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Medio ambiente
El arte de salvar el planeta
Un profesor de cuarto curso de la ESO realiza una encuesta a mano alzada en su clase de Filosofía. Desde hace cuatro días, líderes de todo el mundo están reunidos en Egipto para la 27ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2022. Han pasado casi el mismo número de días desde que dos activistas se pegaron a los marcos de Las Majas de Goya en el Museo del Prado y pintaron un “1,5º” en el hueco de la pared que separaba ambos cuadros, en referencia al calentamiento global. “De treinta estudiantes solo uno sabe algo de la COP27; prácticamente todo el mundo conoce la acción climática de Futuro Vegetal”, expresa el docente. A la reflexión, compartida en redes sociales, le acompaña una pregunta: “En lugar de reprimir, ¿no deberíamos estar escuchando a estas jóvenes?”.
Sam y Alba, activistas del colectivo ecologista Futuro Vegetal que protagonizaron la acción, no ocultan que se inspiraron en otras protestas similares realizadas en varios museos europeos. El tartazo a La Gioconda en el Louvre, la sopa de tomate arrojada contra Los Girasoles de Van Gogh, activistas que se pegaron a obras de Vermeer, Picasso o Andy Warhol. Sacando de la ecuación a los negacionistas climáticos, el debate no se ha producido mayoritariamente en torno al contenido de la protesta, sino sobre la forma: la pregunta que se extrae alrededor de la reflexión sobre estas acciones es si son la mejor manera de alertar sobre la crisis climática. La de las activistas climáticas, en cambio, parece ser qué otra les queda.
Tradición disruptiva
Iñaki Bárcena, doctor en Ciencias Sociales y Políticas y profesor en la Universidad del País Vasco, argumenta que la acción directa no violenta no es nada nuevo en el ecologismo. De hecho, lleva décadas sucediendo. “En el País Vasco, hace 60 años el movimiento ecologista llamaba al sabotaje contra Iberdrola. Había gente que cortaba carreteras; la protesta siempre ha sido muy diversa”, resume. Muestra de ello es el caso de Juan López de Uralde, antiguo director de Greenpeace y ahora diputado por Unidas Podemos e impulsor de Alianza Verde, que resultó arrestado —y a quien la justicia danesa tuvo que indemnizar— por irrumpir en una cena de gala de la Cumbre del Clima que se estaba celebrando en Copenhague en 2009.
López de Uralde, antiguo director de Greenpeace que resultó arrestado —y a quien la justicia danesa tuvo que indemnizar— por irrumpir en una cena de gala de la Cumbre del Clima en 2009, percibe que el espíritu de las nuevas protestas en museos “es un poco el mismo: llamar la atención para poner el foco en aquellas personas que causan el cambio climático”
Él percibe que el espíritu de las nuevas protestas, en comparación con las que se han venido realizando desde Greenpeace, “es un poco el mismo: llamar la atención para poner el foco en aquellas personas que causan el cambio climático”. Solo que, tradicionalmente, la filosofía de Greenpeace, matiza, “ha sido interponerse entre el criminal ambiental y la víctima; era más confrontativo hacia los causantes de un problema de lo que a lo mejor son las propuestas que están haciendo alrededor de los museos, que son más de carácter, digamos, simbólico”. Entonces, ¿qué ha llevado a jóvenes ecologistas a arrancar una serie de protestas usando como escenario el patrimonio? La respuesta desde los colectivos activistas es unánime: la inacción.
Tanto a nivel nacional como a nivel internacional, el movimiento ecologista está consolidado desde hace décadas, pero en los últimos años han cobrado especial impulso iniciativas configuradas, lideradas y gestionadas mayoritariamente por gente joven, de la llamada generación Z, que se perciben a sí mismos y a quienes vienen después como las principales víctimas del deterioro del planeta. Ariadna Romans i Torrent, politóloga y filósofa, resume que lo que presentan de novedoso estos colectivos son las formas de comunicarse y de comunicar —como el empleo de nuevas tecnologías— pero también de organizarse: suelen ser movimientos sin líderes visibles, muy colectivizados y con considerables fluctuaciones a nivel interno. El motivo de estas fluctuaciones, entre otras cosas, es el fenómeno al que Romans se refiere como “la trampa de la incidencia”, que vendría a ser la situación en la que jóvenes activistas ecologistas “se encuentran con sentimientos de frustración, decepción o desesperación ante su incapacidad de trasladar de forma directa sus demandas a las instituciones que, o bien no las toman en serio, o bien las utilizan para propósitos distintos de los reclamados”.
