Honduras
Honduras, el país que sembró Berta Cáceres

Honduras heredó del narcogobierno de Juan Orlando Hernández la violencia que ejercen de forma estructural la Policía, el Ejército, las maras y los sicarios contratados por las empresas para matar a líderes ambientales.

El avión despega rumbo a San Pedro Sula. Ciudad al norte de Honduras, una de las más violentas del mundo. Alboan ha invitado a un grupo de comunicadoras de diversos medios a conocer el país. Concretamente, los conflictos sociales y políticos. Es la ONG de los jesuitas y en Honduras las creencias son abundantes: muchos creen en Estados Unidos, bastantes en Berta Cáceres y todos, o casi todos, en el Jesús de la iglesia católica, en el de la evangélica o en los espíritus de los ancestros. En lo que cuesta confiar, después de trece años de narcogobierno (2009-2022), es en los políticos y en un Estado que no proporciona lo básico.

El anciano que dos noches a la semana custodia el hotel lleva un trabuco. A sus 73 años no tiene dientes ni pensión. Cobra unas monedas que le permiten ir tirando. Cuando la noche cae, cierra las puertas amuralladas, activa el sistema de videovigilancia y saca el arma a pasear. Todo está destartalado. Menos el gallo, que de dos a cinco de la madrugada canta con vigor, como el resto de aves. La noche en el trópico es cálida y sonora.

Teóricamente, aparte de las bestias, no debería escucharse nada más. Honduras vive en estado de excepción desde diciembre de 2022. La presidenta Xiomara Castro pertenece al partido más a la izquierda que podía salir electo tras la narcodictadura, el Partido Libre, y decretó la medida para tratar de disminuir la tasa de violencia de las maras. En esta zona, a las 22 horas es el toque de queda que ya nadie cumple de un marco legal que permite allanamientos domiciliarios sin orden judicial y controles constantes en las carreteras. Hasta la fecha, la Policía asegura haberse incautado de 12.000 armas. De los desaparecidos no se hace cargo, tampoco del resto de vulneraciones de derechos humanos.

Honduras heredó del narcogobierno de Juan Orlando Hernández la violencia que ejercen de forma estructural la Policía, el Ejército, las maras y los sicarios contratados por las empresas para matar a líderes ambientales. El golpe de Estado de 2009 también legó rutas de paso para la cocaína —a menudo embutida en los úteros de las vacas exportadas a Estados Unidos—, la reactivación de proyectos extractivistas con licencias mineras concedidas ilegalmente a la familia Facussé y fuertes lazos políticos con El Salvador de Nayib Bukele.

Las maras salvadoreñas se expandieron y se dividen los barrios de Honduras. Provocan sentimientos ambivalentes en la población, desde el miedo a una falsa seguridad. Los vecinos pueden llegar a sentirse protegidos cuando una mara conquista un barrio: las pandillas rivales no volverán a entrar, lo cual implica una tregua de disparos y balas perdidas. A cambio, empieza la extorsión a los vecinos y el reclutamiento de niños. A la extorsión la llaman el “impuesto de guerra” y lo debe pagar todo aquel que genere dinero. A los críos los captan desde los siete u ocho años de edad y los convierten en “banderines”. Por algo bonito o algo de comer, vigilan las esquinas: quién entra, quién sale, adónde va. La Policía finge desbaratar maras empleando violencia extrema contra los jóvenes. “Temo más a la Policía que a las maras”, asegura una madre en la Fundación Paso a Paso, donde sus hijos pasan las tardes para evitar que acaben en la MS13 o Barrio 18. Viven en el barrio Rivera Hernández. No quiere que sus hijos se dediquen a extorsionar y aún le asusta más encontrar el cuerpo de su pequeño en un descampado cerca de la comisaría. Esa es su ambivalencia.

Lleva tiempo entender todas las violencias que sacuden a la población y cómo interactúan. Se rozan, haciéndose fuertes, acabando impunes. El coche atraviesa ahora El Carmen. “Aquí no entra ni la Cruz Roja”, explica resignada Katerin Noemí Andino. Necesitaba asistencia sanitaria y les llamó, “pero no quisieron venir”, añade. Andino creía en Estados Unidos. Pagó 16.000 dólares por una plaza en una furgoneta en la que viajaban 13 personas que esperaban cruzar la frontera de Estados Unidos. Una rueda estalló y todos murieron excepto ella, que quedó inmóvil de cintura hacia abajo. Fue deportada a casa, a un país sin sanidad y con una Cruz Roja que no pisa su barrio, y del que ella no puede salir. La cuidan su hermana y su madre. Andino lleva dos años mirando por la ventana, quiere hacer bisutería y venderla por internet. Ganar algo de dinero, escapar de la extorsión de las maras con un comercio online, alimentar a sus hijos. Ya no teme a nada, abre las puertas de su estrecha casa y cuenta su historia.

