La utopía en actos
Reforma o revolución: Müntzer contra Lutero
A finales del siglo XVI, un ejército de campesinos se unió a Thomas Müntzer para buscar un verdadero cambio social en las regiones en que triunfó la Reforma.
A principios del siglo XVI, la Reforma provocó, en las regiones en las que triunfó, una profunda transformación de las relaciones de producción feudales, aunque cuidando con prudencia las jerarquías económicas. Los campesinos alemanes habían depositado muchas esperanzas en la nueva moral emancipadora que pregonaba el joven Martín Lutero. Pero la realidad es que se vieron privados de derechos consuetudinarios protectores y entendieron rápidamente que la sociedad de pequeños propietarios que Lutero les prometía no era más que un espejismo.
En cuanto los bienes del clero regular fueron confiscados, y las antiguas servidumbres abolidas, los príncipes protestantes impusieron al campesinado un nuevo avasallamiento, aún más implacable. Pues la nueva religión del norte de Europa era ante todo la religión del trabajo y la explotación. En adelante, el cristiano, según Lutero, únicamente se debía su salvación a sí mismo, por un acto de fe individual que lo ligaba a Dios como por contrato, pero con el yugo de una sociedad autoritaria regulada por un código moral rígido.
Para Lutero, la Iglesia reformada debía continuar unida al Estado y seguir siendo una policía de las almas. Confrontado a la vindicta de Roma, se había aliado con varios príncipes alemanes (Alemania estaba en aquel momento troceada en innumerables principados y ducados, constituyendo el santo imperio germánico), oportunamente convertidos a sus doctrinas, pues estaban deseosos de emanciparse de la tutela del papa y del emperador –según el principio “de tal soberano, tal religión”– para poder exprimir mejor a su propia población.
En sus inicios, la Reforma, que se había beneficiado tanto de la propagación de la imprenta, liberó por breve tiempo la palabra indócil y permitió a los agitadores milenaristas –largo tiempo confinados en la clandestinidad– expresarse públicamente. Pero sus ideas amenazaban de subversión a la Reforma misma: aspiraban a volver a las tradiciones igualitarias de los primeros cristianos, en los tiempos en los que la Iglesia de las catacumbas era una fuerza de emancipación que maldecía a los ricos y preconizaba el reparto de los bienes. La mayoría eran anabaptistas, es decir, opuestos al bautizo antes de la edad de razón. No se preocupaban por el emperador o los príncipes, por el papa o por Lutero, pues rechazaban someterse a cualquier poder. Planeaban instaurar una economía de tipo comunitario y autárquico. Al contrario que Lutero o Calvino, esos disidentes buscaban su salvación en la comunión permanente más que en la expiación permanente.
A ojos de la posteridad, el más célebre de esos predicadores radicales es Thomas Müntzer. En 1520, con 30 años, ese discípulo de Lutero fue nombrado predicador en Zwickau. La producción textil, principal actividad de esa ciudad sajona, estaba en crisis. Numerosos tejedores estaban en paro y se adherían en masa a las sectas milenaristas que prometían los fuegos del Apocalipsis para los curas, los nobles y los ricos mercaderes.
Müntzer denunció en sus sermones las torpezas y la hipocresía de los franciscanos locales, y tuvo que ceder su púlpito. Convertido en pastor de la parroquia popular de Sainte-Katherine, se convirtió en apóstol de los miserables y de los analfabetos. Mezclando ciertas doctrinas milenaristas con su luteranismo exacerbado, llamaba claramente a una revolución social. Lutero, que tenía otros proyectos bien distintos, le retiró su apoyo y, en la primavera de 1521, el consejo de la ciudad desterró a Müntzer.
Se marchó a Praga y rezó en las iglesias de la ciudad. En sus exhortaciones, desmesuradas y groseras hasta la extravagancia, pretendía haber sido designado por Dios para dirigir la lucha final que debería permitir el advenimiento del reino milenario de justicia y de paz sobre la Tierra. Antes de abandonar Praga, colocó en las puertas de las principales iglesias de la ciudad un curioso manifiesto que llamaba a la revuelta total contra la Iglesia de Roma.
