímero de sus presidentes (sólo un mes), un entusiasta defensor de los derechos individuales y máximo teórico y representante del federalismo. Volvería a ser diputado a Cortes en 1886, etapa en la que redactó el programa político del Partido Republicano Federal, condenó la esclavitud y defendió la autonomía primero y la independencia de Cuba después. Volvería a ser diputado por última vez en 1899. De su personalidad siempre se ha dicho que destacaba por su honradez, sencillez y discreción. Fue autor de numerosas obras, entre las que figuran su Historia general de América, La Federación,Las luchas de nuestros días, Primeros diálogos, Amadeo de Saboya, Estudios sobre la Edad Media y Observaciones sobre el carácter de don Juan Tenorio. La más relevante de todas es sin duda Las nacionalidades, en la que desarrolla sus teorías sobre la España plurinacional y el estado federal.
Según escribió José Antonio González Casanova (El País, 29/12/2001), la gran aportación doctrinal del eminente tribuno es la unificación dinámica y lógica del auténtico liberalismo político, conducente a la libertad para todos o democracia y a la igualdad para todos o socialismo. El tercer ideal de la revolución liberal, la fraternidad, es en Pi la organización solidaria de los humanos en círculos concéntricos de radio ilimitado, que, mediante el pacto o alianza entre iguales (el foedus), une a las personas con sus municipios, sus territorios históricos, sus naciones políticas, su continente y el mundo entero. "La finalidad de esa armonía de lealtades -leemos-, es la paz universal entre las naciones. El federalismo es ante todo una forma de concebir la unidad del planeta en la diversidad de pueblos, culturas e idiomas. Se trata de la única alternativa democrática al imperialismo autoritario y bélico, fase cenital del capitalismo explotador". Entiende González Casona que ese federalismo movilizó a miles de españoles en el primer intento de una democracia efectiva. Los escritos de don Francisco y su figura de hombre pobre, coherente con sus ideales, hicieron de él un mito querido por todo el movimiento obrero hasta la guerra civil de 1936. Socialistas y anarquistas se disputaron su herencia, así como los movimientos izquierdistas en Cataluña.
Traductor al español de las obras de Pierre Joseph Proudhon, se le considera no sólo el introductor del federalismo en nuestro país sino también del pensamiento libertario. El anarquista Ricardo Mella, que decía ser su discípulo, le tuvo gran consideración y estima, y escribió un obituario a su muerte -tan modesta como su vida- en el que decía que de Pi "han aprendido muchos, aprenderán, deberán aprender no pocos a ser dignamente revolucionarios, espíritus sobre todo justos, sin soberbia, sin aparato, sin vanidad. Y esto en todos los partidos de la revolución, socialistas o anarquistas. Porque de estas condiciones, que apenas dan nombre, que no ocupan ni un tercio de una columna de periódico, que no ensordecen a la gente con la alabanza sin medida y el aplauso sin tasa, que no atormentan a las generaciones con la logorrea fastidiosa y cansina de la elocuencia de plazuela, de esas condiciones, digo, son los hombres que en verdad consagran su existencia al bienestar de sus semejantes".
Debemos al médico anarquista andaluz Pedro Vallina (1879-1970) una crónica sobre el multitudinario entierro celebrado en Madrid del que algunos consideran el político español más importante del siglo XIX. Falleció a las seis de la tarde del 29 de noviembre de 1901 a los 77 años de edad, aunque Vallina adelante el óbito en un año. Su último acto público discurrió en la Casa de los Estudiantes, según este autor. La conferencia versó sobre la libertad de conciencia, leemos en el obituario del diario republicano El País, y al término de la misma los asistentes acompañaron al ponente a casa, en la calle Duque de Aranda, entre vítores. Hacía mucho frío aquella noche y don Francisco murió pocos días después a consecuencia de una bronconeumonía, noticia que Madrid recibió con profundo pesar. El último artículo publicado por Pi y Margall fue precisamente sobre esa última charla, dictado por su autor a su hijo político poco antes de fallecer, según la necrológica del citado periódico. En este mismo diario leemos que “su familia no quiso amargar sus últimos momentos con los auxilio de una religión en la que no creía”, añadiendo que “la muerte de Pi y Margall ha sido la muerte de un justo”.
Lo cuenta Vallina en una biografía de Fermín Salvochea (1842-1907), que en 2013 publicó la editorial Renacimiento en una edición de José Luis Gutiérrez Molina (Fermín Salvochea. Crónica de un revolucionario), en la que se incluye también el folleto de Rudolf Rocker sobre el anarquista gaditano. Se trata de uno de los textos más importantes sobre Salvochea, a quien se considera una figura- nexo entre el mundo republicano federal y el anarquista en las últimas décadas del siglo XIX. Según se dice en el capítulo XXV, tal como leí en una edición anterior publicada en París por Solidaridad Obrera en 1958, Salvochea tenía en poco a los tribunos de la República, pero valoraba a Pi y Margall “por sus ideas y formación, así como por su elevación de trato, aunque también le atribuyese falta de hombría con referencia al periodo republicano”.