Estados Unidos, tierra prometida

Ninguna periodista se atreve a preguntarle cómo reunió 16.000 dólares en el país donde la pobreza alcanza al 73% de la población, según las estadísticas más fiables. En la Gran Estación de Autobuses de San Pedro Sula, donde arrancaron las grandes caravanas migratorias a pie en 2018 y 2019, las asociaciones que distribuyen kits de supervivencia —frutos secos, galletas, compresas, pañales— aportan datos que ayudan a entender: “La migración se ha convertido en un negocio y en el principal ingreso de Honduras a través de las remesas, que en 2023 alcanzaron los 9.177 millones de dólares”, explica Gerardo Chávez durante el reparto de kits.

Estados Unidos es el primer destino: allí viven algo más de un millón. España es el segundo, con 130.000. Honduras tiene una población de 10,4 millones de habitantes. Es decir, uno de cada doce hondureños vive en Estados Unidos. Son los que, acumulando dos o tres trabajos, redondean los sueldos de quienes se han quedado en casa, les pagan la comida, las intervenciones médicas y los pasajes a la tierra prometida.

Dicen que el 70% de quien trata de llegar a Estados Unidos lo consigue, solo es cuestión de reunir dólares suficientes e intentarlo una y otra vez. En la estación aguardan una mujer joven con su bebé y una mujer mayor que acuna a la criatura. Se acaban de conocer. Esa noche, ambas emprenden su viaje. Están nerviosas y acceden a hablar del bebé, del tiempo y de las esperanzas, pero no quieren preguntas, ni responder si creen que llegarán y cuánta violencia calculan que recibirán por el camino: accidentes, violaciones, el secuestro del bebé y la muerte. Honduras es el país de las madres solteras. Y de los feminicidios. Han hecho sus cuentas y merece la pena intentarlo.

Sentados tranquilamente en unas escaleras, un padre y un hijo venezolanos esperan el mismo autobús. Tampoco quieren dar su nombre, pero sí su edad: 47 y 17 años. Sus brazos son fuertes, contestan orgullosos, pero atesoran humildad: han sobrevivido a la peligrosa selva del Darién, pero les queda montarse al tren que cruza México, la ‘Bestia’. “En el Darién vimos cadáveres con gusanos, pero la ‘Bestia’ es lo peor. Estamos preparados mentalmente”. Viajarán encima de los vagones, atando sus cuerpos para no caerse y mutilarse. No quieren decir cuánto dinero llevan encima ni dónde lo esconden. Se les iluminan los ojos cuando pronuncian las palabras mágicas: Estados Unidos.

Las ciudades emiten la violencia habitual, esa que podría salir en cualquier suplemento dominical: los policías matan a los pobres, los hombres asesinan a las mujeres, las maras extorsionan a comerciantes y vecinos. Muchos sueñan con huir. Las maquilas —las fábricas de ropa— están cerrando, les sustituyen los call center que atienden el mercado español.

Las violencias escondidas

Las zonas rurales concentran las violencias escondidas. Las pagan empresarios y las ejercen sicarios, como los que asesinaron a Berta Cáceres en 2016. Ella es la ambientalista más conocida de Honduras, un símbolo nacional e internacional. Sembró semillas y crecieron a borbotones. Defienden sus tierras y no quieren que se les expulse a la ciudad violenta o a Estados Unidos.

El Aguán está lejos de San Pedro Sula. Cinco horas en coche por la única carretera que cruza el norte, con sus correspondientes controles policiales y militares. Luego, tres horas más en una furgoneta pick up hasta llegar a la comunidad Malafalda, la cuarta en altura del Parque Nacional Montaña de Botaderos. Quedan diez poblados más arriba. Han preparado el encuentro y un plato de comida para todos: un trozo de pollo, arroz y ensalada. Tienen comida. Los animales se mezclan con las personas y los jóvenes están estudiando en la nueva escuelita de agroecología que han montado.