Su errancia lo llevó a Allstedt, pequeño burgo de Sajonia donde consiguió un empleo de pastor. Sus arengas hicieron pronto de él el predicador más popular de la región. Miles de personas afluían desde lejos para escucharlo pregonar el gran cambio. Puso en marcha una sociedad secreta armada, la Liga de los Elegidos. Multiplicó los panfletos, cada vez más sediciosos e injuriosos, y publicó un violento ataque ad hominem contra Lutero, calificado de “carne sin espíritu que se pega la buena vida en Wittenberg”.
El elector de Sajonia, él mismo luterano, envió a Allstedt a su hermano y a otros dignatarios de su corte. Ante este areópago de poderosos, Müntzer profetizó una guerra inminente entre el demonio y la Liga de los Elegidos. Anunció una nueva Reforma, esta vez en beneficio de los pobres –primero en Sajonia, y después en el mundo entero–. Concluyó su diatriba amenazando a sus nobles auditores con la exterminación si no se unían a su ejército de justos.
Y después retomó sus peregrinaciones. Sus pasos lo llevaron a Mühlhausen, en Turingia, donde el agitador anabaptista Heinrich Pfeiffer dirigía su propia Liga de los Elegidos. Müntzer organizó una procesión turbulenta en las calles de la ciudad, pero los nobles y una compañía de mercenarios derrotaron a la muchedumbre y expulsaron a Müntzer y a Pfeiffer. Este y sus partisanos volvieron con más fuerza a Mühlhausen y tomaron el control de la ciudad, y Müntzer volvió a su vez en febrero de 1525. En marzo, los ciudadanos eligieron un “consejo eterno” y Müntzer fundó una milicia, la Liga Eterna de Dios. Pues, mientras tanto, había estallado una revuelta de los campesinos en el suroeste de Alemania que llegó hasta Turingia, y Müntzer contaba con liderarla.
Constatando que habían sido engañados por los príncipes, los pordioseros se levantaron masivamente en armas. No se trataba de un motín aislado, sino de un vasto movimiento insurreccional coordinado, que partía desde Suabia y se extendía desde Alsacia hasta Sajonia. Grupos de varios cientos, a veces miles de insurrectos, surcaban las carreteras, quemaban los conventos y los castillos. Alarmado, Lutero animó a los nobles a reprimir a las “bandas campesinas, saqueadoras y asesinas”: “Hay que destrozarlos, estrangularlos, degollarlos, en secreto y públicamente, ¡como se abate a los perros rabiosos!”. Y se afanó a partir de entonces en formular una justificación teológica para la nueva servidumbre.
Sin embargo, las reivindicaciones de los campesinos insurrectos estaban lejos de ser milenaristas aunque inevitablemente estaban teñidas de religión, como lo estaban los Doce artículos, el cuaderno de quejas que todos adoptaron como base de negociación. Apremiados por la miseria, exigían, además del derecho de designar a sus pastores, una reducción de impuestos, la libertad de cazar y de pescar y el restablecimiento de los derechos comunes sobre los pastos y los bosques.
Sus líderes no pretendían proclamar el muy abstracto reino milenario con el que soñaba Müntzer, pero no por ello este estaba menos exaltado con este levantamiento que le venía como anillo al dedo. Y, en efecto, los disturbios y guerras civiles que el protestantismo modernizador provocaba en Europa dejaban presagiar a esta alma exaltada un acontecimiento sobrenatural tan imposible como necesario. Müntzer y sus compañeros de lucha apostaron por el apocalipsis. Tomaron el Evangelio al pie de la letra y su sueño por una realidad inminente: la eclosión de un comunismo fraternal e igualitario tal y como estaba profetizado en textos sagrados que hacían referencia al peligroso agitador anarquista Jesús de Nazaret.
Müntzer multiplicó los correos que exhortaban a sus partisanos a que vinieran a echarle una mano. Numerosos fervientes revolucionarios fueron a Mühlhausen, entre los que se encontraba el predicador anabaptista Nicholas Storch y sus adeptos armados. Müntzer, Pfeiffer y Storch instauraron la comunidad de bienes bajo el pretexto de una disciplina colectiva necesaria para la defensa de una ciudad sitiada.
