La utopía en actos
Londres, 1780: preludio de la toma de la Bastilla

Durante toda una semana, los desposeídos de Londres pusieron en jaque al aparato del Estado. 
Traducción: Gladys Martínez López
24 mar 2018 07:00

Londres era, bajo el reinado de Jorge III, la ciudad más grande y más poblada del mundo: negociantes y banqueros se enriquecían rápido, mientras que la gran mayoría de sus habitantes se pudría en la miseria sin perder su espíritu digno y luchador. Es con el nombre de un joven señor exaltado, lord George Gordon, como se bautizó una serie de disturbios que sumieron la capital del comercio mundial en la anarquía durante una semana en 1780.

Lord George Gordon había servido en la marina en Norteamérica cuando la Guerra de Independencia causaba estragos. Había recibido la influencia de las ideas republicanas de Franklin o Jefferson. Era un espíritu libre y original, y por tanto sospechoso a ojos de sus iguales, que consideraban a este excéntrico escocés un demagogo ambicioso.

Rechazó ocupar un escaño en la Cámara de los Lores, de la que, sin embargo, era miembro de derecho. Prefiriendo la unción del pueblo a los privilegios de su estirpe, intentó concurrir para un escaño en la Cámara de los Comunes: el de la circunscripción de Inverness, en el norte de Escocia. Se dirigía a las masas locales en gaélico, se mostraba en kilt, bailaba la giga y proporcionaba chicas y aguardiente a los rudos habitantes de las Highlands.

El papa y la Iglesia de Roma eran odiados por el pueblo, en cuyo seno prosperaban las sectas protestantes no conformistas 

Elegido, pero por otra circunscripción, tras extraños chanchullos propios del sistema electoral inicuo de la época, se lanzó como tribuno a un combate contra la aristocracia conservadora –su propia clase–, que pretendía ser el muro protector del trono y de la Iglesia anglicana, cuyos ricos prelados eran ampliamente sospechosos de criptocatolicismo. No obstante, el papa y la Iglesia de Roma eran odiados por el pueblo, en cuyo seno prosperaban las sectas protestantes no conformistas, herederas sosegadas de los ranters, cavadores y niveladores, que habían protagonizado las mejores jornadas de la revolución inglesa en el siglo anterior.

Lord Gordon se sirvió del sentimiento antipapista para lanzar un gran movimiento de protesta social destinado a barrer el Gobierno tory de lord North. El pretexto fue el voto por el Parlamento de una ley de tolerancia hacia el infame culto católico, ley cuyo primer objetivo, revestido de mentalidad abierta, era permitir a los mercenarios papistas, bávaros o irlandeses, combatir en las filas inglesas contra los colonos sublevados en Norteamérica, que gozaban de la simpatía de lord Gordon.

Lord Gordon hizo circular en todo el reino una petición exigiendo la revocación de esa ley. Percibiendo toda concesión a Roma como un ataque a la “libertad inglesa”, el pueblo bajo trabajador de las tiendas y los talleres de Londres se entusiasmó con esa iniciativa. El viernes 2 de junio de 1780, enarbolando escarapelas azules, se dirigieron en multitudinario cortejo al Parlamento para presentar la petición, enorme rollo en el que figuraban cientos de miles de firmas. La multitud era innumerable pero apacible, y hacía un calor asfixiante. La sed llenaba las tabernas de la ciudad. La cerveza, bebida que simbolizaba una vida “decente” y comunitaria por oposición a los finos vinos con los que se deleitaban los ricos y a los malos aguardientes con los que se aturdía la chusma, hacía cantar a la multitud himnos belicosos y milenaristas.

