Libertades
La epidemia y la falta de reflejos de la izquierda

La vacunación ha agravado la infantilización de una población que se extasía ante cada noticia alentadora y se decepciona al descubrir que el remedio milagroso aún no ha llegado.
Pintada Coronavirus Pandemia
Pintada sobre el Covid-19, en Tetuán. David F. Sabadell

Cuando era inminente el estallido de la que pasaría a conocerse como Gran Guerra, o primera guerra mundial, o guerra de 1914, las principales organizaciones de izquierda de Francia y Alemania acordaron un pacto de no beligerancia, que consistiría en negarse a secundar el alistamiento de voluntarios, no votar los créditos de guerra e incluso llamar, por parte de algunos sectores, a la huelga general. Este consenso se derrumbó en unas horas y a ambos lados del Rin se impuso la “unidad sagrada” contra el enemigo (como se sabe, Dios tiende a bendecir las balas de todos los bandos en conflicto).

En Francia, sobre todo cuando Jean Jaurès, principal figura de la oposición a la guerra, murió asesinado por un ultra. En Alemania ni siquiera hizo falta eso, y el partido obrero más grande de Europa, el SPD, apoyó la política del partido militarista en el poder. Así se hundió la Segunda Internacional, y al menos 9 millones de personas murieron entre 1914 y 1918, y el viejo mundo desapareció de golpe, iniciando de paso una era de turbulencias que iba a acabar con casi todo lo que parecía sólido e inamovible.

No puede decirse que la izquierda de hoy hubiese previsto la posibilidad de una epidemia global como la de covid-19, pero la Organización Mundial de la Salud tenía su propio protocolo para pandemias de gripe, que durante el siglo XX causaron algunos de los peores estragos que se conocen (como las decenas de millones de muertos que causó la gripe española en todo el mundo, incluso en países como los Estados Unidos, que no habían vivido en su propio territorio la Gran Guerra). Este protocolo, de 2019, preveía ante todo medidas muy limitadas para contener el despliegue de la enfermedad, centradas sobre todo en la autolimitación de contactos y en la toma de ciertas medidas elementales (lavarse las manos con frecuencia o el uso de mascarillas en ciertos contextos muy precisos), entre las que el confinamiento ni se menciona. Pero al mismo tiempo preveía un balance constante de los costes que podía acarrear la prolongación en el tiempo de esas medidas, a veces discutibles éticamente –como el encierro de personas frágiles– y políticamente –ya que la OMS consideraba poco practicable la aceptación de un régimen largo de consignas draconianas–.

La acumulación de medidas coercitivas encaminadas a detener la propagación del virus ha situado el debate en los términos exclusivos de la seguridad y la vigilancia, que es el patrimonio de la derecha

En este último punto, como llevamos viendo desde febrero de 2020, la OMS se equivocó. No sólo se acepta con fe supersticiosa hasta la restricción más disparatada, como la de ponerse mascarilla en mitad de la playa, sino que además se asocia cualquier crítica de sus contrapartidas con el espantajo de la extrema derecha negacionista o conspiracionista. La izquierda en su conjunto ha hecho suyo este maniqueísmo, y asume que cuestionar las prohibiciones y obligaciones que han venido imponiéndose desde marzo de 2020 es cosa de magufos con un cucurucho de papel de aluminio en la cabeza. Así, lo normal es el pase sanitario, porque si uno quiere comerse el pincho de tortilla en el bar sólo tiene que vacunarse.

Planteado en estos términos, el debate es ridículo, claro. Pero uno se pregunta dónde estaba la izquierda cuando lo que se pulverizó de facto en unos pocos días fue el derecho de reunión, por ejemplo en Navarra y en las provincias vascongadas con la implantación en otoño de 2020, y hasta primavera de 2021, de limitaciones en el número de personas que se podían reunir, cierres perimetrales, toques de queda, cierres de locales juveniles y demás. O quizá sea que para la izquierda tecnófila consumidora de Zoom y Teams, lo normal para “reunirse” ahora es recurrir a los servicios de compañías telefónicas y de la luz, o de otras multinacionales como Microsoft o Apple.