A la muerte de don Francisco, Vallina se reunió con Salvochea y sus compañeros en el Casino Federal para concretar su actitud acerca de la celebración del entierro del ex presidente republicano, pues el Gobierno prohibió el itinerario por las calles del viejo Madrid, temiendo el homenaje de las clases trabajadores, para quienes el fallecido era, con Pablo Iglesias, el político más querido y respetado. “Contra la voluntad de las autoridades llevaremos el cadáver a la Puerta del Sol y de allí a los barrios bajos, donde el pueblo nos seguirá y el homenaje puede resultar candente”, acordó Salvochea.
De ese modo, llegada la fecha y hora del entierro, se dirigieron los organizadores del cortejo fúnebre a la casa mortuoria. Vallina compara la multitud congregada con la que asistiría después en París, en 1905, según su propio testimonio, al funeral de Louise Michel, la gran revolucionaria francesa de La Comune. El diario El País escribe literalmente: “Veinte mil hombres han acompañado al sepulcro al insigne patricio. Más de cuarenta mil espectadores contemplaron el paso del cortejo”. La comitiva arrancó, según Vallina, con un grupo de compañeros libertarios portando el féretro, dispuesto a burlar las disposiciones del Gobierno. Las rompieron al llegar a la Plaza de La Cibeles, cuando en lugar de tomar la dirección del cementerio se continuó por calle de Alcalá arriba hacia la Puerta del Sol: “El momento fue tan crítico como emocionante –escribe-, pues mientras los cordones de policía se atravesaban en la ruta, el pueblo, guiado por Salvochea, proseguía adelante, y ante actitud tan enérgica como decidida, el jefe de policía creyó más prudente evitar un choque en aquellas circunstancias”. Ya en la plaza, sin embargo, no se consiguió dirigir la comitiva hacia los barrios bajos, como se había pretendido, y el mar de gente se deslizó carrera de San Jerónimo abajo. “A su paso por delante del Congreso -escribe Pedro Vallina-, en cuanto los padres de la patria salieron al vestíbulo, el gentío les dirigió toda suerte de improperios”. El propio autor de la crónica dice haber increpado a Segimundo Moret, y también “al más tieso y encopetado de todos ellos, el gobernador civil, al mastodonte [Alberto] Aguilera”, que le amenazó con el bastón gritando "¿Así respetáis la memoria del maestro?".
La crónica termina con la inhumación al anochecer del cadáver del líder republicano en el cementerio civil, ante una multitud silenciosa y abatida, de la que sólo salió un único grito, el del obrero ebanista Fermín Palacios. Su exclamación ¡Viva la anarquía! fue coreada por muchos de los concurrentes, según el cronista. La Guardia Civil quiso llevarse preso a Palacios, pero los asistentes lo evitaron no sin esfuerzo. Esa misma noche, en el Casino Federal, el evento se consideró de esta forma: “A no ser por los anarquistas, el cadáver del gran repúblico hubiera sido conducido sigilosa y clandestinamente a su última morada”.
Sobre la lápida de la tumba de Pi y Margall, por razones que desconozco, no figura actualmente la inscripción que redactaron sus hijos, que decía así: “'Trabajador infatigable, literato, filósofo, político y estadista. Ocupó los más preeminentes puestos y vivió pobre. Fue jefe de un partido y maestro de una escuela. Amó la verdad y luchó por sus fueros. El universo era su patria, la Humanidad su familia. Murió a los 77 años, joven de corazón y de entendimiento. Recordadle los que le amabais. Respetad todos su memoria e imitad su ejemplo. El triunfo de sus ideales restablecerá un día la paz en el Mundo.”
Posiblemente nunca en la historia de nuestro país fue tan masivo, rendido y general el reconocimiento de respeto y admiración por parte de la prensa y los partidos políticos como el que se le tributó en su fallecimiento a un político de izquierda como Francisco Pi y Margall. Su incorruptibilidad en el desempeño de los cargos, unida a su personalidad como intelectual, humanista y defensor del ideario democrático, de la emancipación colonial y obrera, y del federalismo, le hicieron acreedor a esa honra. Que el olvido haya hecho presa sobre su memoria sólo puede entenderse en un país en donde el cultivo de la memoria democrática padece de una amnesia crónica seriamente preocupante, propiciada en origen por cuatro décadas de dictadura.
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