Cuando se aproxima el crepúsculo, es por tanto una masa de artesanos y de “mecánicos honrados” bastante “alegres” la que sitia el Parlamento de Westminster, defendido por un modesto destacamento de infantería y de caballería. Los miembros de la Cámara de los Lores no son queridos por este “populacho” ansioso de igualdad: los abuchean, los empujan, se burlan de su soberbia, golpean a varios de ellos, a algunos les roban el reloj o el sombrero… En cuanto a los miembros de la Cámara de los Comunes, son increpados y advertidos por los alborotadores contra toda complacencia con la “Gran Puta” de Roma-Babilonia.

Insensibles a la presión de la multitud, esos representantes de los grandes contribuyentes rechazan la petición de los partidarios de lord Gordon por aplastante mayoría. El pueblo gruñe y murmura, la tropa está nerviosa

En vano: sordos a los argumentos de lord Gordon e insensibles a la presión de la multitud, esos representantes de los grandes contribuyentes (que en prácticamente todo el reino son los únicos con derecho a voto) rechazan la petición de los partidarios de lord Gordon por aplastante mayoría. El pueblo gruñe y murmura, la tropa está nerviosa. Pero la multitud acaba por dispersarse como lord Gordon, que se siente superado por los acontecimientos, no cesa de suplicar. Y los formidables disturbios que la historia vistió con su nombre se hicieron sin su participación, bajo su mirada estupefacta de aprendiz de brujo.

Londres se levanta

Hacia la medianoche, las capillas de las embajadas bávaras y sardas son saqueadas e incendiadas: la revuelta ha comenzado. ¡Y qué revuelta! Durará una semana y tomará un giro insurreccional que no se ha vuelto a ver en Londres desde entonces.

En el siglo XVIII, el motín es la forma habitual y recurrente de protesta social en la Inglaterra del capitalismo industrial balbuceante. Pero, hasta aquí, la mayoría de esas explosiones de cólera fueron efímeras, muy localizadas e implicaban a un pequeño número de amotinados. El levantamiento de la plebe de 1780, sin embargo, duraría una semana en todo Londres y amenazaría peligrosamente al viejo aparato del Estado, poco preparado para afrontar las transformaciones de la era industrial naciente y los nuevos trastornos que provocaba.

Sucediendo a los bravos artesanos metodistas de la procesión antipapista, pobres sin fe ni ley surgen en la noche, desplegándose por miles desde tugurios, talleres sórdidos, burdeles y tabernas. Se burlan del papa y del rey, de los ritos y de la renta, del arte de gobernar y del de gestionar. Quieren cortar la lengua a los sermoneadores y morder la mano que les lanza las migajas de la expansión mercantil.

La revuelta se granjea éxitos durante tres días apoderándose de la calle: los esbirros derriban los muros, los ricos huyen al campo. Ningún burgués osa aventurarse fuera de su casa sin la escarapela azul en la solapa de la chaqueta. El poder congrega a sus tropas, dispersas en provincias. Dueña por el momento del campo de batalla, la plebe bebe, y mucho, celebrando sus hazañas.

Solo faltan los Sex Pistols para poner música a esta efervescencia destructora, esas espléndidas hogueras alimentadas por el encantador mobiliario rococó de las residencias patricias entregadas al saqueo

Soplones a las órdenes de los magistrados locales intentan distraer la atención utilizando el antipapismo de los insurrectos para fomentar dos días de pogromos antiirlandeses. Esos inmigrados miserables, que venden a un precio de ganga su mano de obra a las manufacturas, constituyen una distracción ideal tanto para el fanatismo calvinista como para la ciega venganza popular. Pero la maniobra no logra su objetivo. Los insurgentes prefieren por esta vez tomarla con los ricos de todas las confesiones. El sábado y el domingo el motín no para de extenderse, la anarquía se extiende a todos los barrios. Solo faltan los Sex Pistols para poner música a esta efervescencia destructora, esas espléndidas hogueras alimentadas por el encantador mobiliario rococó de las residencias patricias entregadas al saqueo.

