El robot y los españoles

La inteligencia artificial lleva décadas entre nosotros. Un puñado de obras trazan el camino de un simple robot hacia la españolidad.

Robots Yeyei Gómez
Yeyei Gómez Ilustración hecha para El Salto.
5 jul 2017 16:32

Es algo personal. Llevo toda la vida esperando que suceda en la realidad lo que he leído en los libros y visto en el cine. Después de tanta ciencia ficción y películas de tiros y explosiones, mis expectativas de futuro eran el fin del mundo y la invasión de las máquinas, con vistas a interesantes novedades como los viajes interplanetarios. Vamos, que yo esperaba que en 2017, de haber sobrevivido al supuesto apocalipsis y las diferentes políticas económicas, viviera en esta misma distopía, pero rodeada de simpáticos camareros androides, descerebrados cíborgs policías y parlanchines taxistas robots. No niego que a veces estas demandas mecánicas parece que son ya una dura realidad, pero se trata de un fenómeno totalmente ajeno al desarrollo de la tecnología. No nos han invadido los brutos mecánicos del Doctor Infierno, ni siquiera un mad doctor a lo Eddie Constantine ha sacado a la calle sus autómatas asesinos (Las cartas boca arriba, de Jess Franco, 1967).

Yo misma me he imaginado en este presente del futuro dotada de algunos biodispositivos que me hicieran la vida, si no más fácil, al menos más entretenida. Qué sé yo, un canal temático implantado en el ojo, un cerebro artificial conectado por USB… Pero no, los únicos robots con los que interactúo a diario siguen siendo mi computador, la picadora Moulinex, el móvil y una tele que se vendía como “muy inteligente”, pero que cuando se queda sin pilas el mando a distancia provoca una disfunción en el universo. Ah, bueno, y la estrella de mi parque positrónico: una lanzadera aspirador Vileda de segunda mano (cambio de un perrito robot versión 1.0, regalo de Reyes, que lo más que tenía en común con la realidad era un Tamagochi).

Madrid tampoco parece esa ciudad del futuro con la que he soñado tantas veces. Nadie la ha visto, pero la película Madrid en el año 2000, de Roberto Noriega, rodada en 1925, era una fantasía sci-fi que presentaba, con telones y efectos de teatro mágico, el Manzanares convertido en un río navegable con grandes barcos llegados por el Atlántico. Los lavaderos de las riberas de San Isidro eran metamorfoseados en elegantes playas, contiguas a las instalaciones de un puerto de nivel internacional. Ya sé que suena a chiste centralista, pero la idea de hacer navegable el Manzanares y conectar Madrid con Lisboa, con el Cantábrico o el Guadalquivir, es un proyecto que llevan acariciando desde hace siglos varios científicos y gobernantes chiflados.

Tampoco se rían mucho, que el admirado alcalde Ruiz Gallardón, en una toma de decisiones tan propia de su visión austera y orgánica de la política, decidió todo lo contrario. Mientras dejaba en ruinas la ciudad con un ejército de máquinas y mano de obra muy barata, enterró un poquito más nuestro ridículo riachuelo.

En zarzuelas que mezclaban lo costumbrista y la literatura de anticipación (¿no han ido las dos cosas siempre juntas?), El siglo que viene, (1876) y La vida es soplo (1881), los personajes permanecen hibernados en latas de conservas, y despiertan en 1976, donde descubren las maravillas que cualquier persona del foro hubiera esperado: la Puerta del Sol, de nuevo, es un puerto de mar, y la gente vive en miniapartamento provistos de ingenios automáticos. Los madrileños se pueden transplantar con toda comodidad la cara, viajar a enormes velocidades por el cielo y comunicarse mediante una especie de internet castiza.

Pues nada de eso. La capital, vista desde mi altillo del sureste, hace cada día regresión al pasado en infraestructuras, mobiliario y personas: todas somos más viejas, menos urbanas y estamos como más salvajes. Almas de metal, quizá, pero el exterior… Aunque tampoco se libran en las zonas nobles.