Martina Di Paula, de Rebelión por el Clima (RxC), reconoce que, aunque percibe que existe una “revolución de los afectos” derivada de la colectivización de la lucha, la frustración es habitual en los colectivos ecologistas porque es lógica: responde a la necesidad de los autocuidados y a la impotencia de sentir que no se les escucha. Advierte que en su colectivo no se ha establecido un discurso consensuado sobre el posicionamiento grupal de acciones como la de Las Majas, pero sí saca en claro una cosa: “Creo que una opinión generalizada desde el activismo climático es que todas las acciones suman, y que se puede aportar a la lucha desde distintos ámbitos. Es igual de importante realizar una manifestación convencional comunicada como hacer los actos de desobediencia civil, y dentro de los actos de desobediencia civil cada acción produce un impacto diferente y va a conectar con personas distintas, pero todas las formas de acción son formas de incidencia política”. Para la activista, es una “lástima” que haya que recurrir a acciones como las de los museos para que salte al debate social la cuestión de la crisis climática.
“Realmente, vivimos en una sociedad del espectáculo donde si algo no genera controversia, si no produce un impacto inmediato, es muy difícil que cale en el debate público”, resume Martina Di Paula
La crítica generalizada en torno a las recientes acciones ha sido señalar que un museo no es el espacio, que el patrimonio no es el vehículo, que hay otras formas de protestar. “La gente pregunta por qué los jóvenes ecologistas no vamos a regasificadoras, a empresas contaminantes, pero la realidad es que ya lo hacemos”, expresa la portavoz de RxC. La propia Di Paula ha participado en acciones directas no violentas contra la crisis climática, como la acampada frente al Ministerio de Transición Ecológica en 2019 o el bloqueo de una entrada de una regasificadora en Huelva hace poco más de un mes. Acciones que se suman a otras ejecutadas en los últimos meses por parte de otros colectivos ecologistas —como tapar hoyos de un campo de golf con cemento en protesta por los recursos hídricos que consumen o desinflar ruedas de coches especialmente contaminantes—, más enfocadas al quid de la cuestión, pero menos mediáticas que las que afectan al patrimonio.
La falta de escucha y de debate suscitado por las primeras —o por otras como las manifestaciones multitudinarias o las campañas por redes sociales— hacen que, resumen Sam y Alba, jóvenes ecologistas opten por recurrir a las segundas. “Realmente, vivimos en una sociedad del espectáculo donde si algo no genera controversia, si no produce un impacto inmediato, es muy difícil que cale en el debate público”, resume Martina Di Paula. Pero, ¿cala verdaderamente el mensaje?
El fin y los medios
Sam y Alba cuentan que eligieron Las Majas de Goya porque el pintor maño tiene una serie, la de “Los Caprichos”, que retrata los aspectos negativos de la sociedad española. El hecho de que fuera concretamente alrededor de esos dos cuadros se debe a que el hueco central entre ellos permitía pintar el “1,5º” con el que se hacían eco de los alarmantes resultados del Informe sobre la Brecha de Emisiones de las Naciones Unidas. Es decir, la intención de este tipo de acciones siempre fue atraer la atención.
“A mí la performance como tal me pareció muy mala”, asevera Emma Trinidad, licenciada en Historia del Arte y Máster en Museología por la Universidad Complutense de Madrid, recordando lo que pensó la primera vez que escuchó hablar de estas acciones en museos europeos. “Eso de tirar comida a los cuadros me parece feo, me parece desagradable, independientemente del contenido en sí de la protesta”, resume.
