Historia
Koque Martínez, el artista vasco que está enterrado junto a Karl Marx
En Londres, los muertos observan desde arriba literalmente. El cementerio de Highgate, construido en 1839 para asimilar el crecimiento de la capital británica, cuenta con una envidiable vista de la ciudad para aquellos que ya no pueden ver. Ubicado en una privilegiada ladera cerca de Waterlow Park al norte de Camden, los cuerpos que descansan en Highgate yacen a mitad de camino entre la tierra que pisaron y el paraíso. Pasados los mausoleos neogóticos y ángeles de piedra camuflados por raíces y ramas, en la zona este del cementerio destaca una enorme cabeza de bronce. Su espesa barba, cejas prominentes y gesto severo lo hacen inconfundible para cualquier visitante. Por si fuera poco, sobre el nicho se lanza un poderoso mensaje que ha recorrido el mundo en forma de fantasma: “¡Proletarios del mundo; uníos!”.
Si bien apenas 13 personas acudieron al funeral de Karl Marx el 17 de marzo de 1883, actualmente atrae miles de curiosos al año: se estima que cada año cien mil personas visitan la tumba del pensador alemán. Lo que no tantos conocen es que, a escasos pasos de la tumba de uno de los mayores intelectuales del siglo XIX, se encuentra el cuerpo del vasco José María Martínez Castillo.
Para comprender cómo un vasco acabó enterrado al lado de Marx hay que echar la vista para atrás casi 90 años, cuando un golpe de Estado cambió el devenir de España y de su población. Aunque había nacido en Cabredo (Navarra), pronto se mudó con su familia a Euskadi por motivos laborales. Su padre, un camionero con ideas republicanas, buscó cobijo en la ciudad de Bilbao. Un cobijo que se vio amenazado en el momento en el que las tropas sublevadas iniciaron la ofensiva en el norte de España.
Entrados en 1937, el optimismo en el frente se había desvanecido entre los republicanos. La guerra había llegado a Bilbao desde el cielo. La Legión Cóndor alemana, junto a la aviación italiana y al servicio del ejército franquista, bombardeó la ciudad numerosas veces, tal y como había sucedido en Gernika y Durango. El avance incesante de los sublevados llevó al gobierno republicano a tomar varias medidas para proteger a los más vulnerables. En este sentido, como menciona Alicia Alted Vigil, historiadora especializada en el exilio republicano, en la guerra civil española se da por primera vez en la historia el fenómeno de las evacuaciones de niños al extranjero promovidas institucionalmente y con el apoyo de numerosas organizaciones políticas, sindicales y humanitarias internacionales.
La ayuda humanitaria llegó en forma de barco a los puertos de la España republicana. En el caso de José María —Koque para los allegados— y sus dos hermanos Javier y Tirso, junto con otros cuatro mil niños, fue el vapor Habana el encargado de salvar a los menores de edad de las consecuencias de una guerra incivil, como la calificaría Miguel de Unamuno. Así, el 21 de mayo de 1937, apenas un mes antes de la caída de Bilbao, el Habana zarpó desde la capital vasca con rumbo a Southampton, Reino Unido. Por aquel entonces, Koque tenía 11 años y ya formaba parte de uno de los mayores éxodos infantiles de la historia.
Koque Martínez no solo fue uno de los pocos niños exiliados en Reino Unido por la Guerra Civil que rehizo su vida bajo un nuevo idioma, sino que tuvo el privilegio y las cualidades necesarias para hacerse un hueco en su historia del arte
La adaptación a Inglaterra no fue tarea fácil. Aunque habían logrado escapar de las bombas, en el improvisado campamento —con apenas espacio para la mitad de los evacuados— se enfrentaron a altas fiebres, gastroenteritis e incluso brotes de salmonelosis. A ello se sumaron dolencias menos visibles como la desorientación, la añoranza y la tristeza por encontrarse lejos de casa y de sus seres queridos. Simón Martínez, hijo de uno de aquellos niños que llegó a Inglaterra y actual secretario general de la Asociación Basque Children, cuenta a El Saltoque se “estableció un hospital externo para niños enfermos y para quienes sufrían condiciones infecciosas”, así como algunos fueron enviados a sanatorios para el tratamiento de piojos. En resumen, tal y como reflejaron los propios niños décadas más tarde, entre ellos comparten un sentimiento de infancia robada.
De la guerra civil a la guerra mundial
La mayoría, no obstante, regresó a España a los pocos meses de que la zona norte fuera ocupada por los sublevados. De los cuatro mil niños que habían llegado a Inglaterra, alrededor de 400 quedaban en suelo británico para el año 1939, y diez años después tan solo 280 de ellos seguían en Reino Unido. Koque Martínez no solo fue uno de los pocos que rehizo su vida bajo un nuevo idioma, el inglés, sino que tuvo el privilegio y las cualidades necesarias para hacerse un hueco en su historia del arte.