Muchos vecinos han bajado los cerros andando, o en burro, para explicar cómo les afectaría quedarse sin el agua del río Guapinol, o si les llegara contaminada con sedimentos, como ya pasó en 2018, a causa del megaproyecto minero construido ilegalmente a orillas del río. Las comunidades beben el agua del río, cocinan, lavan y se duchan. No hay dinero para pagar agua embotellada, ni forma de transportarla. Defenderla les conlleva represión, hostigamiento, cárcel y asesinatos.

Todas son conscientes de los peligros que corren y se sostienen unas a otras, organizadas en el Comité Municipal de Defensa de los Bienes Públicos de Tocoa, del cual forman parte 25 colectivos. Hablamos con decenas de ambientalistas, y queda la sensación de conversar con futuros muertos.

“El miedo es constante, ese temor a salir de casa y no regresar es muy latente”, reconoce Dalila Santiago, defensora del Guapinol. “Mis hijos quedan tristes cada vez que salgo de casa, saben del involucramiento de la lucha y que los mecanismos de protección por parte del Gobierno no funcionan. Piensan que no voy a regresar. El Gobierno responde a otros intereses, las personas no importamos”, añade. “La persecución también provoca un gran impacto psicológico en nosotras y nuestras familias”, advierte.

A las mujeres se les añade la discriminación de género: “Al empoderarnos y luchar, sufrimos una discriminación más. Sugieren que deberíamos estar en casa, cuidando de nuestros hijos y cumpliendo nuestro papel como mujeres, en vez de andar en la calle defendiendo a nuestra madre tierra”. Este relato, azuzado por infiltrados en las luchas y por periodistas a los que pagan las empresas que usurpan las tierras, espera crear discordia en las comunidades y romper la unión que mantienen los 13.000 habitantes de las montañas.

La primera noticia de un asesinato a las personas que conocimos llega pronto, el 15 de septiembre. Dos meses después del viaje. Han acribillado a balazos a Juan López, defensor del río, uno de los líderes del Comité y regidor de Tocoa. López era cauto con su seguridad, casi nunca salía de noche y viajaba acompañado. A la salida de la iglesia, recibió cinco disparos a la altura de pecho y cabeza, cuando se encontraba dentro de su coche.

Los periodistas de Radio Progreso abren las puertas para este reportaje, tienen corresponsales en cada lucha del país y conciertan las citas. Tras el asesinato de López, en la emisora suena una canción de Alí Primera: “Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos y, a partir de este momento, es prohibido llorarlos. Que se callen los redobles en todos los campanarios. Vamos, compa, ¡carajo!, que para amanecer no hacen falta gallinas, sino cantar de gallos”.

Las luchas ambientales se dividen en tres: la tierra supuestamente protegida de los parques nacionales, la que afecta a la tierra colectiva de las cooperativas agrícolas y la tierra comunal de los pueblos originarios

El Observatorio de la Universidad Nacional Autónoma reconoce que Honduras fue el segundo país más violento de Latinoamérica en 2023 con 34,5 muertes por cada 100.000 habitantes. La organización internacional Global Witness desglosa el dato que los organismos nacionales tratan de esconder: lidera, a nivel mundial, el número de asesinatos políticos per cápita de líderes campesinos y ambientales, superando a Colombia, Brasil y México. En realidad, este pequeño país, que internacionalmente parece no importar a nadie, lleva coronando el ranking desde 2012. Solo en la región del Aguán, la lista supera los 200 nombres.

La tierra colectiva, comunal y protegida

Las luchas ambientales se dividen en tres: la tierra supuestamente protegida de los parques nacionales, como Montaña de Botaderos, la que afecta a la tierra colectiva de las cooperativas agrícolas y la tierra comunal de los pueblos originarios, como los garífunas y tolupanes. Hay legislación que reconoce y protege los derechos de estas tierras, dirime quién puede vivir en ellas y cómo las pueden utilizar. No se aplica.

Disponer de un trozo de tierra fértil y agua limpia es lo que separa la pobreza de la pobreza extrema —73% frente a 50%—. Los defensores y defensoras de la tierra luchan por el paisaje, por el plato de comida y por su derecho a seguir viviendo donde han crecido.