La reacción inicial de Laura Cano, historiadora del arte, museóloga y especialista en comunicación digital, fue por la misma línea: “Estaba estupefacta y se me ocurrieron muchas preguntas en ese momento”. Admite que el tema le genera “angustia”, por una sencilla razón: “Yo no puedo estar en contra de lo que están reclamando. Estoy súper de acuerdo con lo que piden, pero el museo es un lugar público, que alberga bienes públicos, y me parece una paradoja defender algo que es de todos atacando algo que es de todos”, resume. Dicho de otra forma: no encuentra la lógica de “luchar por el bien común haciendo algo contra el bien común”.
Laura Cano, museóloga, reconoce que estas protestas le generan “angustia” por una sencilla razón: “Yo no puedo estar en contra de lo que están reclamando. Estoy súper de acuerdo con lo que piden, pero el museo es un lugar público, que alberga bienes públicos, y me parece una paradoja defender algo que es de todos atacando algo que es de todos”
El posicionamiento de Cano es ampliamente compartido por personalidades del mundo cultural y de la sociedad en general. Una investigación realizada por el Penn Center (Universidad de Pensilvania) arroja los primeros datos sobre la percepción social de las acciones climáticas en museos: ganan por goleada quienes aseguran que les generan rechazo hacia la causa de la crisis climática (46% de los encuestados) frente a quienes afirman que les repercute en un mayor apoyo en esta lucha (13%). El resto dice que las acciones no tienen efecto en ese plano, ni positivo ni negativo, y el rechazo se concentra especialmente en los sectores de la población más conservadores y en personas de mayor edad. Para Iñaki Bárcena, el valor de estas acciones reside, precisamente, en que “generan discusiones en las familias, en los centros de educación, en los trabajos, en los sindicatos, en las iglesias; la gente se coloca a un lado o a otro. Y creo que eso es una parte del proceso de movilización”.
Sam también percibe positivo el debate y expresa igualmente que le parece totalmente legítimo que haya gente que cuestione la metodología empleada en la protesta: “Si apoyas el mensaje pero no las formas me parece perfecto; no compartas mis formas, pero actúa”. Mientras para Cano la cuestión está en que no cree que haya que elegir —o al menos ella no quiere hacerlo— entre cuidar el patrimonio y cuidar el planeta, los activistas defienden la relación entre la lucha contra la crisis climática y el arte bajo una idea: “No hay arte en un planeta muerto”.
Emma Trinidad arranca su discurso especificando que tiene muchas contradicciones con el tema de las acciones ecologistas en los museos, y durante la entrevista manifiesta que su propia percepción está variando conforme avanza en su razonamiento. “Solo podremos determinar si la acción ha sido buena o mala con el paso del tiempo, viendo cómo se desarrollan las cosas, y es cierto que por definición la protesta tiene que ser llamativa, polémica y mediática; pero me genera dudas en los tiempos de tik tok y del meme, porque de hecho las primeras reacciones alrededor de la noticia fueron ridiculizar la protesta”. La historiadora Julia Ramírez-Blanco, sin embargo, se enfoca directamente en la reflexión: “Una cosa que debería discutirse es la noción de patrimonio. Si La Maja de Goya es patrimonio, acaso nuestro clima, nuestro entorno ¿no es patrimonio?, ¿y por qué no nos indignamos igual?”.
“Aunque parezcan dos temas separados, no se puede tratar la emergencia climática sin abordar las formas de acción y reivindicación. Las bases científicas están, el problema es que esa información no cala ni en la sociedad civil, ni en las instituciones, ni en nuestros representantes políticos”
La realidad es que los activistas han logrado su objetivo: han saltado a la opinión pública. Se habla de la acción, la imagen del 1,5º ha sido portada en multitud de medios. Quizás la gran cuestión, no obstante, sea si el foco del debate está siendo la inacción climática o la acción disruptiva en sí misma. Mientras Iñaki Bárcena apunta que es cierto que “vivimos en sociedades donde cuando alguien apunta con el dedo a la Luna, la gente se queda mirando al dedo”, Martina Di Paula defiende que son dos debates que van juntos: “Aunque parezcan dos temas separados, no se puede tratar la emergencia climática sin abordar las formas de acción y reivindicación. Las bases científicas están, el problema es que esa información no cala ni en la sociedad civil, ni en las instituciones, ni en nuestros representantes políticos”, reflexiona. “No puedes hablar de crisis climática sin hablar de cómo comunicarla, igual que no puedes hablar de la crisis ecosocial sin hablar de cómo afecta y cómo se reivindica la necesidad de una acción contra ella”.
