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Maternidad
Criar sin morir en el intento
Cada vez somos más las mujeres que estamos solas, o casi, en la crianza. Entre los factores que influyen está la expansión del modelo de familia nuclear, una mal llamada conciliación, que los hombres ni de lejos se hayan incorporado al trabajo reproductivo en igualdad de condiciones y que no se implementen recursos públicos suficientes que aseguren cuidados de calidad.
¿Eres o has sido madre recientemente? ¿Te preocupa el bienestar de tu criatura? ¿Te sientes sola y sobrecargada? Pues tengo una mala noticia para ti: da igual qué prácticas ejecutes, o bajo qué corriente teórica te auspicies, si eres gonzalista o estivilista, si eres de biberón o de teta. Al convertirte en madre has pasado a coexistir bajo la mirada vigilante de un Gran Hermano que dará fe de ese instante en que metas la pata. Sí, amiga mía, no pienses que te vas a librar: tarde o temprano, tu hija, tu hijo, sufrirá algún problema, síndrome o carencia del que alguien (pediatra, maestra, psicólogo, trabajadora social, un pariente) te culpará. Y será una culpa especial, ya que estará teñida del color imborrable de la mala madre.
Y no es que quiera yo restar responsabilidades a las madres, ni a nadie, acerca de las necesidades no cubiertas de los niños y niñas. El bienestar de los menores es obviamente lo más prioritario, ya que ellos y ellas son las piezas más vulnerables de la ecuación de la crianza. Lo que quiero decir es que, más allá de responsables individuales, es el sistema de cuidados el que no se sostiene. Una persona sola (y ni siquiera dos) no puede criar a nadie, al menos no en condiciones dignas. Hace falta mucho más para llevar adelante una crianza.
No podemos sobrevivir sin las demás: alguien debe cuidar a quien cuida. Las mujeres tenemos derecho a no querer que el proceso de crianza se convierta en un camino de soledad, sufrimiento y renuncia
En esta sociedad, cada vez somos más las mujeres que estamos solas, o casi, en la crianza. Entre los factores que influyen está la expansión del modelo de familia nuclear, una mal llamada conciliación que siempre acaba corriendo a cuenta nuestra, el hecho de que los hombres ni de lejos se hayan incorporado a la realización del llamado trabajo reproductivo en igualdad de condiciones que nosotras y, lo que para mí es aún más importante, que no se implementen recursos públicos suficientes que aseguren cuidados de calidad. Ante esta situación, a menudo se recurre a trabajadoras, mujeres en aplastante mayoría, para realizar parte importante del trabajo de cuidados. Estas trabajadoras son por lo general mujeres migrantes y racializadas; y demasiado a menudo realizan su labor en condiciones precarias o de directa explotación. Así, dichas trabajadoras son el último eslabón de la cadena de un sistema de cuidados machista, pero también racista.
Pregunta lúcidamente Carolina del Olmo que dónde está su tribu. Aunque no me guste mucho lo de tribu, ya que me resuena demasiado a paraísos perdidos repletos de buenos salvajes a quienes un día descubrió el hombre blanco, aplaudo la idea que encierra, en el sentido de que ni las madres, ni nadie, podemos criar sin que nos sostenga lo que voy a llamar “comunidad cuidante”. Criar, digamos, sin morir en el intento. Porque no somos sujetos cartesianos autocontenidos y completos, ese sujeto individualista que tan fenomenal le viene al capitalismo. No podemos sobrevivir sin las demás: alguien debe cuidar a quien cuida. Las mujeres tenemos derecho a no querer que el proceso de crianza se convierta en un camino de soledad, sufrimiento y renuncia.
Mientras no eres madre no cumples el mandato de género, pero cuando pasas a serlo el grillete no no se suelta, sino que te oprime aún más. Es verdad que la maternidad te otorga un estatus nuevo, pero no es un estatus liberador
Por supuesto, lo que planteo no pretende ser universal, sólo hablo de lo que conozco. En mi contexto de mujer paya, europea, blanca, cis, de clase media, presuntamente heterosexual y habitante de una familia (muy) nuclear, las presiones hacia las mujeres son muy grandes. Entre otras cosas, desde niñas, a través de cientos de mensajes sutiles o explícitos, la maternidad se nos dibuja como destino indiscutible, lo que a veces hace difícil distinguir el propio deseo del mandato cultural. Sin embargo, una vez llegada al lugar del "ser madre", las exigencias no sólo no desaparecen, sino que se multiplican. Paradójicamente, mientras no eres madre no cumples el mandato de género, pero cuando pasas a serlo el grillete no sólo no se suelta, sino que te oprime aún más. Es verdad que la maternidad te otorga un estatus nuevo y más alto, pero no es un estatus liberador.
