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Alimentación
La “dieta mediterránea” y sus vicisitudes en España
A mediados del siglo pasado, la ciencia se enfrentó al misterio de la elevada esperanza de vida en las regiones rurales de la Europa mediterránea. Pese a un nivel de vida y una infraestructura sanitaria comparativamente inferiores, sus habitantes vivían más que la media europea y tenían menos incidencia de enfermedades cardiovasculares. La razón se cifró en una dieta alta en vegetales y moderada en productos de origen animal. Una dieta no tan diferente a la de los antiguos griegos: consumo bajo de carne, moderado de lácteos y vino, moderado de pescado (más alto en zonas costeras) y alto de verduras, legumbres, frutas, cereales no refinados y aceite de oliva. El fisiólogo Ancel Keys fue el primero en formular la idea de una “dieta mediterránea”, que quedará asociada principalmente a los hábitos nutricionales de griegos e italianos a principios de los años sesenta. Un patrón milenario que, se argumentó, seguía hermanando a los países de la zona.
Mucho ha llovido desde entonces. Al no existir una base ideológica para esa dieta prodigiosa, que emergía de circunstancias de austeridad y pobreza, el Mediterráneo europeo incrementó su consumo de productos de origen animal hasta aventajar a países de Centroeuropa y Escandinavia. A la cabeza se encuentra hoy España, con el mayor consumo de carne y de pescado de los países con costa mediterránea. Ciertamente, se ha señalado que algunos aspectos de la dieta mediterránea no se adecuan realmente a la población española de los años cincuenta y sesenta: no se comían tantas frutas, verduras o pescado, sino más bien “cereales, patatas y legumbres”. Aunque había visitado España en 1951 y la contaba entre los países que seguían la dieta mediterránea, Keys no la estudió en su gran proyecto comparativo. ¿Quizá nunca fuimos completamente mediterráneos? De todos modos, nada nos fuerza a reivindicar esta dieta, después de más de medio siglo de cambios…
Y sin embargo, en pocos lugares es tan cacareada la supuesta dieta mediterránea. Tomaremos como ejemplo un producto en las antípodas nutricionales de este modelo: el jamón ibérico. Las exageraciones, mezcla de cursilería y soborno, son innumerables. Oímos que “no se entiende la dieta mediterránea sin este producto”; que es uno de los “alimentos básicos” de dicha dieta, al nivel del aceite de oliva; que está estrechamente “vinculado a entornos rurales, a la dieta mediterránea, a sus gentes y a unas prácticas ancestrales”... El actual ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación se opone a que se clasifique el jamón ibérico de acuerdo con su estatus nutricional, de nuevo asociándolo con productos de la dieta mediterránea, y considera “absolutamente fuera de lugar” la recomendación de reducir el actual consumo de carne. El director general de la Industria Alimentaria en dicho ministerio llegaba a afirmar que “no podemos entender la alimentación sin productos cárnicos”, en un evento donde se celebraba el crecimiento del consumo de carne en España.
Léase “dieta española actual” en lugar de “mediterránea” y todas las afirmaciones anteriores pudieran ser ciertas. Pero es evidente que, si este jamón es ibérico —y con celosa denominación de origen—, no puede ser mediterráneo, así, en general (por suerte para los mediterráneos, que son musulmanes en su mayoría). En todo caso, lo sería el consumo de carnes y fiambres, que, como vimos, es precisamente aquello por cuya escasez se define la “dieta mediterránea”, tal como fue descrita por Keys y sus sucesores.
“De hecho, el consumo de alimentos es hoy la principal fuente de los impactos ambientales que generan los habitantes de la UE”
En otras palabras: cuando realmente seguíamos una dieta mediterránea, o estábamos cerca de hacerlo, carecíamos de ideologías que la defendieran, y ahora, que la defendemos con uñas y dientes, no la reconoceríamos ni aunque nos mordiera. Aunque el giro dietético se empezó a producir en la década de los setenta, señalamos a nuestros adolescentes. Los homenajes populares a esta dieta nos hablan de morcilla y chuletón, y de pescado en Soria… En cierto sentido, somos todos un poco como aquel político sevillano que reivindicaba “la dieta mediterránea” con la foto de una especie de schnitzel refrito. O como aquel Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación que por un lado alaba la dieta mediterránea y por otro la llena de productos cárnicos. Un país con un elevado consumo de alimentos de origen animal jactándose de un modelo dietético que se caracteriza por el predominio vegetal. El propio Gobierno de España reconoce —en un párrafo remoto— “el abandono progresivo de la dieta mediterránea y el incremento del consumo de productos de origen animal, responsables del 80% de las emisiones asociadas a nuestra alimentación”. Y añaden: “De hecho, el consumo de alimentos es hoy la principal fuente de los impactos ambientales que generan los habitantes de la UE”.
Basta con preguntarse: a principios de los años sesenta, ¿qué comían mis padres o abuelos? Pues eso, nos guste o no, es lo que pudo inspirar el ideal de dieta mediterránea. Que fueran ellos mismos los que iniciaran la transición hacia esta otra dieta, que compite en consumo de productos animales con los países del norte, indica que no estaban muy al corriente de las bondades del régimen alimenticio en el que se habían criado. Nosotros, en cambio, queremos tenerlo todo: la misma dieta ultracárnica y un eslogan vacío que sugiere que en algún momento fuimos diferentes.