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Crisis climática
El momento de devolver la deuda ecológica
El concepto de Coste Social del Carbono (SCC) evalúa los costes sociales y económicos de emitir una tonelada más de CO2 en la atmósfera. Durante décadas este elemento ha podido ser obviado porque la desestabilización climática aún no era suficientemente evidente. Hoy es ineludible.
Wall Street es una manera de organizar la naturaleza
Jason W. Moore
En 1896 el físico y químico sueco Svante Arrhenius publicó un importante artículo científico en el que alertaba de la correlación entre el aumento del CO2 atmosférico y el aumento de la temperatura en el planeta. Arrhenius se refería especialmente a la actividad de los volcanes y en aquel entonces nadie pensó que las fábricas de Manchester, de las cuales Alexis de Tocqueville dijo que eran “sucias cañerías de las que fluía oro puro”, podían estar generando el mismo efecto.
Sin embargo, mientras Arrhenius escribía, la industria, máquinas y medios de transporte que funcionaban con combustibles fósiles como el carbón ya empezaban a llenar poco a poco la atmósfera terrestre, si bien sus consecuencias aún tardarían décadas en hacerse evidentes. Durante siglos la civilización fundada sobre los combustibles fósiles ha estado vaciando carbono de la tierra y bombeando carbono a la atmósfera, llenándola poco a poco. En pocos años estamos quemando los fósiles que se habían formado los últimos 440 millones de años. El capitalismo es una fuerza geológica, es por ello que algunos están empezando a hablar de la era de capitalceno.
Hace años las predicciones sobre el entonces llamado cambio climático señalaban fechas lejanas. “Yo ya no viviré para verlo” decían muchos. Pero en junio de 2019 una imagen sacudió al mundo: la de un trineo en Groenlandia surfeando un lago de agua
Recuerdo que hace años las predicciones sobre el entonces llamado cambio climático señalaban fechas lejanas: 2050, 2100. “Yo ya no viviré para verlo” decían muchos. Pero de repente, en junio de 2019 una imagen sacudió al mundo, seguro que la recordáis: la imagen de un trineo en Groenlandia surfeando un lago de agua. Hasta entonces las evidencias de la crisis climática se habían hecho poco visibles, pero en 2019 vimos cómo el suelo sobre el que se sostiene la sociedad capitalista se fundía bajo nuestros pies. El futuro está aquí, llamando a la puerta: ha llegado el momento de empezar a pagar la deuda ecológica.
El concepto de Coste Social del Carbono (SCC) evalúa los costes sociales y económicos de emitir una tonelada más de CO2 en la atmósfera. Durante décadas este elemento ha podido ser obviado porque la desestabilización climática aún no era suficientemente evidente. Hoy es ineludible. La lógica del crecimiento del propio capitalismo choca aquí consigo misma: la inversión de hoy es la crisis de mañana, el empleo depredador de recursos hoy es una apuesta segura del desempleo de mañana. Cada tonelada de CO2 emitida por un metabolismo insostenible generará mañana precariedad, desempleo, inundaciones, incendios de sexta generación y eventos climáticos extremos, pérdidas millonarias, destrucción de infraestructuras y de activos financieros, carestía de recursos básicos, plagas y pandemias. El crecimiento de hoy es en definitiva la crisis de mañana. Por primera vez en la historia vivimos insertados en la inmediatez.
El capitalismo siempre ha delegado al futuro los costes ecológicos de su propia lógica de acumulación. Hoy los costes son ya más que evidentes, es por ello que el capital busca posponer el pago de esta deuda pero este caso, como ha agotado el factor tiempo porque se ha vuelto inmediato, busca posponerlo en el espacio. La nueva carrera espacial no es más que una forma de refinanciación de esta deuda que ya se está empezando a pagar. Algunas de las personas más ricas del planeta, como Jeff Bezos o Elon Musk, están empeñadas en esta empresa. Si bien es cierto que mientras señalan el cielo construyen paraísos en la Tierra, mansiones bunkerizadas en sitios como Nueva Zelanda, donde resguardarse de los resultados de sus propias acciones. Tan convencidos de su particular utopía no deben de estar.
El decrecimiento será sí o sí. Pero será caótico, injusto y violento, como estamos empezando a experimentar con esta pandemia o las catástrofes climáticas en California, el Ártico, la Amazonia, India o Sudán. O será ordenado, justo y democrático
Se ha criticado mucho el decrecimiento, en parte porque se ha interpretado como una simple rebaja del PIB. El decrecimiento es la reducción del flujo global de energía y de recursos y es un horizonte ineludible, no solo como opción política sino como realidad material, entrópica, del capitalismo. El decrecimiento será sí o sí. Pero será caótico, injusto y violento, como estamos empezando a experimentar con esta pandemia o las catástrofes climáticas en California, el Ártico, la Amazonia, India o Sudán. O será ordenado, justo y democrático.
Hoy el mundo vuelve a dirimirse entre el fascismo y la revolución o, como decía el viejo adagio, entre la barbarie y el socialismo. Un socialismo renovado, ni desarrollista, ni autoritario, ni antropocéntrico, que no gire alrededor del trabajo asalariado, que compagine la socialización de la propiedad y la riqueza con formas de vida más frugales y sostenibles, centradas en los cuidados, que garantice los derechos fundamentales y la participación política a nivel planetario. Un socialismo que, como dice Reichmann, solo puede llegar en bicicleta.
Alexis de Tocqueville dijo que “estamos durmiendo sobre un volcán” para aludir a las tumultuosas fuerzas revolucionarias de 1848 que según él podrían minar el orden liberal. Hoy el volcán que está socavando todo orden, incluido el liberal, es el volcán de Arrhenius, una máquina de escupir sangre, lodo y CO2 y que está desestabilizando el clima hasta el borde de la sexta extinción masiva. Para calmar este volcán puede que se requiera, una vez más, de una revolución.
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Articulazo. La revolución requiere sacrificio solidario, por eso puede prender en aquellos lugares donde se mantiene un espíritu colectivo, como el Kurdistan o Chiapas. También requiere tener poco que perder (1789) o bien tener una base material estable (1968. Y requiere percibir un beneficio potencial mayor que el riesgo que se asume. Tal vez si la degradación es muy rápida nos permita vivenciar, en nuestras interfaz biológicamente cortoplacista, que no tenemos nada que perder excepto el final de las condiciones que permiten una vida digna, cuando no la vida a secas, y entonces si