Lo hizo gracias a la fundación escolar Juan Luis Vives que, impulsada por el entonces presidente de la República en el exilio Juan Negrín, se dedicaba a proporcionar becas de estudios a los jóvenes exiliados. De esta manera, el joven Koque dejó la colonia de niños españoles y se instaló en Londres, donde volvió a encontrarse con bombardeos aéreos. Desde el distrito de Croydon, al sur de la capital, se preparó junto con sus nuevos vecinos ingleses para el ataque, con una ventaja: Koque ya conocía esos aviones y lo que eran capaces de hacer. Esta vez, el cielo de Londres se oscureció como nunca y los obuses dejaron alrededor de 40.000 muertos en todo el país. Le tocaba entender que la guerra no podía detener más su vida, que uno no decide cuándo nace, pero sí lo que hace con ese tiempo limitado que se le ha brindado. Ya no era aquel niño que huía de las bombas en Bilbao, sino un adulto que resistía a los bombardeos alemanes por las noches para seguir estudiando durante el día. Mientras en España gobernaba un dictador y Europa sufría una nueva guerra, había gente como Koque que pensaba que el arte aún tenía sentido, que las manos también servían para pintar, además de para apretar gatillos.
Bebió de la ironía de William Hogarth, conoció los atardeceres de William Turner y convivió entre personalidades como Henry Moore o Barbara Hepworth. Poco a poco, Koque tomó su propio camino e, influenciado por un potente surrealismo, llevó a cabo sus primeras obras pictóricas. Nunca se olvidó de su país natal, y a coetáneos como Picasso y Dalísiempre los tuvo presentes. Gracias a José Estruch, director de teatro que había organizado representaciones en las colonias de los niños exiliados, se acercó a otras artes como el teatro clásico y la poesía.
Así, dentro de su amplia colección de cuadros, destaca Homenaje a Federico García Lorca, una pintura cercana al estilo de Giorgio de Chirico en la que el poeta granadino se alza partido en dos, suspendido entre la vida y la muerte que se asoma desde un costado como amante inevitable, mientras su mirada atraviesa el aire espeso del exilio eterno. A su alrededor, la ciudad observa muda, y las bestias, agazapadas en la sombra, anuncian un destino que ya está escrito. La taberna, la palmera y las piedras antiguas no son refugio, sino escenario. Aquí, la poesía no huye: arde, aun cuando el cuerpo ya es mitad ceniza. Lo hace a través de la pluma del propio escritor en uno de sus poemas que pueden leerse en Poeta en Nueva York: “¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía, esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol”.
Koque Martínez evocaba un pasado que nunca llegó a existir más allá de su imaginación. La nostalgia por esa infancia arrebatada en España se representa firme a lo largo de su obra pictórica
Koque evocaba un pasado que nunca llegó a existir más allá de su imaginación. La nostalgia por esa infancia arrebatada en España se representa firme a lo largo de su obra pictórica, al igual que explora los vínculos entre el ser humano y los animales, o indaga en el sentimiento de identidad a través de la creación de múltiples retratos y autorretratos. Puede que no llegara al reconocimiento de los grandes artistas del siglo XX español, pero sus obras fueron expuestas en el Instituto Español de Londres cuando alcanzó la mayoría de edad, y en Archer Gallery dos años después. En 2008, justo antes de enfermar, su obra se incluyó en una exposición colectiva en el Centro Social de Mayores Miguel de Cervantes, también en la capital inglesa. Falleció en 2009 y, aunque jamás regresó a España, donó parte de su obra a la Universidad del País Vasco con la intención de que su legado lo hiciera en su lugar. Hasta 200 dibujos, lienzos y pósters fueron expuestos en el campus universitario de Vitoria en la exposición que tomó el título de Koke Martínez and the Basque children of 37. Su Cabredo natal tampoco se quedó sin la visita de la obra de su artista. Dos de los cuadros del navarro fueron colocados en el salón de plenos de la localidad en un acto que presenció Michel Delgado Pueyo, hijo de una de las primas del pintor.
A día de hoy, algunas de sus obras descansan en el Museo Picasso de París, y el grueso de su colección se encuentra en Homerton, el college más grande de la Universidad de Cambridge. Curiosamente, en esa misma facultad estudió la política y educadora británica Leah Manning, figura clave en el plan de evacuación de los cuatro mil niños españoles durante la Guerra Civil. Décadas más tarde, bajo un hermoso eco discreto que ahora resuena en el presente en forma de agradecimiento, uno de aquellos niños devolvió en Homerton dicho gesto humanitario en forma de arte.
Su última gran obra, sin embargo, se encuentra entre los arbustos y la alta hierba del cementerio de Highgate. Modesta a la vez que llamativa por su forma ovalada, la lápida permite recuperar el rastro que dejó José María en la historia. Nació en 1926 y murió en 2009. Se hacía llamar Koque Martínez. Fue pintor, poeta, escultor, humanista, idealista y optimista, tal y como se puede leer en letras doradas. La placa la corona una bandera republicana, reflejando así su lealtad eterna hacia la Segunda República. A su vez, el singular epitafio menciona al escritor más reconocido de la historia de España. “Como Don Quijote, se esforzó por mejorar el mundo”. Parece tratarse de un pequeño juego, una suerte de respuesta a su vecino cabezón bajo tierra, en cuya tumba lanza un mensaje a los sabios: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diversas maneras, de lo que se trata es de transformarlo”. No es la única conexión entre ambos. El azar no quiso que Karl Marx y Koque Martínez compartieran solo las iniciales; se empeñó en que dos hombres que jamás coincidieron en vida descansen eternamente bajo el mismo sol, a la sombra de los mismos cipreses y, sobre todo, unidos por la lealtad a una idea que los llevó lejos de sus casas.
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