En mi breve devenir por mi maternidad, ya he entendido cómo el arrepentimiento maternal, del que tanto se ha hablado y que tanto ha escandalizado a raíz de la publicación de Orna Donath, no puede ser una excepción. A mi juicio, lo que resulta excepcional es no arrepentirse en ningún momento, el que nunca se te pase por la cabeza un "¡¿pero cómo se me habrá ocurrido a mí meterme en este jardín?!", al menos durante un instante de alguna madrugada de cansancio desesperado. No es una excepción aberrante, sólo la constatación de que esta sociedad nos deja solas y sobrecargadas ante la crianza. Porque criar en soledad, o en la semisoledad, es agotador y despierta muchísimas inseguridades. Es una exigencia desmedida que te cae encima como una losa, incluso aunque tu criatura sea un cielo y te brinde un montón de alegrías.
La mayor parte de los padres ni siquiera necesita excusas, porque su exigencia social está a años luz de la nuestra. Todavía, ver a un hombre con una criatura implica un pensamiento generalizado de que es todo un padrazo porque, pudiendo estar haciendo otras cosas, está al pie del cañón con su hijo/a
Sin embargo, los hombres-padres en el seno de las relaciones heteronormativas no necesitan arrepentirse. Históricamente, muchos hombres han huido, y huyen, directamente, ante la sobredosis de responsabilidad. Esta huida no tiene por qué ser tan estridente como el abandono del hogar, ya que existen otras posibilidades menos disruptivas, como refugiarse en el trabajo o en algún hobby absorbente. Pero la mayor parte de los padres ni siquiera necesita excusas, porque la exigencia social respecto a ellos está a años luz de la nuestra. Todavía, ver a un hombre con una criatura implica un pensamiento generalizado de que el tipo es todo un padrazo porque, pudiendo estar haciendo otras cosas, está ahí, al pie del cañón con su hijo/a. Y es que lo que hacen los hombres respecto a los cuidados se sigue evaluando desde el prisma de la no corresponsabilidad. Mientras tanto, se sobreentiende que las mujeres somos las que "naturalmente" estamos preparadas para criar, es más, nuestro destino vital se considera vinculado a la maternidad (el famoso instinto maternal). Así, desde esa naturalización, todo nuestro esfuerzo se da por hecho, por lo que, hagamos lo que hagamos, como mucho se considera “lo normal”.
Evidentemente, cambiar la sociedad y construir comunidades cuidantes no es labor de un día. De momento, quizás podríamos empezar por ampliar el foco al pensar la cuestión. Así, cuando cuando un niño o niña esté sufriendo un problema, o exista una posible negligencia o una atención inadecuada, podríamos pensar que quizás no sea su madre, o al menos no sólo, lo que falla. Falla todo un sistema de responsabilidades compartidas donde esa mujer es un eslabón fundamental, pero no el único. No deberíamos obviar que una madre es sólo una persona, limitada en sus capacidades, conocimientos y aptitudes. Dejemos entonces de exigirle cualidades heroicas. Como dice Marcela Lagarde, es urgente maternizar la sociedad y desmaternizarnos nosotras. Construyamos comunidades cuidantes de las que las mujeres podamos ser partícipes y no llaneras solitarias. Ampliemos el foco, abogando por una crianza mucho más allá de las madres y por unos cuidados mucho más allá de las mujeres.
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Fragmento del libro “Vértigo”, de Joanna Walsh (editorial Periférica):
MADRES JÓVENES
No es que fuéramos jóvenes, pues algunas de nosotras ya éramos mayores, lo suficiente para tener canas. Más bien era que nuestros hijos nos habían rejuvenecido. Ya en la juventud de nuestra joven maternidad nuestros hijos habían dado a luz a nuestra función. Apenas si fuimos conscientes de que habíamos nacido de ellos, desde luego no antes de que nos llamaran «la mamá de Connor» o «la mamá de Casey», pero nunca Juliet, ni Nell ni Amanda, al menos no lo fuimos durante años y, para entonces, ya nos habíamos saltado cuanto quedaba de nuestra edad adulta y simplemente éramos mayores.
Sin embargo, durante un tiempo fuimos jóvenes. Te podías dar cuenta de ello porque comprábamos cosas nuevas hechas de materiales nuevos. Nuestros objetos eran suaves, de plástico, de esquinas redondeadas, seguros: claramente diseñados para los más pequeños. Era preciso que nosotras, madres jóvenes, no nos hiriéramos, si bien la tentación era enorme. Se nos necesitaba y se necesitaban las cosas de plástico, de modo que nosotras, madres que nos habíamos convertido en nuestros propios hijos, no nos hiriéramos. Mira con qué paciencia nos enseñábamos a nosotras mismas a utilizar las cosas nuevas. Podríamos llamar a aquello educación.
La cosa no había empezado ahí, con nuestro nacimiento: nuestra juventud se remontaba más allá de aquello. Durante el embarazo ya llevábamos vestidos para bebés gigantes de dos años con cuellos de volantes que contrarrestaban nuestros barrigones de tienda de artículos de broma, estriados con lunares. Después de que naciéramos a nuestra nueva y joven maternidad, por puro pragmatismo, de nuestros pantalones brotaron innumerables bolsillos. El color caqui era el apropiado (manchas de grasa, manchas de té). Podías hacer cualquier barrabasada con ellos, estaban a prueba de suciedad. La lana era cálida y se ajustaba bien a aquellos cuerpos nuestros que ensanchaban. Nuestros zapatos eran planos para correr, para jugar. Los colores eran brillantes para que nuestros hijos no nos perdieran, para que no nos perdiéramos entre nosotras o a nosotras mismas por más que lo intentáramos.