El lunes 5 de junio, la “chusma” impone su ley. Los incendios se multiplican, iluminando el cielo nocturno de la capital. El éxodo de los pudientes continúa. El martes, los palacios del rey son sitiados; las casas de los jueces, abandonadas, son saqueadas. La gran y siniestra prisión de Newgate es atacada por una inmensa multitud y los prisioneros son liberados antes de que el edificio quede reducido a cenizas. Esta toma de la Bastilla a la inglesa, empequeñecida por la historia oficial, inspirará al poeta y grabador William Blake, que participó en ella:

Y el alma encadenada, confinada en los suspiros y la oscuridad,
Ella cuyo rostro en treinta años de extenuación no ha visto una sonrisa,
Que se alce y mire fuera; sus cadenas ya no la retienen,
Las puertas de su calabozo están abiertas de par en par…

Mientras los calabozos se vacían, lord Gordon y su ideal de razón, sus sueños de reformas, su carrera de tribuno son enviados al olvido de la historia. De sus ambiciones, de su empresa política, no queda más que la escarapela azul, signo de unión de los insurgentes. Tras la destrucción de Newgate, otras prisiones son tomadas al asalto: todos los prisioneros de Londres se dan a la fuga bajo los vivas de la multitud liberadora. El proletariado de los tiempos modernos, recién salido del limbo, ya está en pie, y parece decir a la cara de los señores asustados esta imprecación del ranter Abiezer Coppe:

Vengo como un ladrón en la noche, mi espada tendida en la mano, y como el ladrón que soy, digo: ‘Entrega tu bolsa, ¡entrégala!, granuja, o te corto la garganta… Digo: ‘Dala a los pordioseros, a los ladrones, a las putas, a los rateros, que son carne de tu carne y no son menos que tú, ellos que están dispuestos a morir de hambre en cárceles pestilentes y calabozos inmundos… Tened todas las cosas en común, si no el flagelo de dios se abatirá sobre todo lo que tenéis para podrirlo y consumirlo.

En la noche del martes al miércoles le toca a la vivienda del primer magistrado del Reino, Lord Mansfield, ser saqueada e incendiada mientras la fiesta sigue como si no fuera a parar nunca. Hay que resaltar que, a pesar de su frenesí, la insurrección hasta este momento no había provocado la muerte de ninguna persona, o casi.

Desde el día siguiente, numerosas tropas, convocadas in extremis por el rey, llegan de las provincias para tomar Londres. La plebe continúa con sus destrucciones y se prepara para el combate decisivo. Los más exaltados han decidido intentar el asalto del siglo: destruir el Banco de Inglaterra y saquear el barrio financiero, la City. Por la tarde lanzan tres asaltos contra esta “sinagoga de Satán”, como la llaman. Tres veces chocan contra tropas mejor armadas, frescas y dispuestas, mientras que para los insurgentes la fiesta dura ya seis días y el cansancio es palpable.

Mientras tanto, un grupo de sedientos irrumpe en la destilería de ginebra. Revientan cubas y beben a lengüetazos el aguardiente que chorrea de ellas. Mala decisión, pues el brebaje no estaba rectificado: muchos mueren en el momento. El desamparo y el horror se imponen a medida que las tropas recuperan el terreno perdido al precio de espantosas masacres. Por cientos, los pobres son atravesados con sables y fusilados, o colgados en las esquinas de las calles en virtud de una justicia militar expeditiva. La banca está a salvo, la City respira y Babilonia se pavonea. Para los insurgentes, la fiesta se transforma en masacre. Los pobres son acorralados, diezmados, noqueados. La resaca será larga y dolorosa.

Una década más tarde, los sans-culottes parisinos retomarán la antorcha de los vencedores de Newgate. Pero esta vez la plebe se alió con los intelectuales más críticos hacia el antiguo mundo, para barrerlo a su paso y proclamar la igualdad. Para la clase dirigente inglesa se trató de un aviso muy serio. El fulgor de los disturbios puso de relieve las deficiencias del sistema penal. Había, pues, que reforzarlo para vigilar mejor al pueblo bajo y castigar mejor su indocilidad.