Los comercios y espacios para turistas, en lugar de supersónicos, como El hotel eléctrico (1908), de Segundo de Chomón, cada vez son más rancios. Un tío con chiva del XIX te peina en una silla de dentista rescatada del trapero. Eso sí, la tarifa se eleva a muchos créditos. Bueno, esto lo puedo entender como capricho de economías camp, propio de criaturas poco evolucionadas, pero lo del pan siglo XXI le parece un poquito irritante a esta cabeza hueca. No es que las tahonas hayan mutado en cocinas del espacio, esas que tenían las criadas de los militares de Torrejón en la fantasía retrógrada-futurista Las que tienen que servir, de don Alfonso Paso, sino que el concepto de tahona ha sido sustituido por una ucronía de hornos microondas y masas de chicle. Vosotras lo llamáis steampunk, pero a eso y a las panaderías “tradicionales”, con dependientes con las mismas barbas decimonónicas y las pistolas a cuatro euros, yo lo llamo picaresca de toda la vida.

Mi razonamiento iba en la dirección contraria, para variar. Yo creía que pronto los robots los fabricaríamos nosotros, la selecta tropa de productores del sector secundario de Zentropa. Pero no. Somos, de hecho, uno de los países más robotizados del mundo y hay muchísimo emprendedor en el campo de la automatización, pero las piezas, los brazos que fabrican coches o te operan el corazón, las siguen trayendo de Alemania, como quien dice. En mi ingenuidad esperaba que las máquinas nacieran en superfábricas, tipo la Peugeot de Villaverde, pero resulta que el diseño y fabricación de robots a nivel nacional es patrimonio de concursos infantiles o de proyectos universitarios y sí, de cantidad de empresas de cacharros enfocadas al sector servicios. No sé si alguien se acuerda del Cyber-Torero y el Robotaurus que diseñaron en la Politécnica y ganaron un concurso. Yo también fui disparada a ver si habían fabricado un C3PO vestido de luces, con el deseado efecto cómico, pero se trataba de una maquinita con sensores y brazos que imitaba los amanerados movimientos de estos artistas.

Es injusto generalizar, con los avanzados diseños que los expertos españoles en robótica deben estar haciendo en sus laboratorios de ciudades extranjeras, pero cuando aparecen estas noticias, siempre pienso en la cajita láser parlante de la película Oscar, Kina y el láser (José María Blanco, 1977. Mucho más entretenida y digna de lo que sugiere en un principio) y en el robot malo de Supersonic Man (1979), el clásico psicotrónico de Juan Piquer Simón, un mazacote clavado a los juguetes de hojalata de los años 50, pero de cartón y aluminio. Una pena que se haya perdido el corto que el escritor y guionista Antonio Lara, ‘Tono’ rodó en los años 60, sobre todo, El robot embustero (1966), adaptación, no se lo van a creer, de un cuento de Asimov (Liar!).

Las muestras más sofisticadas de robots de otros países solo llegan a los salones de congresos, e imagino, a aquellos hogares españoles que ya estén en un nivel superior de hiperconectividad y visión digital del mundo. No sé por qué, pero no me han venido a la cabeza la Zarzuela y la Moncloa como ejemplos de residencias de esta clase, equipadas con cíborgs, hologramas y herramientas ultramodernas. Me cuesta imaginarlo, con lo que les gusta a nuestros dirigentes la mansión de campo antigua y todos los conceptos derivados de ella.

Mi visión de la Feria del Robot, con los pabellones de la Casa de Campo rehabilitados en modernas instalaciones donde celebrar las War Robots entre distintos pueblos o peñas, deber haberse quedado traspapelada en el cajón de proyectos para Madrid, Ciudad Cultural Europea 1992, con los planos de la Esfera Armilar. La remodelación que hicieron entonces del Parque Juan Carlos I, en Barajas, incluía una serie de esculturas de gran tamaño. Entre ellas, los medios y los propios comisarios de la iniciativa hablaban con orgullo de varios robots gigantes encargados al escultor Paul Hoeydonck, el que tiene una instalación en la luna. Pues igual, resulta que las criaturas metálicas no simulaban robots, solo cíborgs-ventiladores de aspas de gran tamaño. Aviso que el efecto, como el de la mayoría de las piezas de este parque, puede causar bastante impacto en una mente poco automatizada para la consideración de la chatarra y el art brut.

¿Es probable entonces ese mundo transformado por una maravillosa raza de inteligencia artificial? Bueno, con la cantidad de paro y droga que hay, lo tenemos muy complicado… Seamos optimistas. Espero que dentro de poco el trabajo para esclavos y la precariedad laboral hayan desaparecido con un reajuste firme de la humanidad, y una generación de robots, de apariencia imponente y razonamiento impecable, gobierne con mano de hierro lo poco que quede.

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