Tanto para Ramírez Blanco como para Emma Trinidad, hay una cuestión importante que es que, hasta la fecha, las obras elegidas por los colectivos ecologistas no han sufrido daños. “El Museo del Prado sí dijo que el marco había sufrido ligeros desperfectos, pero nunca se ha terminado de evaluar y de explicarnos cuáles fueron esos daños. Se nos dijo que es un objeto antiguo y por tanto protegido bajo esa ley de patrimonio, pero nunca nadie había prestado atención al marco. Nadie sabíamos que tenía cien años de antigüedad”, ejemplifica Trinidad. Sam y Alba, de hecho, apuntan que “hacer partícipe al arte” de este tipo de protestas es una forma de “mantener vivo” el propio patrimonio. A Cano no le convence el argumento, especialmente cuando las acciones se ejecutan sobre obras de elevada fama que no requieren, defiende, de este eco mediático, y sobre todo teme que, aunque hasta ahora las obras no han sufrido daños y los grupos ecologistas parecen saber lo que se hacen actuando sobre aquellas que tienen cristales protectores o limitándose a los marcos, “siempre puede haber fallos”.
Al respecto, Trinidad recuerda que la Venus del espejo fue apuñalada por una sufragista hace más de cien años y que la restauración de la obra se ha traducido en que los daños de entonces resulten imperceptibles ahora. “Se está produciendo un rechazo sistemático y un ninguneo a los activistas porque consideran que el foco de protesta está desenfocado, que no tiene que ser el patrimonio”, lamenta. La reflexión, defiende, debe trascender: “Cuando haya daños de verdad hablamos de qué es lo que ha pasado y qué es lo que puede pasar. Y a lo mejor cambiaremos los puntos de vista, o a lo mejor no; pero de momento eso no está pasando”, defiende. Ramírez-Blanco amplía la reflexión: “Quizás, si queremos ser fetichistas con los museos, deberíamos plantearnos quién los financia y ser más pijoteros con eso que con si se estropea el suelo o la pared”.
“Si la gente al pensar en las Majas piensa en el 1,5 y en el problema al que nos estamos enfrentando ahora mismo, al final merece la pena”, mantiene Alba
El ministro de Cultura, Miquel Iceta, interpelaba a los jóvenes “para terminar con los ataques a museos” exigiéndoles que no pusieran en riesgo “el patrimonio de todos”, y dando a entender que podrían intensificarse los controles de seguridad en los museos, algo que desde las propias instituciones genera rechazo. Ariadna Romans tiene un posicionamiento más conciliador que el ministro: “No me gustan estas acciones, pero las entiendo. No es una forma que yo comparta, pero entiendo que la frustración derive en buscar nuevas vías”, dice en referencia al desgaste de activistas climáticos ante la inacción institucional demostrado en sus textos académicos y al hecho de que estas acciones acercan el discurso de los activistas a un público “al que no llegan convocando manifestaciones”.
Patrimonio cultural
Conservación cultural El patrimonio de todos que sí está en peligro
Para Sam, cuando se habla de la acción en Las Majas inevitablemente se habla de la crisis climática. “Quizás no todo el mundo mencione el informe de emisiones, pero el tema está ahí”. Alba cuenta que recientemente le han preguntado si no le da reparo que se la conozca como “las chicas de las Majas”. “Si la gente al pensar en las Majas piensa en el 1,5 y en el problema al que nos estamos enfrentando ahora mismo, al final merece la pena”. Asegura que tiene miedo a lo que pueda pasar ahora, con un juicio convocado, pero más miedo le da, dice, el futuro que les espera.