Mira cómo cuidábamos de nuestros jóvenes seres, obsequiándonos con pequeños premios —tartas, vasos de zumo o copas de vino—, nunca en exceso. Si nos sorprendíamos llorando en un rincón, íbamos a consolarnos. Algunas veces nos dejábamos a solas para aprender un poquito a ser fuertes, pero siempre con un ojo atento. Sinceramente, estábamos bien cuidadas. Mira con qué prudencia nos adentrábamos en nuevos entornos: en nuestro primer día en la guardería puede que estuviéramos reacias, incluso llorosas, a que nos trataran como a una manada en virtud de nuestra situación y edad aproximada, pero recordamos los modales que nos habíamos enseñado: unas buenas nociones básicas. Al vernos abordándonos tímidamente las unas a las otras, observábamos con satisfacción, exhalando un suspiro de alivio.
Más adelante tuvimos que recordar cómo jugar.
Nosotras, madres jóvenes, cantábamos canciones infantiles. No las habíamos cantado en años. Se nos hacía difícil sentarnos en el suelo con las piernas cruzadas, luciendo camisas de colores llamativos y pantalones prácticos, cantando al unísono canciones que hablaban de cocodrilos con críos desplomados en nuestros regazos. No teníamos más para cantar.
Quizás en algún momento llegaste a pensar que podríamos haber inventado, para esta nueva generación, la novedad que se merecía. Pero estábamos agotadas. Quizás en algún momento pensaras que podríamos haberlo hecho, pero éramos demasiado pobres.
Al final de cada día, cuando nuestros hombres regresaban a casa, nosotras, madres jóvenes, ya estábamos agotadas. Éramos más jóvenes que nuestros críos, esos críos que nos habían dado a luz. Nuestros maridos se preguntaban cómo podían estar casados con semejantes crías. Cuando se acercaba la hora de irse a la cama, los hombres se arrellanaban frente al televisor para ver un programa de adultos. Nosotras, las madres, estábamos aterradas, no queríamos adentrarnos una vez más en aquella oscuridad interrumpida. Distraídas por los ruidos, embrujadas por cosas que centelleaban, nos arrullábamos para dormirnos, exhaustas, llorosas, diciéndonos a nosotras mismas que mañana todo iría bien.
Al día siguiente, en el parque infantil, observábamos a madres de mayor edad llevando tarteras y jerséis de repuesto a niños que quizás no habrían deseado semejantes cuidados maternales. Ellas se aseguraban de que los niños siguieran siendo niños. Y los niños, ignorándolas cortésmente, seguían dejando que las madres fueran madres, quién sabe con qué fines.
De la novela "La isla", de Aldous Huxley:
–¿Cuántos hogares tiene un niño palanés?
–Más o menos unos veinte, término medio.
–¿Veinte? ¡Dios mío!
–Todos pertenecemos –explicó Susila– a un CAM: un Club de Adopción Mutua. Todos los CAM están compuestos por quince a veinticinco parejas. Novios y novias recién elegidos, veteranos con niños en crecimiento, abuelos y bisabuelos … todos los miembros del club se adoptan entre sí. Aparte de nuestras propias relaciones consanguíneas, tenemos nuestra cuota de madres, padres, tíos y tías por delegación, hermanos y hermanas por delegación, hijos pequeños y adolescentes por delegación.
Will meneó la cabeza.
–Constituyen veinte familias donde antes sólo existía una.
–Pero lo que antes existía era su tipo de familia. Las veinte son todas de nuestro tipo. –Y como si leyera instrucciones de un libro de cocina, continuó–: “Tómese un esclavo asalariado sexualmente inepto, una mujer insatisfecha, dos o (si se prefiere) tres pequeños adictos a la televisión, hágase un encurtido con una mezcla de freudismo y cristianismo diluido; luego envásese herméticamente en un departamento de cuatro habitaciones y cocínese durante quince años en el jugo.” Nuestra receta es más bien distinta. “Tómese veinte parejas sexualmente satisfechas, con sus descendientes; agréguese ciencia, intuición y humorismo en cantidades iguales; embébase en budismo tántrico, y hiérvase indefinidamente en una olla abierta, al aire libre, sobre una viva llama de afecto.”
–¿Y qué surge de esa olla abierta? –preguntó él.
–Un tipo completamente distinto de familia. No excluyente, como las familias de ustedes, y no predestinada, no compulsiva: Una familia incluyente, impredestinada y voluntaria. Veinte parejas de padres y madres, ocho o nueve ex padres y madres, y cuarenta o cincuenta niños de todas las edades.
"Desocupar la maternidad":
http://www.pikaramagazine.com/2014/02/desocupar-la-maternidad/
"Por una crianza social":
https://elestadomental.com/diario/por-una-crianza-social