Los leones del Congreso
Magnicidio: teoría de Sabag

El magnicidio nos hace sentir como un ordenador que alguien hubiera dejado encendido en una habitación repleta de libros viejos. Todo sigue impregnado de una enorme violencia que se extiende ahora sobre Brasil.
Marcha de apoyo a Cristina Fernández de Kirchner
Marcha de apoyo a Cristina Fernández de Kirchner en Córdoba. Foto de watch me now.
5 sep 2022 13:50

El novelista estadounidense Don DeLillo rescata como emblema de su novela Libra un párrafo de la correspondencia que Lee Harvey Oswald mantuvo con su hermano. “La felicidad no se basa en uno mismo, no consiste en tener una pequeña casa, en dar y recibir. La felicidad se consigue al participar en la lucha, en la que no existe una separación entre la vida personal y el mundo en general”. Supongo que este tipo de delirio es el que germinó en la mente de Fernando André Sabag Montiel cuando introdujo las cinco balas en el cargador de su pistola, caminaba por el lujoso barrio porteño de Recoleta, se confundía entre la multitud expectante ante un encuentro con la vicepresidenta argentina, apuntaba su pistola a la cabeza de Cristina Fernández de Kirchner e, incluso, cuando le bloquearon, entre la confusión de cuerpos y brazos que lo graparon después. La felicidad se consigue al participar en la lucha...

Después de la última acusación por corrupción, la vida de Cristina Fernández de Kirchner no volvería a ser igual. Sobre ella puede llegar a recaer un condena de 12 años de prisión. El intento de magnicidio ha elevado la división entre el peronismo y la derecha argentina de por sí fracturada. Un magnicidio siempre invita a la nostalgia. Acentúa el relieve de un árbol genealógico siniestro y cruel. Incluso mientras tiene lugar este magnicidio, se escuchan los disparos contra Ford, contra Reagan o Juan Pablo II. También retumban los nombres de Robert Kennedy, Martin Luther King, JFK y así hasta Lincoln o Prim, construyendo una siniestra mitología que nos llega hasta hoy como un eco sombrío.

Contemplamos la escena desde un teléfono móvil o desde la cámara de una televisión pública. El género y los rasgos de las personas que componen la muchedumbre carecen de importancia. Se escucha un “¡Cristina, te amo!” entre gritos y algarabía, mientras ella se acerca a los suyos, alegre, displicente y confiada. Son su pueblo, la masa, el soporte vital del que se compone el peronismo, esa sustancia eléctrica, informe, masiva, humilde, marginada, proletaria, alumbrada desde el siglo XX hasta nuestros días. Como espectadores de esta película, sentimos un extraño dejá vu encadenado al magnicidio de John Fitzgerald Kennedy desde el descapotable de Dallas, tras observar como irrumpe un brazo sosteniendo un arma. La imagen recuerda a esos tiburones que irrumpen desde el claustro de una ola y devoran a un despistado surfista. La diferencia principal entre la película super 8 de Abraham Zapruder y las imágenes emitidas durante la mañana del viernes tienen que ver con la perspectiva antes que con la calidad de la imagen. Nos hablan de la distancia existente entre el público, el arma y la víctima, nos hablan de la ausencia de secreto, todo es evidente, vertiginoso y visible. En el intento de asesinato de Kirchner, el crimen no conoce distancia, pero como en todo magnicidio desde la muerte de JFK, siempre que sucede se dibuja una geometría diabólica que nos compromete.

Resulta curioso permanecer inmóvil en un rincón y sentir el poder de la muerte desde una pantalla de ordenador, en una habitación a miles de kilómetros de distancia. Lo más relevante de la escena es ese instante en el que uno escucha el gatillo disparando un remolino de aire ante la frente de una mujer que divide un país en dos. Después, el sonido de los gritos y, a continuación, el del forcejeo. He visto la escena una docena de veces. Hay una extraña memoria sensorial y pulsante bajo la piel de cada hombre y mujer, participando de un acontecimiento presidido por el pánico. Probablemente Sabad intuyó que su cuerpo se había vuelto un objeto, un ente defensivo, aplacado, impedido, que añoraba una seguridad perdida, un orden que sólo él había codificado. La felicidad se consigue en la lucha, en la que no existe una separación entre la vida personal y el mundo en general.

El magnicidio nos hace sentir como un ordenador que alguien hubiera dejado encendido en una habitación repleta de libros viejos. Estoy escribiendo desde un escritorio, incorporándome a una nueva clase de soledad que presupone la certeza de que nadie me observa ni me escucha teclear este artículo. En el fondo, todo sigue impregnado de una enorme violencia que se extiende ahora sobre Brasil, donde están de elecciones y Lula ve cómo se encienden las alarmas. Basta abrir un digital o abrir una ventana en Youtube para poder ver el ejercicio y su fracaso, como si las imágenes desvelaran el oscuro deseo al que sirve la industria de la comunicación.

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