Infantilizar la protesta
Cuando Sam se pegó a una de las Majas, su discurso, abucheado por quienes presenciaron la protesta, arrancaba de esta manera: “Mi nombre es Samuel y estoy aquí porque tengo pánico por la crisis climática”. La ecoansiedad es, afirma Alba, uno de los principales motivos que les llevó a pegarse en los marcos de las obras a pesar de las consecuencias que podían producirse. Ariadna Romans concreta que la ecoansiedad no es definida por quienes participan en el movimiento ecologista como únicamente el malestar que genera la certeza de que los recursos naturales se agotan y la supervivencia de la especie humana está en peligro, sino también del hecho de que no existe ya no solo una acción institucional, sino tampoco una conciencia social real de la situación de emergencia.
En este aspecto, la politóloga celebra que “estas nuevas generaciones estén haciendo directa o indirectamente mucha pedagogía, pues se han empapado de la necesidad de una justicia social” de una forma en la que ninguna otra generación lo ha hecho. “Dicen que no somos conscientes de lo que hacemos”, comentan Sam y Alba, “pero lo hemos pensado muy bien. Y si aun así lo hacemos es por el miedo que nos da lo que nos espera”.
“Tenemos que ser proactivos y escuchar a estas generaciones, debemos dejar de pensar que la falta de experiencia hace la ineptitud, porque quizás no sepan cómo implementar planes de sostenibilidad en las empresas y organizaciones, pero tienen la narrativa y esto es algo muy poderoso”, afirma Trinidad
Para Emma Trinidad, la manera en la que se respondió a la acción en las redes sociales, y que considera que en parte responde a factores como la juventud de las activistas, fue nefasta y fluctuaba entre la descalificación personal y la invalidación del discurso. Di Paula, por su parte, valora que esto tiene que ver con la constante criminalización que, percibe, padece la juventud: “Se nos critica por no hacer nada, y cuando hacemos algo se nos infantiliza”. Romans ejemplifica que una de las activistas entrevistadas para sus investigaciones académicas le confesó que su familia desacreditaba su activismo climático bajo la premisa de que “se preocupaba mucho por el planeta porque al no haber alcanzado la fase adulta todavía no tenía preocupaciones de verdad”. Para López de Uralde, esto responde a una tradición: la de “caricaturizar el activismo y restar importancia a las acciones, intentar quitarle credibilidad al discurso”.
Trinidad resume la cuestión del paternalismo en una urgencia: “Tenemos que ser proactivos y escuchar a estas generaciones, debemos dejar de pensar que la falta de experiencia hace la ineptitud, porque quizás las jóvenes activistas no tengan la experiencia técnica, no sepan cosas como por ejemplo cómo implementar planes de sostenibilidad en las empresas y organizaciones, pero tienen la narrativa y esto es algo muy poderoso”.
El papel de los museos
Laura Cano afirma sentirse afectada por el hecho de que todas las personas, del mundo cultural o no, que se han mostrado angustiadas por las recientes acciones en museos de colectivos ecologistas sean metidas en un mismo saco. Defender el patrimonio, expresa, no es exclusivo de una ideología política. No obstante, sí está de acuerdo en una cuestión que ha derivado del debate alrededor de estas acciones: los museos se tienen que posicionar en torno a la crisis climática si quieren ser significativos socialmente. “Es su deber como servicio público”, subraya. Emma Trinidad coincide con este enfoque: “En el siglo XXI, el museo no puede ser un espacio ajeno a los debates o a las inquietudes que tenga la sociedad del contexto en el que se inscribe”, sostiene. El museo, inciden, debe ser ante todo un espacio de diálogo, un lugar en el que hacer preguntas y buscar respuestas, pues son lugares que “no solo conservan objetos; conservan memoria”.
Mientras Ramírez-Blanco valora que “la idea de que el arte es elitista me parece más un estereotipo que una realidad”, Emma Trinidad sí coincide más con el discurso de los activistas que se pegaron a las Majas al considerar que estas instituciones, a día de hoy, a menudo no han conseguido romper las distancias con sus públicos. No solo eso: en los museos prevalecen multitud de prohibiciones, pero el hecho de que existan tiendas de merchandising o cafeterías dibuja a estos espacios, en opinión de la historiadora del arte, “como instituciones más enfocadas al consumo que al propio diálogo y estudio”.