Mientras, cinco familias se reparten el país: desde la banca a la agroindustria. Los Rosenthal, los Facussé, los Larach, los Nasser, los Kafie y los Goldstein. Los narcotraficantes se encargan del tráfico de cocaína y de su plantación, que va en aumento. Los Cachiros dominan el norte y el ganado. Son los que transportan la coca en la matriz de las vacas. Su exlíder, Devis Leonel Rivera Maradiaga testificó en el juicio del expresidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, y se refirió a él como “mi socio”. Exportaba fardos de coca marcados con las iniciales del hermano del expresidente. Una gracia que se convirtió en la prueba concluyente del juicio.

Ahora los tres cumplen condena en Estados Unidos, pero Honduras sigue moviéndose al ritmo del estado de excepción, que no ha mejorado vidas, ni eliminado amenazas, y frustra a personas que tomaron las calles, cacerola en mano, para protestar contra un narcoestado que disparó los homicidios. Además de expulsar a las maras, el Gobierno de Xiomara Castro se comprometió en 2022 a investigar la propiedad de las cooperativas agrarias y la autoría de los asesinatos de defensores. La investigación sigue abierta en el Ministerio de Agricultura, pero la popularidad de la presidenta retrocede, apunta el último sondeo de opinión del grupo de investigación ERIC. Y esto preocupa: la alternativa supondría más represión y asesinatos.

En el Aguán, quien empuña los rifles probablemente son los narcotraficantes. Narcos de día, sicarios a sueldo de noche. Tienen una amplia logística y vigilan a los campesinos con drones, explica María Alemán, cooperativista y amenazada. Sobre su champita vuelan cuatro aparatos. Vamos a las cooperativas agrícolas.

En 1974, el Gobierno de Honduras decretó la reforma agraria: otorgó al campesinado del Aguán la propiedad colectiva de ciertas hectáreas a través de cooperativas agrarias. El banano había dejado de ser rentable y la industria les instó a plantar palma africana. En 1992, mediante coacciones y con la palma en plena producción, los terratenientes del país les despojaron de la tierra y de sus cooperativas. En 1999 el huracán Mitch devastó Honduras. El hambre removió al campesinado y los hijos e hijas de aquellas cooperativas usurpadas empezaron los “procesos de recuperación”, incluyendo a las mujeres como cooperativistas de pleno derecho.

Entrar en las fincas es como meterse en el agua de la playa con bandera verde. Todo parece tranquilo y bello. Seguro, a diferencia de la ciudad. La gente trabaja, los niños juegan, todos comen y parecen relajados. En parte, es una falsa sensación: todos deben dormir en la finca, en champitas —casetas de nylon y chapa—, para proteger la cooperativa de los sicarios. Apenas salen, por eso construyen una escuela propia, una tienda con productos básicos, baños y otras zonas comunes.

Por el día, cosechan la palma y trazan planes para reconvertir el campo: volver a plantar maíz, frijoles y las verduras y frutas necesarias para alimentarse. La Cooperativa Agraria El Tranbio lleva la delantera: ha montado una granja de pollos. 

Honduras Gessami - 1

“Ahorita estamos en tensión: un grupo armado quiere sacarnos a la fuerza. Pero una aprende a confiar en Dios y no nos va a desamparar. No somos delincuentes, queremos un futuro. Y nos alegran las visitas”, señala Fany Baires. Desea que su lucha se conozca internacionalmente. Excepto Radio Progreso, los medios de comunicación no informan de estas luchas. Por eso les cortaron la emisión tras el golpe de Estado. Y por eso los ciudadanos se concentraron frente a su sede. También han sido objetivo de la extorsión de las maras. Ahora su puerta tiene sistemas de protección y, afuera, un cartel indica: “Armas, no”.

La última noche nos invita a cenar el jesuita padre Melo en su casa —muros con concertina, sistema de videovigilancia—. Quiere saber cómo hemos visto el país. Es reacio a dar su visión política. En la narcodictadura, él se convirtió en la voz de la oposición. Cuando Berta Cáceres y su marido viajaban a San Pedro Sula o El Progreso, se cobijaban en su casa. Y se preguntaban a cuál de los tres matarían primero. Las elecciones generales de Honduras están convocadas para el 30 de noviembre de 2025. La vida de ambientalistas dependerá de su resultado.

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Artículo imprescindible, muchas gracias.

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