Para quienes no lo hayan pensado antes, tal vez sea necesario explicar que existe una razón diferente para rechazar la vacuna, que no tiene nada que ver con el miedo a efectos secundarios o a la inoculación de nanorobots en la sangre por parte del gobierno en la sombra de los Illuminati (o de los reptilianos). Nos referimos a nuestro propio caso, que consideramos un no categórico a la política combinada de infantilización y represión que todas las fuerzas políticas, sociales y mediáticas han aceptado como buenas, con muy pocos matices, en los últimos 21 meses; y no pensamos que nuestra actitud sea más supersticiosa que la de quienes dan su visto bueno a todo lo que se decreta como medida científica para luchar contra el virus.

Resumiendo mucho, nuestra oposición a esta y otras medidas se basa en estos hechos: el confinamiento que empezó el 14 de marzo de 2020 no fue la consecuencia de una toma de conciencia generalizada sobre la gravedad de la epidemia sino, al contrario, una reacción de pánico del gobierno español, a imitación casi instantánea del francés, que quiso adelantarse así a una congestión de la sanidad pública para desembarazarse de responsabilidades. El encierro domiciliario durante mes y medio dio pie a una escalada de pánico, amplificado por los medios de comunicación y esas redes sociales que atraparon a tanta gente en el juego de “a ver quién aterroriza más a los amigos”, frente a la gravedad real de la epidemia, innegable pero en todo caso relativamente menor respecto a esas pandemias globales que preveía la OMS en su protocolo (la gripe española mató mucho más, y sobre todo a jóvenes e infantes).

El éxito que tuvo en el Reino de España, como en casi cualquier otro lugar, el discurso de la colectivización de la culpa a que dio pie el confinamiento ha marcado el resto de medidas que han venido después, sin que se hiciera nada realmente serio para restablecer una sanidad pública diezmada por décadas de políticas de rentabilidad, y que se han centrado en castigar a la población menos amenazada por el virus, al tiempo que se sepultaba en vida a los individuos más frágiles: los ancianos encerrados en residencias. Todo esto ha sido avalado por la izquierda en nombre de los cuidados.

Casi nadie parece haber observado que la acumulación de medidas coercitivas encaminadas a detener la propagación del virus ha situado el debate en los términos exclusivos de la seguridad y la vigilancia, que es el patrimonio de la derecha. Lo fulgurante de todos estos cambios demuestra cuán frágiles eran esos valores liberales que supuestamente constituían la base de las sociedades “democráticas”, y lo poco que la izquierda creía en ellos (por mucho que últimamente camufle su aversión prefiriendo tildarlos de “neoliberalismo”).

La salida a esta crisis, que será dolorosa por necesidad, no pasará por los remedios científicos, o lo hará sólo accesoriamente. Ni siquiera basta con denunciar los excesos más salvajes de las restricciones, desde esa policía que en marzo de 2020 se acreditó con un Máster en epidemiología a los despidos de miles de personas empleadas en la sanidad en vísperas de un nuevo repunte de la enfermedad. Lo que hace falta, aparte de una restauración urgente de esa sanidad tan deteriorada, es otra cosa, que no puede venir de las alturas, sino de más abajo: asumir que este rumbo es insoportable, sobre todo para los niños y jóvenes que, pese a estar mucho menos expuestos a la epidemia, están sufriendo con más dureza la acumulación de despropósitos sociales y sanitarios; y aprender a encarar como adultos el sufrimiento, sin olvidar nunca que hay culpables muy concretos de la actual situación de degradación de la sanidad pública en todas partes.

Es poco probable que se dé en los próximos meses semejante cambio en el estado de ánimo general, más orientado al espionaje del vecino y a la exhibición de la propia capacidad de sacrificio, especialmente cuando la izquierda ha integrado en su argumentario algo tan nocivo como es el “discurso de las víctimas”, lo que permite desautorizar, desde la perspectiva de la supremacía moral, cualquier crítica de las restricciones si se tiene algún familiar o amigo fallecido por Covid. A esto podríamos replicar que en la actualidad no existe ni una sola familia que no contenga ningún caso grave de deterioro mental por culpa del estado de emergencia y amenaza con que se nos aporrea constantemente, pero no vale la pena entrar en esa discusión: cuando el argumento principal es “yo sí que sufro”, no queda mucho más que decir, ni tiene sentido apelar a la razón.