“Es una metáfora interesante, porque si el museo es un lugar de conservación debería ser el primer interesado en conservar también las condiciones idóneas para la preservación de sus piezas, y cuestiones como la masificación de públicos o traslados de piezas en avión no son muy sostenibles”
De hecho, Trinidad se pregunta si la protesta, en parte, no señala a los museos como cómplices. “Se invierte cantidad de recursos económicos y materiales en exposiciones temporales carísimas, en préstamos de obras que vienen en aviones desde distintas partes del mundo…”, reflexiona. “Y es una metáfora interesante, porque si el museo es un lugar de conservación debería ser el primer interesado en conservar también las condiciones idóneas para la preservación de sus piezas, y cuestiones como la masificación de públicos o estos traslados no son muy sostenibles”. En la misma dirección señala Ramírez-Blanco cuando resume que, a su juicio, los museos deberían hacer una doble labor: repensarse a sí mismos desde un sentido de sostenibilidad y material —cómo emplean sus recursos energéticos y cuál es su financiación— y buscar estrategias relacionadas con contenidos, pues estas instituciones se prestan a “dar muchas lecturas interesantes de sus colecciones desde un sentido ecosocial”.
Para Cano, existen multitud de críticas que se pueden hacer en torno a la institución museística, todas ellas válidas; pero la crítica de la acción no va dirigida al museo, sino a otra cosa. Por eso no tiene claro cómo pueden influir estas protestas en el quehacer diario de las empresas que contaminan o de los gobiernos que establecen las medidas. Además de recordar que el funcionamiento en las instituciones más grandes dista del de otras más pequeña, Cano subraya que existen buenos ejemplos del papel de los museos en la lucha contra la crisis climática, reseñando la pervivencia de los museos comunitarios de países como México o ecomuseos como el de Río Caicena, en Córdoba.
Más allá del papel de instituciones concretas, el debate sobre si estas acciones resultan pertinentes para su cometido —frenar la crisis climática— sigue abierto. Establecer una relación directa entre las medidas que se tomen y se dejen de tomar y acciones disruptivas en museos como el del Prado resulta difícil. Aunque la amenaza de que la protesta escale está ahí, las fuentes consultadas coinciden en señalar que perciben más réplica de la protesta que la posibilidad de que vayan a más. Tanto Emma Trinidad como Julia Ramírez-Blanco vaticinan, eso sí, que la protesta será efímera, “tan efímera como los tiempos en los que vivimos donde los mensajes rápidamente se agotan y obligan a pasar a otro tipo de acciones, de medios o de formatos”, en palabras de la primera. Laura Cano se reafirma en su posicionamiento: hay que salvar el planeta, pero también el patrimonio. Tanto para Ariadna Torrens como para Iñaki Bárcenas el planteamiento, en cualquier caso, debe partir de una premisa relativa a los conceptos: no hay que salvar el planeta, hay que salvar a la humanidad. Al planeta, expresan, no hay que salvarlo; hay que dejar de matarlo.
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No hay arte sin humanidad, el verdadero patrimonio para la humanidad es la conservación de la vida, no el arte de las élites.
Veo el esfuerzo de querer en el reflector un asunto tan urgente como lo es el cambio climático, al activista lo podrás ignorar pero el vera como captar de nuevo tu atención
Felicidades por el artículo. Evita juicios de valor y expresa opiniones distintas con las que estar más o menos de acuerdo, pero que son diversos puntos de vista desde los que analizar estas acciones reivindicativas. Por mi parte, veo el arte y los museos -en general- como piezas de un negocio elitista que no siento como patrimonio que me pertenezca o represente. Me importa muy poco si se destruyen todos los cuadros existentes, aunque tampoco deseo que pase, pero sí que siento pánico y terror por la destrucción del planeta al que traje a un hijo. Mis prioridades están claras.
Seguimos analizando el dedo al microscopio pero la luna nos va a caer encima mientras lo hacemos.