En cuanto a lord Gordon, fue arrestado tras los disturbios. Se arriesgaba a ser colgado por “alta traición”. Pero el miedo a proporcionar mártires a las multitudes protestantes le valió la clemencia de los jueces y una pronta liberación. El establishment esperó seis años para vengarse sin ruido de ese “traidor social” que se negaba a empolvar su melena pelirroja y frecuentaba a las gentes pobres. Perseguido por haber defendido en un panfleto a los detenidos de Newgate –rápidamente reconstruida a peor–, acabó sus días en 1793 en una celda de esa prisión que había sido incendiada al grito de “¡Gordon y libertad!”.


La toma de Newgate
A las ocho de la noche, prenden fuego al pabellón de los carceleros, abriendo así una gran brecha en la formidable fortaleza. Según un testigo ocular, los amotinados, “decididos a forzarla, rompieron las puertas con palancas y otros instrumentos, y subieron al tejado del pabellón celular que une las dos alas donde están confinados los presidiarios […]. Rompieron el tejado, desgarraron la estructura y bajaron por medio de escaleras. Ni el mismísimo Orfeo tuvo nunca tanto valor ni tanta suerte; estaban rodeados de llamas por todas partes, y se esperaba que apareciera un cuerpo de tropas en cualquier momento, pero despreciaban todos los peligros”.

El primer liberador que penetra en la prisión se llama Tom Haycock. A los jueces que lo interrogaron sobre los móviles de su participación en la toma de Newgate, les respondió sencillamente: “¡La Causa!”. ¿Pero cuál es esta causa? “Al alba no debía quedar una sola prisión en Londres!”.

Los demoledores que adoptaron este programa sitiaron con confianza el edificio, que algunos conocían de sobra, y antes que nada forzaron las puertas de las celdas y sacaron a los presos, que fueron ovacionados por la multitud a medida que iban saliendo del horno. Les rindieron honores y se pavonearon con ellos al ritmo de las cadenas que todavía llevan en los pies. Antes de dejarles mezclarse con el inmenso tropel, les acompañaron hasta las herrerías del vecindario para quitarles los grilletes. Trescientos proletarios, deudores o “maleantes”, entre los que había tres que iban a ser ahorcados al día siguiente, recuperaron así la libertad mientras sus liberadores, encaramados a los muros de la cárcel, asistían extasiados al incendio. Como para atizarlo, algunos orinaban sobre el horno mientras proferían, entre dos blasfemias, “espantosos juramentos”. En la parte inferior de los muros, un gran baile desenfrenado celebraba la destrucción en curso. La ginebra y el vino confiscados a los carceleros, con los que hacían grandes negocios entre los reclusos, fueron distribuidos a cubos entre la multitud.

*Extracto de Bello como una prisión en llamas (Pepitas de Calabaza, 2012), traducción de Federico Corriente.
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#11815
24/3/2018 18:55

Lástima que Jack London no fuera más que un mocoso en esa época. Si, en vez de un siglo más tarde (1902) hubiera sido enviado a Londres como cronista en esos días nos habría dejado un relato tan crudo y apasionado como el que escribió en su inmerecidamente desconocido "Gente del abismo". Lo que London se encontró y relata con pasión en el citado libro puede ser muy posiblemente consecuencia del fracaso de la insurgencia aquí extractada. Tomo nota del libro y la editorial, es una parte de la historia contemporánea que merece ser revelada y contada. De ahí, de los albores de la revolución industrial nacen muchos de los problemas que hoy padecemos. Gracias a El Salto y al autor por este artículo

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#11799
24/3/2018 18:12

Cuidado con las correcciones asistidas. Primer párrafo: "podría" por "pudría". (Sigo leyendo, está interesante...)

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