La salida a esta crisis, que será dolorosa por necesidad, no pasará por los remedios científicos, o lo hará sólo accesoriamente

El mundo ya ha cambiado, y lo que lo ha trastornado no es un virus, sino nuestra anomia, cuyo último avatar, la campaña de vacunación, habrá agravado aún más la infantilización de una población que se extasía ante cada noticia potencialmente alentadora, para llevarse una decepción cuando descubre que el remedio milagroso aún no ha llegado y que va a haber que esperar un poco más, sólo un poquito más, antes del próximo chasco.

Y todo ello en medio del espectáculo de una competencia despiadada de todos los países para conseguir cuanto antes la dosis que permita una vuelta (efímera) a la tranquilidad. Pero la cuestión decisiva no es cuándo se comercializará el medicamento definitivo, sino cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar –en forma de depresiones, autoencierro tecnológico y desmantelamiento de la sanidad– en beneficio de unas restricciones cuya eficacia es, lo estamos viendo, discutible. A quienes piensen que lo que se debe hacer en estas condiciones es simplemente apretar los dientes y obedecer a todas las consignas que vayan cayendo “hasta que esto pase” para poder volver a las viejas certezas de la lucha de clases, la cuestión nacional o el combate contra el heteropatriarcado, sólo nos queda decirles esto: podéis esperar sentados.

Ander Berrojalbiz y Javier Rodríguez Hidalgo son autores de Los penúltimos días de la humanidad (Pepitas de Calabaza, 2021)

Archivado en: Salud Libertades
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R
29/12/2021 1:30

Magnífico.

En un contexto donde cualquier debate se simplifica según una lógica maniquea, hace falta alguien que se atreva a plantear que no todo es blanco o negro: también existe una amplia escala de grises de la que nadie habla.

Se puede tener una postura favorable en relación a aspectos como la vacunación y, sin embargo darse cuenta de que la única vía que se ha planteado a la hora de gestionar la pandemia es la de la represión, la coacción, el chantaje, la búsqueda de chivod expiatorios y, efectivamente, la infantilización de una población que, a estas alturas sólo sabe tomar medidas de autoprotección o de respeto hacia al prójimo si se le obliga y, preferentemente, si se le multa, sin entrar a valorar qué es mejor hacer en cada contexto ni su verdadera efectividad.

La aparentemente errática, pero probablemente calculada, actitud de nuestros gobernantes es una constante incitación a la esquizofrenia y la paranoia. En mi opinión, el "negacionismo" lo alimentan ellos, pero supongo que la inmensa mayoría de la población prefiere vivir de espaldas a lo obvio porque ser consciente de tanta iniquidad resulta francamente insoportable.

A día de hoy, yo no metería en el interior de un bar porque creo que, en la situación actual (alto riesgo de contagio en diciembre), no es oportuno; es mi decisión y no hace falta que nadie me lo prohíba... entre otras cosas, porque percibo que se trata del peor momento posible para acudir a pedir asistencia sanitaria. Lo que no deja de sorprenderme es que esa inmensa mayoría de la población que parece asumir con naturalidad la tutela y las restricciones considere al Gobierno Vasco legitimado para imponer, reprimir y castigar mientras trabaja incansablemente por colapsar la sanidad pública. ¿Nadie más que los autores de este artículo y una docena de lectores identifican al lobo guardando a las ovejas?

1
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R
29/12/2021 1:35

Elegí suscribirme a El Salto la valentía a la hora de abordar temas como éste (un auténtico tabú) con rigor y sin estridencias.

Eskerrik asko.

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ere mezu
25/12/2021 21:35

bravisimo la sintesis que habeis destilado, ya era hora de leer otro discurso mas alla de la estulticia de la profilaxis pandemica.

alguien recuerda cuando echabamos sosa caustica para desinfectar las calles

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