Durante la primera semana de mayo, un ejército de campesinos, formado por 10.000 hombres, se congregó en Frankenhausen a varias decenas de kilómetros de Mühlhausen. El 11, Müntzer se unió al ejército campesino con 300 de sus partidarios. Por su parte, los príncipes habían levantado a sus tropas, comandadas por el landgrave de Hesse, que marchó sin demora hacia el campo de los insurgentes. El 15, pasó a la ofensiva con 3.000 aguerridos soldados de infantería y 2.000 caballeros. Su ejército estaba, además, ampliamente equipado en artillería. Antes de lanzar el ataque, ofreció paz y perdón a los campesinos si le entregaban a Müntzer. Pero este último pronunció un discurso inflamado prometiendo parar los proyectiles de cañón. En ese instante, un arcoíris –símbolo que figuraba sobre el estandarte del ejército campesino– apareció en el cielo… Y los campesinos declinaron el magnánimo ofrecimiento del landgrave.
Mientras cantaban Veni Sancte Spiritus, la artillería de los príncipes abrió fuego y su caballería cargó, destrozando el ejército de campesinos. Cinco mil insurgentes murieron en el campo de batalla, 6.000 fueron capturados y ejecutados, mientras que los supervivientes se refugiaron en los bosques, acorralados como bestias malvadas.
Müntzer huyó y se escondió en un granero en el que unos bárbaros lo descubrieron y detuvieron. Tras una noche de torturas atroces, firmó una confesión en la que proporcionaba los nombres de los conjurados. Mühlhausen se rindió sin oponer la menor resistencia el 24 de mayo. El 26, Müntzer, Pfeiffer y la mayoría de los miembros del “consejo eterno” fueron decapitados en la plaza pública.
La guerra de los campesinos acabó penosamente en Frankenhausen, pero la masacre no había hecho más que empezar: las ejecuciones de anabaptistas y las matanzas de campesinos ensangrentaron el sur de Alemania durante largos meses, provocando más de 100.000 muertos. Lutero podía regocijarse (algo que hizo en un panfleto: Una historia terrible y un juicio divino contra Thomas Müntzer): tanto el pueblo bajo como los espíritus libres fueron sometidos a hierro y a fuego.
Es así, de hecho, como finalizaron a partir de entonces la mayor parte de los asaltos contra el feudalismo y el absolutismo que tuvieron lugar en Europa hasta el establecimiento más o menos asegurado de la democracia burguesa, tan dura con los pobres. En cuanto un antiguo despotismo era derribado, el campo de los poseedores se volvía contra sus aliados plebeyos de antaño, decidido a satisfacer sus únicos intereses. Para hacer esto, los nuevos amos siempre usaron, siguiendo el ejemplo de Lutero y de sus acólitos principescos, los mismos procedimientos del antiguo régimen: el anatema, la persecución y la represión sangrienta...
Y es así, también, como empezaron los tiempos modernos, por la inauguración brutal de un modo de explotación todavía más injusto e indigno que el sistema de tallas y corveas: la servidumbre voluntaria y sacralizada.
“Por ello están condenados esos sacerdotes que esconden la verdadera clave diciendo que esa vía es quimérica e insensata y pretendiendo que es absolutamente imposible. Esas gentes están desde ahora juzgadas y abocadas hasta los huesos a la condena eterna. ¿Por qué no debería condenarlos yo también? (Juan, 3). [...] Se precipitarán en el abismo de la cloaca infernal.
En cuanto al pueblo, en cambio, no dudo de él. ¡Ah, pobre multitud, tan justa y tan compasible, qué sedienta estás de la palabra de Dios! Es por ello que están atormentados por el espíritu del miedo a Dios hasta tal punto que la profecía de Jeremías se ha realizado realmente en ellos (Lamentaciones, 4,4): “Los hijos pidieron pan, pero no hay nadie que lo haya repartido”.
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